Mario Ishii, entre el descuido y la advertencia

Preservar la paz social o gobernar la violencia procurando que no desborde los frágiles límites entre una normalidad inestable y la anomia le exige administrar un menú de recursos lícitos e ilícitos

Mario Ishii

José C. Paz es uno de los distritos más pobres del conurbano bonaerense. El segundo después de La Matanza en administrar masivamente programas de asistencia a los desocupados. Como municipio, registra un nacimiento reciente que resultó de la subdivisión del partido de General Sarmiento en 1995. De sus veinticinco años, Mario Ishii lo ha gobernado dieciocho gracias a apoyos electorales próximos al 60% que convierten al PJ local en una fuerza indiscutiblemente hegemónica.

Ishii posee cualidades distintivas respecto de otros intendentes del Gran Buenos Aires. Es el ultimo “barón” en términos de recorrer y reconocer hasta los rincones más recónditos de sus setenta y cinco barrios. Habla el mismo idioma que los vecinos y lo hace exhibiendo un diestro manejo de los códigos barriales. Es una suerte de puntero de punteros merced a un reconocimiento exhaustivo de sus necesidades y de la resolución expeditiva de sus problemas más acuciantes.

Estas virtudes son correlativas a la difícil gestión de la pobreza endémica. Su persistencia en el poder resulta de procesos económicos y sociales que lo exceden. Propios de un país que ha perdido su brújula colectiva durante el último medio siglo y cuya deriva se plasma en una fractura social profunda que excluye, como poco, a una tercera parte de la población. Para este segmento, la única política que cuenta es la barrial en sintonía con la comunal. De esa manera se sobrevive y se negocia la masa de recursos críticos que “baja” a vecinos organizados en diferentes colectivos: étnicos, familiares, vecinales y deportivos.

Gobernar allí requiere el dominio de un arte que el intendente Ishii expresa muy bien con su aspecto de vecino bonachón y su eterno poncho de gaucho salteño en el hombro. Su origen japonés completa su singularidad emblemática. Preservar la paz social o gobernar la violencia procurando que no desborde los frágiles límites entre una normalidad inestable y la anomia le exige administrar un menú de recursos lícitos e ilícitos. Entre estos últimos sobresale el inevitable tráfico y consumo de estupefacientes.

La droga posee una doble ventaja contrarrestada por una gran desventaja: aporta recursos extraordinarios a veces por encima de los presupuestarios, y satisface la demanda de vecinos consumidores o adictos que en esas latitudes de la sociedad son en su inmensa mayoría jóvenes excluidos. Pero como contrapartida, su uso dispara una violencia que suele verterse en el interior de las propias comunidades. Regular ese conflicto constituye una cualidad en la que se juega la autoridad de cualquier referente o jefe político.

La estructura del narco es mucho más compleja de lo que suele suponerse porque una de las condiciones para su despliegue es el ocultamiento. Las barriadas carecientes son su caldo de cultivo ideal y requiere de la protección política y policial por siempre problemáticas. No hay narcoporoducción ni narcotráfico sin el dominio de una logística bajo la forma de utilitarios que ingresan la “pasta base” a las “cocinas”, además de combis, camionetas, remises, motocicletas, y hasta bicicletas para delivery de comida. Vehículos oficiales como las ambulancias cuentan con la ventaja de sortear las requisas de la implacable Gendarmería.

En los laboratorios se destila la cocaína destinada a consumidores de clases acomodadas, que en Paz residen en opulentos barrios cerrados. Los jóvenes pobres no pueden acceder a ella dados sus precios superlativos salvo en proporciones mínimas reservadas para grandes ocasiones. Consumen, sí, versiones rebajadas con otras sustancias o el residuo “estirado” de la cocción vulgarmente denominado “pasta base”, alusión solo metafórica de la materia prima. “Paco” constituye una denominación genérica que incluye cortes diversos con sustancias desde el talco hasta raticidas.

En las barriadas juveniles, la droga más usual es la marihuana, cuya calidad también varía según el proveedor y la capacidad adquisitiva de los consumidores. Se la combina con diversas bebidas alcohólicas (cerveza, vodka, o vino) y energizantes; pero sobre todo con medicamentos psicotrópicos en boga como el clonazepan. Estos se compran en farmacias mediante recetas que médicos venales proveen por doscientos pesos o los aporta el personal de enfermería desde los centros sanitarios, entre muchas otras vías.

El valor de una gragea cotiza según la hora y el día. Por caso, un sábado a la medianoche puede suponerle al vendedor una diferencia considerable si cuenta con varios blísteres. Tal vez haya sido ese el significado que el intendente le dio al término “falopa” en su diferendo con los ambulancieros municipales descontentos. ¿Imprudencia en un mundo que ofrece cada vez menos sitios para la intimidad o advertencia ex profeso respecto de los responsables de los eslabones de una cadena secreta que en todo el Gran Buenos Aires han aprovechado la cuarentena para disputarse territorios?

El narcotráfico describe un movimiento de dos tiempos: el de “bajada” de la droga y el del ascenso del dinero. En ambos, los punteros narco –que poco tienen que ver con los políticos- distribuyen los lucros entre los dealers y el poder estatal que garantiza el mecanismo. Los cortocircuitos se deben a los frecuentes “mejicaneos” o a la disminución de la calidad por rebajas no autorizadas denunciadas por los clientes. Las adulteraciones constituyen una osadía previsible casi siempre a cargo de eslabones de consumidores desesperados, cuyo descontrol puede disparar conflictos como los que el intendente pronosticó para los próximos meses. ¿Habrá una conexión entre ambos episodios?

Se dice que en su despacho Ishii exhibe una espada de samurái. Señores feudales japoneses que poco tienen que ver con los orígenes humildes de su abuelo; un abnegado inmigrante de Okinawa dedicado a la floricultura. Pero sí con el tipo de gobernante que suele engendrar la pobreza extrema: déspotas de origen popular de fortunas rutilantes en las que, por esas paradojas de la cultura, sus subordinados se ven reflejados sintiéndose partícipes. Un fenómeno análogo al de otros feudos provinciales de nuestro Interior postergado. Pero justo es reconocer que el desarrollo económico y social, único antídoto de este estado de cosas que usufructúan, escapa a su responsabilidad exclusiva. Solo lo administran conservadoramente.

El autor es miembro del Club Político Argentino