El hambre lo había llevado a la calle. No se sentía dueño siquiera de su propia vida. Abandonado a su suerte en la soledad que genera la oscuridad de cada noche, la ira solo crecía por dentro. Desahogaba sus furias internas robando en los caminos. Las broncas y enojos no resueltos suelen encontrar culpables en todos lados. En la familia, en el gobierno, en la ciudad, en la vida, en Dios. ¿Qué importa? Si el Universo entero a veces parece conspirar contra cualquier salida. En la desesperación vendió su libertad y sus músculos para luchar en la arena de los gladiadores, en las celebraciones orgiásticas de sangre y muerte que habían traído los romanos en su avanzada cultural (Tratado de Guitin 47a). Hasta que una tarde, a la vera de una laguna, el gladiador judío encontró a un maestro y se hizo de un amigo. Cambió entonces su daga por los libros, para transformarse en Reish Lakish, uno de los más importantes sabios del Talmud del Siglo III (Tratado de Bava Metzia 84a).
Su pasado, lleno de heridas de guerra y de cicatrices en cada lucha, le hizo conocer los efectos de la cólera reprimida y la irritación que lastima el corazón. Quizá sea su historia la que agiganta una de sus más potentes citas: “Todo aquél que se enfurece, si es sabio pierde su sabiduría y si es profeta, pierde su profecía” (Tratado de Pesajin 66a).
Dominar el enojo, relajar el ímpetu al contestar de manera rápida e inoportuna, manejar los tiempos de respuesta de manera consciente y no reactiva, es esencial a la hora de gobernar sobre nuestro espíritu. Todos somos o nos creemos sabios en algo, y cuando estamos convencidos de ese saber, incluso llegamos a profetizar cuáles serán las consecuencias y los futuros de no cumplirse con nuestras imposiciones y certezas. Reish Lakish, el gladiador, experto en la ira, quien enfrentó con toda su furia los embates más dramáticos, nos recuerda que si actuamos o decidimos desde el enojo seremos cualquier cosa, menos un sabio a quien respeten o un profeta al que escuchen.
En el texto de esta semana, Moisés pierde el control. El relato lo enfrenta a una piedra en el camino. El pueblo tiene sed. Dios le pide entonces que le hable a esa piedra, de la que emanará el agua para saciarlos. Pero Moisés está cansado, la ira se adueña del líder y golpea a la piedra. El agua brota de todas formas -porque con violencia sin dudas, también se consiguen cosas- pero su destino se ve marcado por ese enojo. No entrará tampoco él a la Tierra Prometida.
Son varias las justificaciones que podemos encontrar al enojo de Moisés. Había fallecido recientemente su hermana, quizá la persona más cercana que jamás tuvo. Había sido el blanco de revueltas internas, de intentos de asesinato y de discusiones en su propio seno familiar. También nosotros podemos escudarnos en la justificación que sea y encontrar culpables en todos lados para explicar nuestro fuego interior. Es en ese momento en que debemos recordar al gladiador devenido en maestro: perder el control y dejarnos dominar por el enojo, nos dejará siempre sin Tierra Prometida.
En el Libro del Génesis, al referirse a la creación del ser humano, la Torá menciona tres verbos diferentes: “…hizo al Ser Humano, formó al Ser Humano y lo creó” (Gen 1: 26, 2:7, 1:27), que los místicos relacionaron con los diferentes niveles del alma.
Al nivel más inferior del alma se lo llama “Nefesh”, vinculado al mundo del “Hacer”, y es el que acciona nuestros instintos. El instinto es aquél que nos lleva a saciar nuestras necesidades físicas y terrenales y compartimos con todos los seres vivos de la tierra. El siguiente nivel del alma es llamado “Ruaj”, vinculado al mundo de la “Formación”, y es el que abarca el aspecto de nuestras emociones. El último y más elevado es el nivel de “Neshamá”, que nos relaciona con la “Creación” y representa nuestro pensamiento. Este es el grado de elevación espiritual que sólo los seres humanos podemos alcanzar.
Para comprender el funcionamiento interno de los niveles del alma, pensemos en el ser humano como si fuese un carruaje. El carruaje es el cuerpo, el cual sin los caballos y el cochero no puede llevar adelante ningún movimiento. Los caballos que tiran del carruaje son los instintos, el Nefesh, que mueven la carroza físicamente por su ímpetu, su fuerza y su poder. Ellos necesitan del cochero, que representa nuestras emociones, el Ruaj, quien ordena avanzar, frenar, girar, ir más lento o más rápido. Pero hay una parte central en el viaje que generalmente no vemos en la imagen, que es el pasajero, la Neshamá. El que va dentro del carruaje. Sin él, ni los caballos ni el cochero pueden saber cuál será el destino. Si permitimos que nuestros instintos o nuestras emociones regulen nuestra marcha, no seremos nosotros los conductores del viaje.
Actuar por instinto, hablar por que lo sentimos, hacer por impulso o decidir por lo que manda el corazón, es el comienzo del final. Lo que decimos, lo que hacemos y lo que sentimos, debe estar finamente guiado por la más elevada de nuestras dimensiones espirituales. Si nos sabemos los pasajeros de nuestro carruaje, es el equilibrio de las emociones y el control real de nuestras acciones y decisiones, los que nos harán alcanzar la Tierra que soñemos.
Amigos queridos. Amigos todos.
Dominar el instinto es parte de la lucha cotidiana que se libra dentro nuestro. Pero la capacidad y creatividad para lograr el equilibrio de nuestras emociones será por lo que seremos conocidos. Decidir desde el enojo, actuar desde la pasión o responder cargados de cualquier emoción sin control, nos hace perder la sabiduría, olvidar la ruta, dilapidar esfuerzos y tiempos, carecer de rumbo y postergar el destino.
La arena donde se libra la más dura de las batallas está en nuestro interior. La discusión por quiénes seremos la pelean dentro, nuestro ego contra nuestra alma. Los gladiadores que han ganado ese combate, son aquellos que aprendieron con el tiempo a dejar a un lado las armas, para tomar más fuerte las riendas de su propia vida.
El autor es rabino de la Comunidad Amijai y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.