Hace largos días ya que estoy oscilando entre dos emociones. Un verdadero loop en el que se enredaron mis pensamientos. Ando viajando entre la tristeza y la esperanza. Les cuento.
Me llaman pacientes o sus familiares, colegas, amigos, todos impactados por el miedo y la incertidumbre. Con situaciones propias o ajenas, buscan una escucha atenta y un consejo médico. Todos ellos son un disparador de mi tristeza, que surge empática desde el dolor de las personas, sus angustias y sentimientos, producto de los efectos adversos de la “cuarentena prolongada”.
Sin dudas la pandemia sorprendió al mundo, a todos los sistemas sanitarios independientemente del desarrollo de cada país. Argentina tomó la acertada medida de iniciar anticipadamente el aislamiento social preventivo y obligatorio, única herramienta de prevención en ese momento, además del cierre de fronteras y las recomendaciones de higiene y distanciamento social. Todas estas líneas permitieron ganar tiempo para desviar el proceso de evolución de la enfermedad y fortalecer el sistema sanitario con el fin de dar una respuesta adecuada cuando el crecimiento de la curva de contagios fuera prácticamente inevitable. Amerita un especial reconocimiento la respuesta de la sociedad para acatar y cumplir las recomendaciones de aislamiento en las primeras semanas de la pandemia, un esfuerzo colectivo que produjo un gran beneficio. No obstante, la extensión de esa cuarentena es cuestionable en función de los graves impactos que afectan en el corto y mediano plazo en los planos sanitario, económico, educativo y social, y con probables consecuencias también en el largo plazo.
Como consecuencia de estos efectos adversos de la cuarentena prolongada aparece mi tristeza. Mi tristeza está en que la salud de los argentinos no es la misma hoy que al inicio de la cuarentena. Mi tristeza está en la caída a niveles dramáticos de los cuidados y tratamientos de los pacientes crónicos. Mi tristeza está en los centros asistenciales que recibieron y reciben pacientes con estados avanzados de enfermedades agudas cuyo pronóstico de secuelas y su mortalidad sería significativamente menor si fueran diagnosticadas tempranamente. Mi tristeza está en la reducción de las tasas de vacunación infantil, especialmente en los menores de dos años, período en el cual la adecuada administración de las vacunas del calendario previene enfermedades graves que deterioran la salud de por vida. Mi tristeza está en el impacto emocional que afecta a los niños, aquellos que controlaban esfínteres y ahora no, en la reaparición de enfermedades que los pediatras no veían hace ya tiempo. Mi tristeza está en los niños cuya nutrición se ve afectada, tanto en calidad como cantidad. Mi tristeza está en la propia tristeza de los niños, sus padres y abuelos. Mi tristeza por supuesto está en los fallecidos por COVID-19, pero también en aquellos que perdimos durante la pandemia a causa de estos efectos adversos de las cuarentenas extensas.
Pero también, por extraño que parezca, ante tanta tristeza da pelea la esperanza. Una luz de expectativas favorables, de cambios positivos en nuestro futuro inmediato, en la visualización de que los más vulnerables pueden estar mejor.
Mi esperanza está en la mayor disponibilidad de tests diagnósticos y en las mejoras que se produjeron en los procesos de diagnóstico, bloqueo y aislamiento, que garantizan la disminución de los casos y las lamentables muertes. Mi esperanza está en que la cantidad de infectados y recuperados en AMBA está por encima del 10%, lo cual causa una disminución de la velocidad de circulación del virus. Mi esperanza está en que en este tiempo se logró contar con una cantidad adecuada de camas de cuidados críticos, recursos humanos e insumo. Mi esperanza está en que se han diseñado políticas de acompañamiento a afectados y a sus familias. Mi esperanza está en la concientización de las personas sobre el distanciamiento físico, el uso de tapaboca y evitar eventos sociales donde se producen gran cantidad de contagios. Mi esperanza está en que se logre implementar programas de asistencia alimentaria infantil con foco en los más pequeños y las madres embarazadas. Mi esperanza está en los argentinos solidarios y altruistas. Mi esperanza está en las vacunas y en la convicción que tengo de que habrá varias vacunas útiles en tiempo récord. Mi esperanza está en que los niños volverán a reír y que ya no se perderán sonrisas con o sin sentido. Mi esperanza está en que los niños volverán a divertirse y a disfrutar de los besos, abrazos, mimos y caramelos que les regalan sus abuelos.
Ojalá que esta dualidad de emociones termine pronto, cuando se combinen y hagan realidad todos los factores que despiertan mi esperanza.
El autor es médico infectólogo, vicepresidente de la Sociedad Latinoamericana Infectología Pediátrica, y coordinador de Relaciones Institucionales del Hospital Garrahan