En medio de esta pandemia, en julio del corriente año, uno de los colegios más tradicionales de esta Ciudad – el Instituto Evangélico Americano– cumplió su primer centenario de vida.
Mas allá de haber transitado los tres niveles educativos en esa emblemática institución –donde pasé los mejores años de mi vida, forjé la amistad de mis verdaderos compañeros de vida y su solo recuerdo y evocación logran entrecortar mi voz y nublar mis ojos– es dable señalar que aquella, al igual que otras instituciones, ha redoblado el esfuerzo para que la formación escolar no decaiga y, al amparo de los medios informáticos con que se cuenta, no se obture la actividad educativa.
Hace más de cien días que la mayor parte de nuestra su sociedad se encentra atrapada por la red del aislamiento social, preventivo y obligatorio sometida por un guerrero cobarde y etéreo cuyo carácter disfuncional e inorgánico dificulta su derrota.
La prolongación de esta tiniebla que ataca a la aldea global nos ha asestado un golpe a todos. Se vive en un mundo lúgubre y descreído donde el mayor tesoro que poseemos, nuestros hijos, de manera fugaz e imprevista han sido obligados a cambiar su estilo de vida, abandonar el colegio, la actividad deportiva clásica, la articulación de relaciones propias de la niñez, sonreír con sus pares, todo lo cual, sin duda, dejará mella en la conformación de su personalidad futura.-
Es claro que pese a esta hercúlea tarea de los establecimientos de enseñanza, la pandemia tiene –y tendrá- un efecto deletéreo sobre las criaturas y adolescentes. Es cierto que el valor vida debe primar sobre muchos aspectos del tejido social, pero el avance, la extensión, la incertidumbre acerca de su finalización y el desconocimiento de un plan integral que nos allane el sendero para cuando la tormenta pase, se armonicen los caminos y seamos sobrevivientes de este naufragio colectivo, genera en los niños postergaciones de sus sueños, el alejamiento del ambiente escolar presencial –con todo lo que ella circunda- y nos pone en alerta respecto de un mundo nuevo, enigmático y lleno de interrogantes.
La institución “Save the Children“ señala que la falta de juegos al aire libre, así como el estrés prolongado, el aburrimiento y el distanciamiento social pueden provocar en los niños y niñas problemas de salud mental.
César Vallejos explica que la escuela articulada por los medios remotos, la virtualidad –en definitiva– llegó para quedarse. Ello no quiere decir que la presencialidad no vaya a volver, pero va a regresar complementada con los recursos que hoy trae la nueva tecnología. Necesitamos gente profundamente humana, que sepa que es un ser humano, su maravillosa riqueza, la capacidad de construir conocimiento, de tener un pensamiento libre, un amor incondicional por la verdad. El contacto humano, las emociones, que van más allá de las ideas no las posee el programador que seguro da información, pero no la emoción que es propio de lo presencial.
La computadora más avanzada; el teléfono inteligente de vanguardia; la tablet con mayor cantidad de megas o de mayor velocidad o el robot mejor calibrado, jamás van a reemplazar a los recreos escolares, a las pausas en las actividad de enseñanza forjadas por los almuerzos de otros tiempos, muchos de los cuales han ornamentado y delinearon vínculos que acompañaron a los educando a lo largo de su vida.
Como dijimos en otros estudios de mayor extensión, la pandemia nos ha confinado a vivir con un estilo de vida de vida diferente. Esta nueva manifestación de la modernidad líquida ha entristecido a la sociedad. Calles y avenidas vacías; comercios y empresas cerradas muchas de las cuales van directamente a la bancarrota; lugares emblemáticos de la ciudad –que muestran la historia de nuestra querida tierra que, con sus luces y sus sombras, perfilaba para ser una gran nación, como lo refiere Borges en el prólogo a su texto escondido " El tamaño de mi esperanza”- se asemejan a una bóveda y traen la añoranza de un pasado mejor.
El cuadro descripto –donde se acompaña al cortejo fúnebre, se consuela al deudo, pero no se levanta al muerto– se agrava de una manera superlativa cuando esa desdicha alcanza a las criaturas: ellos son nuestros ojos, nuestro futuro, nuestro porvenir y deben disfrutar, como nosotros lo hicimos en época de menores recursos pero de mayor alegría, pues nos relacionábamos al amparo de la presencia y el cariño del amigo y no auxiliado por un ordenador informático.
El Santo Padre en su libro Los niños son esperanza dice “persuade a las criaturas para que sean felices cuando están con los demás” y “juega con los demás como si fuerais un equipo y busca el bien de todos”. No debemos olvidar ni por un instante que la naturaleza es más sabia de lo que se cree: poco a poco lo perdemos todo, perdemos a los familiares, a los amigos y, por nuestra propia esencia, estamos solo en tránsito por la vida terrena. Por ello, la cosecha de hoy con una visión de largo plazo, será una recompensa cuyos frutos recogerán nuestros hijos o nietos.
Los cambios sociales y culturales se dan en procesos que demandan un tiempo que nos trasciende y al cual no podemos someter ni derrotar, dado que prevalece sobre el espacio, como destacaba el Teólogo Alemán Romano Guardini. No obstante ello, está en nuestras manos perseverar unidos los objetivos del bien común para las generaciones venideras.
Por tal razón, como sociedad, debemos realizar el mayor esfuerzo para que esta pandemia se lleve la menor cantidad de muertos posibles, no nos sumerja en un caos económico inmanejable para el “día después” aun cuando este encierro –sanitariamente necesario- nos afecta a todos.
Pero el secuestro en el tiempo, por vía de un encierro legal, en los niños, tiene una incidencia mayor: puede germinar en ellos proyecciones en su salud psíquica o estrés postraumáticos. Debemos, entre todos, realizar los mayores esfuerzos para derrotar a este verdadero “genocidio virósico” en el menor tiempo posible .
Las relaciones, vínculos o lazos que establecen nuestras niños no pueden –ni deben– canalizarse eternamente por el “túnel del Zoom”, donde los ligámenes del afecto son esterilizados de manera tanática por la tecnología y la distancia. Por el contrario, la alteridad presencial suda empatía. Cuando la tormenta pase le pido a Dios, apenado, que como lo hicimos en nuestras décadas más felices, devuelva a los niños a sus aulas y que el próximo festejo del amado Instituto Evangélico Americano nos sorprenda abrazando al amigo, pero también al desconocido y comprendiendo de manera cabal cuán frágil es seguir vivo.
Juez de Cámara, en el Poder Judicial de la Nación, por ante el Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional N° 4; Doctor en Derecho Penal y Ciencias Penales.