Se conoce como efecto Pigmalión al proceso mediante el cual las creencias y expectativas de una persona respecto de otra la afectan de tal manera, que la segunda tiende a confirmar, con su conducta, las creencias y expectativas puestas sobre ella. Bajo esta influencia –necesariamente positiva–, muchas personas tienden a convertirse en aquello que están destinadas a ser y muchos grupos, a transformarse en equipos de alto rendimiento y logros sostenidos en el tiempo.
Este fenómeno, que la psicología conoce como mirada apreciativa, enfatiza el impacto de nuestra mirada en el vínculo con otros seres vivos. Quien ama procura que el ser amado construya una narrativa interna que lo sostenga en la adversidad; entendiéndose al amor –no en su común denominador erótico o carnal, sino en su sentido filial: vínculos de calidad, energía de confianza, diálogo y compañerismo transformador y colaborativo.
La mayor sensación de seguridad en uno mismo viene de la contención amorosa y presente de quienes nos rodean y tejen con nosotros redes de confianza vital. Un trapecista nunca intentaría una cabriola que pudiera ser mortal, sin saber que tienen debajo una red que lo sostiene.
Sin embargo, en el plano de las relaciones, observamos a diario, que hay un punto en el que olvidamos nuestra buena fortuna: retazos de agradecimiento se desarman en el aire, palabras de afecto se cuelan en el olvido y los logros obtenidos se guardan celosamente, poniendo en el rincón de la indiferencia a las miradas apreciativas que llevaron a la persona premiada, a alcanzar su objetivo.
Es como quien, luego de atravesar un desierto y de pasar largos días sin beber agua, se encuentra con una fuente: su agradecimiento y asombro será inmenso. Los primeros sorbos van a ser maravillosos, nutricios, útiles. Beberá hasta la saciedad, incluso, beberá hasta que el valor del último sorbo de agua ingerida no tenga más que valor negativo. Ese punto de inflexión, en el que dé por sentado la suerte habida y decaiga el nivel de atención por el bien recibido, impondrá la valoración decreciente del bien disfrutado.
Este fenómeno, que en economía se conoce como Ley de la Utilidad Marginal Decreciente, es el espejo de otro que llamaremos de la gratitud decreciente: cuanto más se acerque alguien al objetivo perseguido, mayor será la probabilidad de que el olvido destiña el agradecimiento por los favores recibidos o por las personas que influyeron positivamente, y que fueron un lugar seguro en un entorno en donde no había tanta seguridad.
La inercia inicial provocada por la creencia que todo lo que disfrutamos hoy permanecerá por siempre, requiere de un esfuerzo sostenido para revertir la tendencia hacia el olvido.
Sin embargo, siempre será más fácil realizar un esfuerzo sostenido que detener el movimiento para volver a empezar. Pequeños desafíos para mantener el esfuerzo diario son necesarios hasta que encuentre ritmo propio, hasta que sea una bola de nieve que no necesite de nuestro impulso porque ha juntado masa suficiente para ser un hábito poderoso, que invierta aquella nociva inercia provocada por la agonizante gratitud.
Para ello, la alegría combinada con el agradecido reconocimiento por el esfuerzo que hace cada miembro de nuestra red de contención, para y por nosotros, ubicará a cada quien en camino a su destino y será la clave fundacional del fortalecimiento de la trama social que habitamos.
Todo parece indicar que es urgente y necesaria la reivindicación de la educación en el respeto, en el profundo afecto y agradecimiento consciente por quienes nos inspiran y el cultivo de apasionadas virtudes, para nutrir de vitalidad a la poderosa trenza que precisamos para mantenernos unidos.
Al final del día, sentirnos uno “con y como” el otro, será lo que nos salve.