“He hallado en mi corazón, un sentimiento fundamental que domina desde allí, en forma total, mi espíritu y mi vida: ese sentimiento es mi indignación frente a la injusticia”, Eva Perón.
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber” (Mateo 25: 35-36).
María Eva Duarte de Perón, mujer excepcional a quien la Providencia entregó la misión de rescate de la dignidad de la persona humana en su sentido más trascendente, perdura en el subsuelo de la patria con la potencia eterna del vislumbramiento de una Argentina redimida, adalid de la batalla contra el colonialismo, síntesis de una profunda fe en lo nuestro y en Dios, imbatible vigor donde habita la conciencia histórica de una Nación afirmada en sí misma. Evita inmortal. Evita profética: está en el futuro. Galopa a nuestra memoria en las horas de angustia que vivimos con mensaje de esperanza, recordándonos que sólo el milagro del esfuerzo argentino podrá restaurar la comunidad organizada, casa común de realización del ser. Luz para este tiempo oscuro y caótico que nos toca vivir que todo lo corrompe y desfigura.
Evita comprendió el sacrificio y el dolor de nuestro pueblo y siguiendo las enseñanzas de Cristo, con un oído en el Evangelio y otro en el pueblo, se brindó al extremo del sacrificio: “El amor es lo único que construye. (…) El amor es darse. Y ‘darse’ es dar la propia vida. Mientras no se da la propia vida, cualquier cosa que uno dé es justicia. Cuando se empieza a dar la propia vida entonces recién se está haciendo una obra de amor”. Su ingente obra social, puente entre Perón y su pueblo, se concretó en cientos de horas de trabajo y permanente vigilia en holocausto de su salud: “No me importan los sacrificios, no me importan los desvelos ni restar horas al sueño y al descanso, y si la vida fuera necesario, la daría gustosa, por el pueblo de mi patria”. Ya en septiembre de 1951, estando gravemente enferma, no habrá médico que pueda mantenerla detenida, sentía que no alcanzaba la vida para asistir el dolor de los pobres: “Sangra tanto el corazón del que pide, que hay que correr y dar, sin esperar”.
Dejó miles de obras -policlínicos, escuelas, hogares de ancianos y de niños, hogares de tránsito, ciudades estudiantiles, planes de vivienda, miles de máquinas de coser que permitieron un sustento a las amas de casa, millones de juguetes que motivaron una sonrisa en la niñez desvalida…- a la par de que daba a luz un modo de entender la política social como acto de reparación justa en un sentido profundamente humanista: “Lo que yo doy es de los mismos que se lo llevan. Yo no hago otra cosa que devolver a los pobres lo que todos los demás les debemos, porque se lo habíamos quitado injustamente. (…) Dios quiera que sirvan para algo y yo seré feliz”. Recordará el general Perón: “Para los primeros fondos, Eva recurrió a mí. Una noche, en la mesa, me expuso su programa. Parecía una máquina de calcular. Por fin, le di mi asentimiento. Le pregunté: ‘¿Y el dinero?‘. Ella me miró divertida. ‘Muy simple -dijo- comenzaré con el tuyo'. ‘¿Con el mío?‘, dije. ‘¿Y cuál?‘. ‘Tu sueldo de presidente'”. Luego serían fundamentalmente los sindicatos los que contribuirían con la Fundación: “El dinero de mis obras es sagrado, porque es de los mismos descamisados que me lo dan para que los distribuya lo más equitativamente que pueda”. Con celeridad organizó una estructura administrativa en la ciudad de Buenos Aires que permitió llegar a los lugares más aislados del país, del continente y del mundo. Encaró la ayuda social directa: un trabajo, una medicina, una vivienda, un consejo amoroso. Y su sensibilidad fue desbordante: sin temor al contagio besaba enfermos, leprosos, tuberculosos entremezclados en las caravanas de olvidados de la tierra que desfilaban todos los días por la Secretaría de Trabajo y Previsión. Los que aún no tenían trabajo, las madres solteras, los niños y los ancianos en situación de abandono como consecuencia de décadas de saqueo y miseria planificada: “Hemos vivido un pasado individualista; hemos vivido épocas de individualismo frío y egoísta, que olvidó que el pueblo argentino debía ser tratado como argentino y lo sumió en la desesperanza. Esa fue la más tremenda de las ingratitudes cometidas contra el pueblo. De ese individualismo hicieron gala cien familias privilegiadas, que vendieron la patria al extranjero y tuvieron sumergido al pueblo argentino durante más de cincuenta años. Me explico, entonces, que hoy no alcancen a comprender que una mujer ame al pueblo, quiera al pueblo”. Supervisaba ella misma las acciones, controlaba que ni un centavo de los trabajadores sea malgastado. Una obra de gobierno urdida en íntima comunión con la Confederación General del Trabajo en el marco de un país que se ponía de pie con la dignidad que otorga la recuperación del patrimonio nacional, la nacionalización de empresas y servicios públicos, el proceso de industrialización y el pleno empleo y una política exterior independiente que anunciaba la Tercera Posición. A la par de que tras la conquista del voto femenino, organizaba con sentido federal y masivamente a las mujeres en el dispositivo de organización política más importante de Iberoamérica, el Partido Peronista Femenino.
La cantidad de obras realizadas por Evita, en una Argentina que desde la caída del último gobierno justicialista en 1976 hasta la actualidad, ha abandonado el sentido cabal de la justicia social en pos del asistencialismo como sostén medular de la dependencia del país, hoy parecen utopías. En pocos años se revolucionó el país, asistiendo a quienes menos tenían para integrarlos a la comunidad organizada. El país solidario que fuimos. Y, centralmente, que debemos ser. Es por eso que el mensaje vital de esta mujer extraordinaria, que obtuvo el justo reconocimiento de ser Jefa Espiritual de la Nación y que era además hermana franciscana de la Primera Orden, nos interpela para emular su ejemplo: “El amor no se entiende ni se completa sino se lo sirve. Para mí, amar es servir. (…) Y sirvo porque amo”. Por eso es Santa para el pueblo humilde y trabajador que la venera en los altares desde el año 1952, porque vio en ella, y al día de hoy lo recuerda, la entrega sin concesiones a los millones que se acercaban buscando reparación material y espiritual. Porque se olvidó de sí misma para abrazarlos puesto que ella conocía mejor que nadie las “almas destrozadas por el dolor y la injusticia”, porque había visto “de cerca a las víctimas que han hecho los ricos y los poderosos explotadores del pueblo”, tal como sostendrá en La razón de mi vida. Y cuando tuvo la certeza de su triste e irreversible final con sólo 33 años, no renegó de Dios ni de su fe en él: “Dios sabe lo que hace (…) Me hace feliz que la muerte sea igual para todos. Dios es justo. A nadie, ni a sí mismo, le dio el privilegio de escapar a la muerte”. Hasta el último respiro estuvo con Perón y su pueblo y decidió que sus restos descansen en la casa de los trabajadores. En su despedida, el entonces secretario general de la CGT, José Espejo, expresó: “Nuestra mártir del trabajo está ya santificada. Ella, como Jesús, asombró a los sabios con su talento. Hizo del bien un credo. Sintió el martirio de todos los dolores y murió físicamente por los que tanto amó. Su templo está en el corazón de cada hombre redimido; está en el espíritu de los millones de seres que la lloran”. Y esta CGT con la misma certeza espera, tras la petición formal por su beatificación del año 2019, que la piedad y el clamor popular obtenga el reconocimiento de la Iglesia institucional, a la que hoy algunos sectores solicitan, por ejemplo, la canonización del empresario Enrique Shaw. Nuestro pueblo, los pueblos hermanos y todos los pueblos del mundo que recuerdan emocionada y agradecidamente a Eva Perón, necesitan su fortaleza espiritual para seguir labrando comunidades más humanas y fraternas. Y antes de concluir estas líneas, quiero compartir una anécdota. Un 26 de julio corriendo 1976, en los días dolorosos de confinamiento en la cárcel de Devoto en tiempos de dictadura, un compañero de pabellón me relató que en 1952 había sido beneficiado con uno de los 50 coches Mercedes Benz que el gobierno había comprado para taxis. Lo citaron en la residencia presidencial porque la “Señora Eva Perón” -así la llamaba- quería hablarle. Él era muy joven, le temblaban las piernas de emoción. Ella lo recibió con su eterna sonrisa a pesar de que su enfermedad no la dejaba casi estar en pie. Le preguntó por su familia y le pidió que le contara qué valor tenía ese coche para ellos. Él no podía enhebrar palabras en su conmoción interna, no comprendía cómo esa mujer que se estaba muriendo se interesaba por conocer la mejora de un trabajador y sus hijos. Cuando salió de la sala estalló en llanto. Un llanto que debe haber sido igual al que lo acompañaba mientras me rememoraba esa historia. Eso era Evita.
El autor es secretario general de la Unión de Empleados de la Justicia de la Nación (UEJN) y secretario de Derechos Humanos de la CGT