Alberto Fernández y el imperio de la mediocridad

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El presidente Alberto Fernández (Presidencia)
El presidente Alberto Fernández (Presidencia)

Apoyar al Gobierno se vuelve muy difícil. Demasiada soberbia para tanta ineficiencia, a la vez que jugar con la oposición es imposible. Hasta el momento, su único éxito fue el retorno del derrotado. Los vencedores parecían haber aprendido, pero todo terminó siendo solo una simulación para la etapa electoral. Los de la contra son inalterables, a la mayoría de ellos no les sirvió de escarmiento ni la misma derrota. Queda claro que las limitaciones de ambos les impiden devolvernos el futuro, que lo viejo está terminado y lo nuevo, por ahora, no asoma en el horizonte. Es tan solo una necesidad urgente de una sociedad que la está pasando mal. Muchos salen a la calle a expresar su queja. Es tiempo de entender sus motivos y asumir que, si no hay grandes cambios, cada vez serán más.

Tener dos patrias es lo mismo que no tener ninguna, no son tiempos de festejo. Nadie se anima a unir las dos partes de la bandera. El Gobierno olvida que no tiene el poder de antes, que de las PASO a las elecciones se desangró en exceso, que sufre anorexia política y bulimia ideológica. La cuarentena se convirtió en un refugio en terapia intensiva para la decadencia en que vivimos.

Los empresarios se niegan a hablar de la concentración económica, como si existiera algún remedio para la injusticia social sin bordar ese tema. “De eso no se habla”, remedando el título de aquella película de María Luisa Bemberg sobre realidades ocultas. Ni en IDEA ni mucho menos en ACDE ni en AEA se animan a asumir que si los ricos son pocos y desmesurados, los pobres son muchos y están sumidos en la miseria. Negar la relación entre concentración de la riqueza y multiplicación de la pobreza es una canallada de personajes cuya única ideología es la codicia devenida en perversión. 45 años de decadencia, no 70 como dicen algunos para hacerse los distraídos y disimular sus culpas, cargándoselas a la cuenta de la democracia. Como algún resto de izquierda que impone el dogma de los 30.000 para no asumir la imprescindible autocritica. Dos cifras falsas, mejor dicho, gestadas para falsificar el pasado y poder continuar parasitando el presente. El capitalismo es imprescindible, su enemigo principal ayer era el marxismo. Hoy su enfermedad es inherente a su desarrollo: es la concentración de la riqueza y, en especial, la preponderancia del comercio sobre la industria, o sea, del intermediario por encima del productor. No descubrimos nada nuevo, solo que lo sufrimos como pocos. Llevamos 45 años de concentración y extranjerización de la economía, el tiempo que llevó dejar de ser patria para iniciar un rumbo colonial. Somos colonia ya que el dinero que ganan aquí se lo llevan afuera. Macri solo convenció al FMI de financiar la fuga de capitales; ahora, ambos ignoran cómo asumir una jugada perversa e imperdonable. Un Gobierno cuyo sueño era poder convertir sus ganancias de pesos a dólares y desaparecer del mundo de los vivos nos empobreció, como lo habían hecho los Martinez de Hoz, los Dromi y los Cavallo. Siempre el mismo juego, vendemos patrimonio y debemos más que antes.

Por otro lado, los políticos, asociados con los empresarios, amontonan empleados en el Estado e ineficiencia en las empresas públicas, no sea que se agoten las razones para privatizarlas. Y una parte de la izquierda, para no quedar fuera del error, para no asumir la realidad, se la agarra con el sector agropecuario, lo poco nacional y productivo que nos queda que, comparado con las privatizadas -o mejor dicho regaladas a manos extrañas- es lo más respetable. El Estado debería prohibir por diez años todo nuevo nombramiento, asignando a los distintos funcionarios un cupo de colaboradores que ingresen y se retiren con su gestión. Ni hablemos de los bancos, que después de Cavallo solo se ocupan de parasitar al ciudadano, ofreciendo intereses inferiores a la inflación y escamoteando créditos, salvo a sus testaferros que se van apropiando de lo poco rentable que queda vigente. Una sociedad sin dónde invertir ni dónde financiarse es una elección del camino de la destrucción. Y los que se quedaron con todo insisten en pedir una baja de impuestos y eliminar leyes laborales. Nunca invirtieron en nada, sobran la mitad de los habitantes y a los enriquecidos parece que todavía no les alcanza.

Fuimos patria hasta la última dictadura; el gobierno del PRO fue ideológicamente colonial; el actual, hasta el momento, sigue el camino de los Kirchner, sinuoso, con algunos aportes y muchas entregas. Complicado de entender. Son mejores que Macri, pero eso no significa demasiado. Convocan a los restos revolucionarios para generar una imagen que lejos está de su verdadero contenido. Los derechos humanos no pueden ocupar el lugar de suplentes del sentimiento patriótico, menos aún cuando se asientan en sectores de clase media y no en los verdaderos necesitados. Y cada tanto, los diarios contratan a algún sicario ideológico, un fascista que desprecia al Santo Padre y al peronismo. Parece que a los humildes no les quieren dejar ni el sueño de la fe, temen que los creyentes no sean buenos consumidores.

La profesión de economista lleva a que los mejor rentados sean los que defienden los grandes intereses. No es un mal de la profesión, solo una cuestión de oportunidad bien aprovechada. Unos hablan mal del Estado, y otros, los políticos, se dedican a degradarlo. Tuvimos una empresa pública de gas excelentemente administrada. ¿Qué se hizo? Se llegó a inventar un falso diputado para entregar el patrimonio de todos a empresas que prometían invertir, y ahora comprobamos que solo generan tarifas impagables, ganancias desmesuradas y deuda externa. La electricidad se llevó fortunas y los cortes de luz no cesan. La deuda externa es esencialmente el fruto de sus ganancias convertidas en moneda extranjera. Sobrevivimos como pueblo y nos parasitan explotando esencialmente lo que construyeron nuestros mayores y lo que la naturaleza nos obsequió. A partir de ese capitalismo usurpado, de ese dinero que nos robaron, salieron a buscar todo lo que diera ganancia y se lo agenciaron para ellos. Los supermercados, masacrando a almaceneros, las cadenas de farmacias, de bares, de royalties, destruyendo a los pequeños comerciantes, todos ellos terminaron girando dólares solo por desvirtuar nuestras costumbres y convertirnos en consumidores de sus pobrezas. Los norteamericanos inventaron la hamburguesa porque tienen carne dura, y nosotros la volvimos costumbre cuando jamás necesitamos de semejante invención.

El Gobierno no logra despegarse de la dirigencia existente, es parte de ella, de esa mediocridad donde se impuso el imperio del lugar común, del funcionario enriquecido, de aquellos a los que no les molesta que los denuncien. En el barrio cerrado de la complicidad, el prestigio se mide solo en millones de dólares, el resto son detalles en el olvido de la modernidad.

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