Para la gran mayoría de la gente el órgano de gobierno más relevante y dinámico es el Ejecutivo. Su titular, el presidente, renueva su cargo cada cuatro años, y el pueblo solo acude a las urnas con entusiasmo cuando debe elegirlo junto al suplente y titular del Senado: el vicepresidente.
Mientras tanto el Congreso aparece, a los ojos de la población, como un órgano pesado y burocrático que no resuelve sus problemas cotidianos, motivo por el cual la mayoría de los habitantes saben que existe, pero no son capaces de definir cómo se elige y remueve a sus miembros, ni cuántos son y por qué. De hecho, si se le consulta a cien personas para qué sirve dicho órgano, noventa contestarán que para dictar leyes, pero probablemente no más del cinco por ciento sea capaz de enumerar al menos cinco potestades constitucionalmente asignadas al Parlamento, de las más de cincuenta que la Ley Fundamental le adjudica.
Y respecto del Poder Judicial, existe una clara percepción popular de que sus miembros no son independientes, que son fácilmente presionables por el poder político y que no resuelven las causas con celeridad. Si atendemos específicamente a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el 95% de la gente no sabe en qué casos interviene, cuántos miembros la integran ni quién la preside.
Ahora el Gobierno nos propone una sospechosa reforma judicial, en el contexto de una pandemia que mantiene a la gente con la atención puesta en otros ejes, entre cuyos objetivos está el de modificar la cantidad de miembros del máximo tribunal, para lo cual se ha decidido formar una “Comisión Especial” de juristas que evalúe sus alcances.
Lo primero que nos preguntamos es por qué no se ocupa de ello el Congreso de la Nación, órgano al que le corresponde hacerlo, quien de considerarlo necesario podría compulsar opiniones de expertos. Y además es inevitable mirar de reojo la designación, en dicha Comisión, de letrados que actualmente ejercen la defensa de funcionarios procesados, que los inhabilitaría institucionalmente para pronunciarse sobre la eventual reforma de un “Poder” que investiga por varios delitos a diversos funcionarios de esta misma gestión.
De cualquier manera no está de más concentrar la atención en la Corte Suprema de Justicia de la Nación, cuya integración está en el ojo de esa pretendida reforma y de la que, popularmente, tan poco se conoce.
La Constitución Nacional, en su redacción original de 1853, definía la cantidad de jueces que debían integrar al máximo tribunal; sin embargo el primer presidente constitucional de la Argentina, Justo José de Urquiza, no logró integrarla. A partir de la reforma de 1860 el texto constitucional se abstuvo de definir qué cantidad de miembros formarían parte de la Corte, y es por eso que, si bien no define a qué órgano de gobierno le corresponde hacerlo, teniendo en cuenta que delega al Congreso la facultad de crear tribunales inferiores a la Corte, y en función de los llamados “poderes implícitos” del mismo, se considera que es dicho órgano el facultado para ello.
La primera ley en definir la cantidad de miembros que debería tener la Corte Suprema fue la N° 27 del año 1862, durante la gestión del presidente Bartolomé Mitre, en virtud de la cual se dispuso que el máximo tribunal estaría integrado por cinco miembros.
Fue así que el entonces recién asumido presidente Mitre decidió formar la primera Corte, y eligió para ello a Valentín Alsina (a quien designó como presidente del cuerpo), Francisco de las Carreras, Francisco Delgado, Salvador María del Carril y José Barros Pazos.
Valentín Alsina no aceptó el cargo, motivo por el cual los otros cuatro jueces designados asumieron el 15 de enero de 1863 y Francisco de las Carreras fue elegido para desempeñarse entonces como presidente de la Corte. El cargo vacante de Alsina fue cubierto nada menos que por José Benjamín Gorostiaga, quien antes había sido el principal redactor de la Constitución Nacional, y quien asumió el cargo el 10 de junio de 1865.
Así quedó entonces conformada la primera Corte Suprema de Justicia de la Nación, con cinco integrantes. Pasaron noventa y tres años y la decisión de mantener a la Corte con cinco miembros fue ratificada por el Decreto-Ley 1285 del año 1958, que produjo una gran reorganización de la Justicia Nacional, hasta que el 2 de septiembre de 1960, durante la presidencia de Arturo Frondizi, el Congreso Nacional sancionó la ley 15.271, por medio de la cual se elevó a siete la cantidad de miembros de la Corte.
Ello fue así hasta 1966, año en el que, a través de la ley 16.895, se modificó nuevamente la composición del máximo tribunal, cuyos miembros volvieron a ser cinco.
Treinta y cuatro años más tarde, durante la primera presidencia de Carlos Menem, el Congreso de la Nación sancionó la ley 23.774, que modificando otra vez la composición de la Corte, elevó la cantidad de miembros a nueve.
En el año 2006, durante la presidencia de Néstor Kirchner, el Congreso sancionó la ley 26.183, que redujo una vez más la cantidad de miembros del máximo tribunal a cinco, lo cual fue ratificado en el año 2013 durante la gestión de Cristina Fernández a través de la ley 26.853.
La duda que ahora se presenta es la siguiente: ¿qué pasó en siete años como para que de pronto el mismo gobierno kirchnerista que fijó en cinco la cantidad de jueces de la Corte ahora considere necesario elevarla?
Siendo que existen varios funcionarios de este gobierno investigados y procesados por la Justicia (incluyendo a la vicepresidenta de la Nación), las sospechas se acrecientan y la posibilidad que el objetivo de la reforma sea agregar en el máximo tribunal jueces amigables se agiganta notablemente.
En democracia los gobiernos tienen legitimidad democrática de origen, porque acceden al “Poder” mediante el voto popular, pero mientras ejercen ese poder popularmente delegado, están bajo el control del “soberano” pueblo, cuyos integrantes deben prestar atención no solo al contenido de las medidas que se adoptan, sino también a la intención con la que se lo hace. El tema es si, en la Argentina, ese control popular está permanentemente activado. La respuesta es no, no solo porque existen innumerables necesidades básicas insatisfechas, sino además porque transitamos el pico de una pandemia que asuela la salud, la economía y la psiquis de todo una sociedad. Las autoridades lo saben, y tal vez por eso avancen con tanta vehemencia en la adopción de medidas tan controvertidas.