Volatilidad y desinversión: obstáculos para la pospandemia

La distancia entre las demandas sociales y las posibilidades ciertas son amplísimas y más allá de las responsabilidades diferenciadas en algún momento habrá que privilegiar qué aporta cada sector y no qué reclama

Una persona camina frente al ministerio de Economía (EFE/Juan Ignacio Roncoroni/Archivo)

Observando los datos de crecimiento económico de Argentina en los últimos treinta años, resalta una desafortunada evidencia. En cuatro de cada diez años, hay disminución absoluta del producto y, por tanto, del producto por habitante.

Fuente: CEPALSTAT

Dicho de otra manera, en las décadas recientes se ha agudizado el fenómeno que colocaba al país en el segundo lugar (en casi un centenar de países) entre los que padecen de tal circunstancia a lo largo de los últimos setenta años. En esa serie publicada no hace mucho por el Banco Mundial (El fin de la crisis, 2018), “gozábamos” del segundo lugar. Con un año de caída de cada tres años transcurridos nos ubicábamos apenas detrás de la República Democrática del Congo. Luego en la lista seguían: Iraq, Siria, Zambia, Zimbawe. Evidentemente compartíamos el privilegio con países que no constituyen el mejor espejo para estar reflejado.

Si prolongamos el horizonte temporal hasta los años setenta del siglo XX, la variación anual del producto muestra una suerte de electrocardiograma cuyas oscilaciones gráficas no son otra cosa que los arranques e interrupciones de la dinámica económica. En ocasiones generados por los vaivenes internacionales, en otras por los avatares cambiantes de la política económica doméstica, en no pocos casos por la conjunción de ambas situaciones. Promediando los resultados anuales de los períodos gubernamentales se observa las grandes variaciones dentro de un perfil más bien modesto de crecimiento económico de largo plazo.

Fuente: Elaboración del autor sobre la base de las series oficiales disponibles, inédito.

Fuente: Elaboración propia sobre la base de las series oficiales disponibles, inédito.

¿Qué importancia tiene esta información? Ilustra la irregularidad del comportamiento económico nacional (o volatilidad, como les gusta señalar a los economistas) en cuyo marco no hay dudas que es muy difícil generar –y disfrutar- bienestar económico significativo y duradero.

En la historia reciente la mejor perfomance ocurrió durante los gobiernos peronistas, pero no todos ellos. Siete de los diez años menemistas tuvieron un desempeño positivo. Y todo el mandato de Nestor Kirchner, también. Pero el primer mandato de Cristina Fernández tuvo una caída en cuatro años y ya en el segundo se sucedieron (con niveles absolutos muy pequeños) años de caída y repunte por partes iguales. El resultado de sus ocho años es de apenas dos por ciento anual, en promedio.

El extremo negativo dentro de estas tres décadas fue el gobierno de la Alianza (pues continuó la crisis iniciada un año antes de su asunción) y continuó en el interinato de Eduardo Duhalde. Cuando asumió Kirchner en mayo de 2003, la tormenta ya había pasado, pese a lo cual el desaparecido presidente gustaba afirmar que su gobierno se había iniciado en el purgatorio. Por último, el gobierno de Cambiemos ostenta el triste récord de sólo un año de crecimiento (2017) de su cuatrienio en el poder.

¿Es posible imaginar un sendero de crecimiento y de desarrollo en ese marco? Decidamente no. Hay quienes simplifican los análisis considerando que los orígenes de los inconvenientes se asientan en el gobierno precedente que, casualmente, es de signo contrario. Eso hizo Macri con Cristina Fernández y ahora Alberto Fernández con su antecesor.

Alberto Fernández. Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri, los últimos tres presidentes argentinos (REUTERS/Agustín Marcarian)

Pero la observación del desempeño de largo plazo da cuenta de que hay fenómenos a los que la sociedad argentina no les ha prestado atención (o, al menos, no lo ha hecho de manera consecuente)

En el capitalismo –es sabido– se precisa un mecanismo de acumulación que transita desde la deducción de parte de la riqueza generada bajo la forma de ahorro y su transformación en incremento de la capacidad productiva. O sea, en inversión

Casualmente, la tasa de inversión (proporción del producto destinada al aumento de la capacidad productiva de una economía) ha sido sistemáticamente declinante, desde un 18,6% del gobierno de Raúl Alfonsín hasta el menos del 15% del último gobierno de Cambiemos.

Como se ve, se trata de un pecado compartido por gobiernos similares y diferentes. El nudo de la inversión y el crecimiento autosustentable no fue desatado ni en los tres kirchnerismos (descriptos hace ya tiempo por el actual ministro Matías Kulfas) ni por la versión peronista de los noventa; tampoco por la Alianza (que asumió en uno de los peores momentos de la historia económica reciente) ni por el macrismo. Argentina no ha logrado encontrar la solución para el atraso productivo de su industria para lo cual se ha movido entre la captación de parte de la renta del sector agroexportador y la depreciación de la remuneración del trabajo. La disputa sobre el nivel del tipo de cambio expresa ese conflicto en el marco de una economía incapaz de generar las divisas necesarias para sus necesidades. Distintas etapas de protección no alcanzaron para consolidar un aparato industrial con niveles de productividad y competitividad que le de autonomía y contribuya al progreso del país.

Argentina no ha logrado encontrar la solución para el atraso productivo de su industria para lo cual se ha movido entre la captación de parte de la renta del sector agroexportador y la depreciación de la remuneración del trabajo

Por eso, pudimos tener períodos de aparente buen desempeño en los cuales los empresarios tuvieron generosos resultados (“Ustedes la ganaron con pala”, les dijo más de una vez la ex Presidenta) pero sistemáticamente volvíamos a las andadas. Así, la mayor participación salarial en el producto terminaba una y otra vez diluyéndose al tiempo que la mayor presencia estatal no agregaba sustancia pese al aumento de su tamaño. Una y otra vez el país dilapidó momentos excepcionalmente favorables

Visto de este modo, la crisis del bienio 2018-2019 cerró una década de declinación en materia de producción y empleo. Fue poco menos que el desenlace esperado de la acumulación de conflictos estructurales no encarados –ni mucho menos, resueltos– a los que se sumaron los defectos propios del gobierno de Cambiemos.

La distancia entre las demandas sociales y las posibilidades ciertas son amplísimas y más allá de las responsabilidades diferenciadas en algún momento habrá que privilegiar qué aporta cada sector y no qué reclama

Ahora bien, creer que en la actualidad sólo se trata de salir lo mejor posible de la cuarentena y capear el temporal de la pandemia con el menor daño, es también un error de proporciones. En primer lugar porque el peligro sanitario de orden mundial se desenvuelve, en nuestro caso, sobre una crisis para nada coyuntural. Ni las finanzas públicas ni los actores económicos y sociales están en condiciones de aportar mecanismos de protección –suficientes y equitativos– ni sus energías alcanzan por sí solas para emprender la recuperación. Adicionalmente, porque las demandas son interminables y nuestra sociedad no está acostumbrada a concertar esfuerzos y sacrificios. La distancia entre las demandas sociales y las posibilidades ciertas son amplísimas y más allá de las responsabilidades diferenciadas en algún momento habrá que privilegiar qué aporta cada sector y no qué reclama. Y sobre los reclamos, quizás es hora de plantear horizontes no inmediatos para el logro de satisfactores adecuados.

La gravedad de nuestros problemas acumula demasiadas complicaciones como para creer que se puede volver atrás así como así y, más aún, que ese retorno nos traerá la felicidad deseada. Son muchos los cambios de fondo que se requieren para lo cual será necesario el concurso de quienes gobiernan y de quienes estamos en el llano.

El autor es Director del CEPED/UBA