Entre padres e hijos

Los padres solemos experimentar la llegada de un hijo como una de las experiencias emocionales más profundas de la vida, fuente de intensas gratificaciones. Sin embargo, también somos partícipes y espectadores de las grandes dificultades que suelen presentarse en el vínculo, el desencuentro y el padecer que esto muchas veces conlleva.

Todo vínculo es el resultado de un proceso evolutivo natural en el que se despliegan distintas vicisitudes que además, tienen su particularidad de acuerdo a la edad de los hijos, ya que no es lo mismo criar a un niño pequeño que acompañar el crecimiento de un adolescente. 

Los problemas que se suscitan en la convivencia, muchas veces producen un malestar difícil de tolerar y más aún cuando lo que hacemos para resolverlos, no trae la solución esperada. Entonces cabe preguntarse: ¿Por qué en algunas circunstancias las perturbaciones afectan tan seriamente el contacto entre padres e hijos y anticipan además desencuentros futuros?

Algunas respuestas las obtenemos a partir de la teoría psicoanalítica, que nos enseña que lo que nos sucede en la vida, no sólo está motivado por nuestros pensamientos o sentimientos conscientes, sino también por afectos inconscientes que influyen en nuestro modo de ser y en el de relacionarnos. 

Afectos como los celos, la envidia y la culpa, por ejemplo, participan activamente en la relación con las personas de nuestro entorno y aún con aquellas con quienes nos une un lazo y un cariño entrañable.  

Una de las paradojas con la que a veces nos enfrentamos es que si bien un hijo inicia una nueva historia, que a su vez constituye la realización de un deseo anhelado, este acontecimiento también puede ir acompañado de cierto pesar por dejar de ser hijos para convertirnos en padres o también por el temor a no poder hacer frente a las tareas y las responsabilidades que la maternidad o paternidad implican. 

Entonces, así como los deseos de los padres hacia los hijos no están exentos de ambivalencia, los deseos de los hijos hacia los padres tampoco lo están. 

En muchas ocasiones no vemos a nuestros hijos con sus “verdaderas” posibilidades, sino con las que deseamos que tengan, con las cualidades que, ya antes de su nacimiento, imaginábamos que tendrían. Los hijos tampoco nos ven con nuestros “verdaderos” alcances, sino con aquellos que desean que tengamos y así ingresamos en un conflicto compartido, en el que padres e hijos parecemos tener que cumplir con un ideal construido a la medida de los deseos. 

En este sentido, forma parte de esta problemática, que tanto los padres como los hijos no nos sintamos aceptados o queridos por lo que somos, sino por lo que deberíamos ser, impulsados por la necesidad de recibir amor y reconocimiento. Esto adquiere una complejidad mayor cuando la necesidad de ser queridos se confunde con el sentimiento de que el único amor verdadero, el que vale la pena, es el que nos coloca en primera prioridad.

Anhelar el protagonismo y el reconocimiento ocupa muchas veces, en el vínculo paterno-filial, un lugar trascendental. A partir de ese deseo muchas veces se instala en el hijo la idea de que el padre tiene privilegios que él no tiene y los padres a su vez, pueden sentir que sus hijos gozan de prerrogativas que ellos no tienen. 

De este modo, podemos entender que la rivalidad del hijo con el padre y de la hija con la madre -propias del llamado Complejo de Edipo- es un malentendido, porque padres e hijos transitan etapas de la vida distintas, pertenecen a ámbitos diferentes, donde no hay competencia posible.

El sufrimiento y la intolerancia que algunas veces experimentamos cuando nuestros hijos tienen dificultades en su crecimiento o desarrollo, se intensifican aún más cuando sentimos que ellos con sus trastornos, nos muestran como si fuera la proyección en una pantalla amplificada, rasgos nuestros que no siempre nos agradan. Y así ingresamos en el lamentable sentimiento de que nuestros hijos se transforman en una especie de “enemigos”, porque con sus conflictos, ponen en relieve o exhiben aquello que sentimos como nuestras imperfecciones o debilidades. 

Quién no sintió alguna vez el impulso a negar la dificultad de un hijo, comportándose como si “nada pasara”, para no enfrentar el malestar que esa evidencia ocasiona y la profunda angustia de no poder o no saber de qué manera ayudarlo.

En las oportunidades en que como padres le damos a nuestros hijos aquello que no tuvimos, como la atención, el cuidado o el bienestar material, por un lado eso complace pero por otro, nos puede llevar a experimentar cierto disgusto al sentir que nuestros descendientes reciben aquello que nunca tuvimos y que además vislumbramos que ya no podremos tener.

Los sentimientos de culpa adquieren un dramatismo especial cuando los hijos experimentan que los padres nos “desvivimos”,  o como se dice comúnmente: “damos la vida” por ellos. Al punto que a veces les damos aquello que ni siquiera necesitan o quieren. En esas circunstancias, los hijos pueden tener la sensación de que lo que les ofrecemos excede sus propios méritos o que tienen que retribuir por todo lo que reciben. Eso puede llevar a aumentar la incomodidad en el vínculo. 

Reclamar, reprochar o “echar la culpa”, es un proceder frecuente y desafortunado. Los padres podemos sentir que damos más de lo que recibimos y los hijos pueden vivenciar que no se reconocen sus esfuerzos. No es poco habitual que cada uno por su lado alimente la idea de ser acreedor, como un modo de atemperar el propio sentimiento de “estar en falta” o “en deuda”, de haberse equivocado o de no haber hecho lo suficiente. 

Por este motivo y para poder perpetuar la proyección de dichos sentimientos, que a veces son intolerables, se sostienen durante largos períodos de tiempo, enojos y resentimientos que llevan a importantes distanciamientos familiares sin que esto aporte mayor alivio sino que por el contrario, tiende a acrecentar el sufrimiento. 

Otro hecho evidente es que hoy en día muchos padres y madres se sienten ambivalentes e interpretan el ejercer la autoridad y el implementar límites como si fuera un acto de injusticia o de violencia. Se trata de una confusión que involucra distintas cuestiones y una de ellas es confundir educación con imposición. 

Los malentendidos son muchos y se van entrelazando unos con otros en el entramado de los afectos. Es así que los padres podemos malinterpretar a veces, como falta de amor, el alejamiento de los hijos o el escaso contacto afectivo, sobre todo cuando se trata de adolescentes; como así también, experimentar celos cuando otras personas influyen en sus vidas.  

En este recorrido mencionamos solamente algunas de las dificultades que pueden perturbar la relación entre padres e hijos. Lejos de los caminos que traen un alivio fácil y fugaz, tratar de tomar conciencia entrando en contacto con los afectos ocultos, “abrir los ojos”, aunque no siempre es agradable, suele ayudar a que los vínculos con las personas que amamos, logren florecer.

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