“La mayoría de las personas gastan más tiempo y energías
en hablar de los problemas que en afrontarlos” (Henry Ford)
“Stille post” en Alemania, “Telefono senza fili” en Italia, “Chinese whispers” en el Reino Unido, son distintas formas de denominar en otras latitudes al popular juego que en Argentina conocemos como “Teléfono descompuesto”. Su gracia deriva del risible nivel de distorsión que puede alcanzar un mensaje inicial, tras circular por la cadena de jugadores, quienes se lo van murmurando uno a otro al oído sucesivamente. La comparación entre la primera frase y la resultante final puede ser absurda, extravagante y divertida.
Las fallas en la comunicación pueden resultar, así, muy graciosas y recreativas cuando se manifiestan en un contexto lúdico deliberadamente pautado. Pero sabemos que el famoso “teléfono descompuesto” también puede suscitarse en el ámbito profesional, público o privado, de manera imprevista. Allí todo dista de ser un juego, si se repara que un sinnúmero de resultados laborales, día a día, son o no exitosos según haya sido eficaz o defectuosa la comunicación interna involucrada en su desarrollo.
Este postulado cobra una especial significación en un contexto de crisis sanitaria y económica como el que estamos atravesando, a causa de la pandémica expansión del COVID-19, donde la búsqueda de acierto en los procesos de trabajo pasa a tener un carácter primordial. Pensemos que de ello puede depender desde la adecuada ejecución de una política pública –en cualquiera de los tres poderes del Estado, ejecutivo, legislativo o judicial–, hasta el logro de actividades comerciales y productivas de diversa índole, que ayuden a mantener preciadas fuentes de trabajo.
Consideremos, además, que las limitaciones laborales hacia rubros no esenciales; sumadas a las restricciones a la circulación y al aislamiento social, preventivo y obligatorio, han generado cambios drásticos en la cantidad y calidad de las comunicaciones con las que estábamos acostumbrados a manejarnos antes del brote de coronavirus que nos tiene en vilo. Frente a este escenario, atravesado por incertidumbres, ensayos, errores y aciertos, se justifica meditar sobre el mejor modo de comunicarnos en el ámbito laboral, público o privado.
Sobre esta base, nos enfocaremos en algunos puntos que vinculan el grado de acierto en los procesos de trabajo con la efectividad en la comunicación. También haremos algunas referencias sobre el modo de conducirnos cuando, a pesar de haber adoptado los cuidados de rigor, se producen fallas susceptibles de generar peligros o daños. Reservaremos –finalmente– un espacio para reflexionar sobre la incidencia de la creatividad profesional y cómo habilitar los mecanismos aptos para su fluidez.
Partamos por dimensionar que la comunicación –verbal, escrita, gestual y mixta– viene complejizándose de modo sostenido junto con la inexorable evolución de la humanidad. El nivel de interacción personal se ha ido incrementando de modo exponencial desde las primeras civilizaciones hasta nuestros días. Esto ha sido así gracias a factores múltiples, entre ellos la diferenciación de roles, la división del trabajo y el establecimiento de jerarquías en busca de beneficios comunes. También ha contribuido la irrupción de las corporaciones en el terreno del comercio y los negocios globalizados. Pero fundamentalmente, lo que ha marcado el quiebre y el nacimiento de una nueva era desde hace ya algún tiempo, ha sido el desarrollo, la expansión y el acceso a las tecnologías de la información y la comunicación (TICs).
Como botón de muestra tengamos en cuenta que para 2010 el mercado de los teléfonos celulares registraba una distribución mundial cercana a las 300 millones de unidades, cifra que en 2019 superó los 1412 millones de smartphones. Su destino: la palma de la mano de similares cantidades de usuarios, que los emplearán –esencialmente– para comunicarse entre sí, mediante las posibilidades que brindan estas potentes computadoras de bolsillo, combinadas con la Internet, las aplicaciones de mensajería instantánea y las redes sociales.
De este modo, la masividad, la mediación socioeconómica y cultural y la tecnología provocaron que ya no nos limitemos a hablar únicamente de lenguaje. Debemos ir más allá y considerar que comunicar implica poner en común ideas y pensamientos con un tercero, a través de diferentes canales y con un código compartido. A su vez, la comunicación es la herramienta esencial a través de la cual se establecen las acciones de las personas en una organización.
En su desarrollo intervienen un emisor, que transmite un mensaje, y un receptor, que interpretará el significado de tales ideas o informaciones. Ambos deberán compartir un código (conjunto de claves, imágenes, lenguaje, etc., que sirven para trasmitir la expresión) y un medio o canal a través del cual se emite el mensaje (oral-auditivo, gráfico-visual y sus combinaciones). Todo ello tendrá lugar en una situación concreta a la que se denomina contexto. Tenemos así un esquema elemental que aglutina los componentes del proceso de comunicación, que dentro de una organización estructurada de modo jerárquico podrá ser ascendente, descendente o lateral.
La búsqueda de la efectividad en la comunicación debe considerar aquello que María Rosa Vanella y Francisco Kramer, especialistas en la materia, denominan nemotécnicamente la “Regla de las tres Q”: tener claro qué se va a comunicar, quién debe dar la información y quién es el destinatario, a cuya realidad el emisor deberá ajustar el mensaje. Esto se complementa con la ajustada mensura de cuándo, cómo y cuánto comunicar. La tarea se verá favorecida si el emisor transmite una idea por vez, al nivel del conocimiento del receptor, con lenguaje claro, especificidad y poder de síntesis (sin ramificarse), tanto en el lenguaje escrito como el oral. También será relevante su aptitud para dejar en claro la importancia de cada punto que esté tratando. No hay que informar de menos, pero tampoco de más. Ya nos decía Ernest Hemingway “se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”. Máxime, que muchas veces, lo más importante de la comunicación es escuchar lo que no se dice (Peter Ferdinand Drucker).
En tren de reducir las barreras capaces de afectar el flujo comunicativo interno del ámbito profesional, una primera necesidad pasará por fijar reglas claras sobre el canal que se empleará. Allí donde no prima la inmediatez (propia del trabajo presencial –actualmente retraído por la pandemia– y de las videoconferencias, hoy día en pleno auge dentro de los esquemas de teletrabajo) es conveniente pautar para qué tipo de intercambios será idónea cada una de las múltiples vías existentes: mensajería instantánea –por escrito, audio y/o video– “uno a uno” o de carácter grupal; correo electrónico oficial o corporativo, e-mail de casillas personales (que suelen contar con mayor capacidad para la circulación de archivos adjuntos), entre otras opciones.
Una adecuada planificación en este punto evitará efectos no deseados, tales como la remisión de mensajes que quedan sin lectura por parte de sus destinatarios, dada su circulación a través de vías que quedan sin ser chequeadas a tiempo; la innecesaria duplicidad en el giro de información; la pérdida de tiempo que irroga el confronte de múltiples fuentes; o la lectura de comunicaciones dirigidas a quienes no son receptores interesados.
Otro factor que contribuye a la existencia del peligroso “teléfono descompuesto” lo hallamos en las perturbaciones que se producen durante la circulación del mensaje. Los expertos las denominan como los “ruidos” en el proceso de comunicación. Se trata de interferencias aptas para que la información o idea quede distorsionada, entrecortada u oculta tras su emisión. Entre sus múltiples orígenes posibles nos interesa subrayar factores tales como el exceso en la información transmitida y su contracara, la omisión de brindar datos clave. También la falta de atención de quien recibe el mensaje, que puede reconocer diversos orígenes, tales como los desmedidos afanes multitarea (multitasking). Agudizar el cuidado en estos puntos redundará en una comunicación libre de obstrucciones.
Como particularidad propia de nuestros días, un “ruido” frecuente se presenta en los chats laborales de mensajería instantánea –especialmente en los grupales–, cuando su eje se desvirtúa en función de la circulación de contenidos que se apartan de su objeto central. El desvío temático, o el empleo de “memes” y “gifs” –por caso– pueden servir para una distensión temporal. Pero su exceso puede generar niveles de distracción riesgosos para el adecuado proceso de comunicación de contenidos profesionalmente importantes. Si de relajar un clima laboral se trata, posiblemente sea preferible, en la medida de lo posible, derivar esa clase de intercambios hacia un grupo paralelo y para un momento de ocio no superpuesto con el trabajo.
Por otra parte, los niveles de adecuada comunicación interna se verán incididos por los “filtros”, configurados por las barreras psíquicas propias del emisor y del receptor (valores, conocimientos, prejuicios, etc.). Gravitarán aquí los personalismos, que de hacerse presentes en una cuota exacerbada podrán conducir a la ineficiencia. Así, por ejemplo, la tendencia a subordinar el interés común a miras personales en un receptor puede llevarlo a manejarse de modo refractario frente a una comunicación laboral proveniente de un emisor al que considera un rival en el ámbito profesional. Por ello será conveniente detectar si los egos y narcisismos están yendo más allá de las cuotas adecuadas, en el marco de las conductas caracterizadas por la aspiración de destacar sobre los demás y de ejercer sobre ellos un cierto liderazgo. De ser así, será cuestión de marginar esas disputas personales para dejar paso al desempeño signado por un verdadero profesionalismo, tanto en el ámbito público como privado.
Un punto adicional en el que cabe concentrase pasa por prever cómo conducirnos si, más allá de tener en cuenta cada uno de los factores que hemos enunciado, la adecuada comunicación interna fracasa de todos modos. Se darán así situaciones particulares que en la organización –pública o privada– determinarán la necesidad de actuar sin demora para reducir eventuales riesgos o, inclusive, daños. Dicho de modo más sencillo: habrá que saber rápidamente qué hacer.
A tal efecto podrá ser de vital importancia contar con protocolos de actuación, herramientas que cuando concurren determinadas circunstancias establecen las instrucciones a seguir: forma de comportarse, tipo de información que es relevante transmitir, a quién se debe trasladar esa clase de datos, reacción que se espera para el personal clave de la organización, etc. Así, en contextos críticos, se evitará que la búsqueda de soluciones quede librada al arbitrio de quienes se vean involucrados con el evento.
Al sector público se le puede exigir el trazado de planes de acción de esta naturaleza, y reclamar resultados concretos en consecuencia, de la misma forma que al sector empresarial. Lógicamente, para que esto suceda deberán existir mecanismos que aseguren la asimilación de los protocolos por parte de todos los miembros de la organización. En ese punto será necesario contar con una adecuada distribución de los protocolos, más una ajustada y continua capacitación.
Aun así, la utilización de protocolos de actuación –que suelen plasmarse en manuales o guías, cuya revisión periódica es ineludible– debe darse en una medida adecuada, frente a hipótesis que verdaderamente puedan ser relevantes en términos de eficiencia, seguridad, cumplimiento, etc. El exceso cuantitativo en la protocolización puede conducir a que sus pautas sean ignoradas o no aplicadas. También debe reflexionarse que la centralidad puesta en los protocolos de actuación puede promover la parálisis de los miembros de la organización frente a la concurrencia de circunstancias excepcionales no previstas en tales instrumentos. Además puede llevar a efectos no deseados, por ejemplo: la falta de involucramiento frente a un determinado requerimiento novedoso, por el apego actitudinal a los límites normativos que aseguran la cobertura en términos de responsabilidad individual (permanencia en la zona de confort –”trabajo a reglamento”–).
Además, la circunstancia de enarbolar una política de actuación desmedidamente apegada a pautas normativizadas podrá ser objeto de críticas desde la óptica de la Teoría de la Administración. Recordemos que la “formalización” (donde todas las actividades se definen por escrito y la organización opera de acuerdo con un conjunto de reglas que se aplican a todos los casos individuales, sin excepción) constituye un elemento preponderante en la Teoría de la Burocracia elaborada por Max Weber (1864-1920). Esta posición –en el todo de su formulación– se encuentra ampliamente superada; más allá de la cuota de validez parcial que conserva, en su aplicación acumulativa con las de los paradigmas que ponen el énfasis en otros tipos de ítems (tareas, personas, tecnología y ambiente).
Dentro de la temática que venimos abordando existe un valor adicional que consideramos fundamental: la creatividad. Más allá de cualquier abstracción, las organizaciones -estatales o empresarias- están constituidas por seres humanos. Sea en el despliegue de labores ordinarias o frente a una contingencia excepcional será fundamental reservar un instante para que esas personas puedan hacer una pausa (“parar la pelota”) y reflexionar creativamente sobre los procesos de trabajo que los involucran, sobre los caminos a seguir, la toma de decisiones para una eficaz tarea y solución.
Nunca hay que dejar de recordar, como decía Albert Einstein, que “la formulación de un problema es más importante que su solución”.
En este sentido, sostenemos que es esencial estimar adecuadamente los aportes propios de cada miembro del ámbito profesional, sea este privado o estatal. Por ende, será preponderante establecer un entorno receptivo y de estímulo creativo, imprescindible para que afloren nuevas ideas y para que los individuos, además, reconozcan la importancia de la continua generación de nuevos aportes. También la permeabilidad frente a las aportaciones de los demás, aunque estas impliquen cuestionar el modo de funcionamiento organizacional vigente. En este punto, dado que la posesión de la información es un elemento clave de poder, las organizaciones más abiertas (por oposición a las centralizadas) tendrán un terreno más llano para que las innovaciones se difundan entre distintos grupos funcionales y niveles para hacer posible la toma de decisiones participativas. Jugará aquí un carácter central la fluidez que exista en los niveles de comunicación lateral.
Vemos que nuestro recorrido temático nos ha traído de regreso al terreno de la comunicación interna. Finalizaremos enunciando que el mejor despliegue de su proceso en general, y en especial los beneficios derivados de la creatividad, se verán favorecidos si existe un adecuado margen para la retroalimentación. El “feedback” tiene lugar cuando el receptor devuelve información al emisor sobre el contenido o interpretación de su propio mensaje y –agregamos– cuando esa devolución es atendida por la persona a la que va dirigida, lo cual demanda predisposición y tiempo. Se genera así un flujo bidireccional (con interacción) que es sensiblemente más eficaz que la mera “bajada de línea”.
Como producto de la retroalimentación podrán surgir elementos útiles para que el emisor compruebe si su mensaje ha sido correctamente entendido. También podrá conocer las repercusiones de su idea. Además, si el entorno profesional es abierto hacia la creatividad, el receptor podrá valerse de la misma para enriquecer a quien le transmitió determinado mensaje en procura de dotar de mejoras al proceso en cuyo marco la comunicación se está desarrollando. Porque como bien se afirma “lo que no se comunica, no existe”.
Mariano Hernán Borinsky. Juez de la Cámara Federal de Casación Penal. Presidente de la Comisión de Reforma del Código Penal. Doctor en Derecho Penal (UBA). Co-Director del posgrado Derecho Penal Tributario de la UBA. Profesor Universitario (UBA, UTDT y UA).
Daniel Schurjin Almenar. Subsecretario letrado de la Procuración General de la Nación. Asesor de la Comisión de Reforma del Código Penal (Decreto 103/17). Especialista en Administración de Justicia (UBA). Profesor universitario (UBA)