Avalanchas, pandemias y otras catástrofes

(EFE/Javier Etxezarreta/Archivo)

La naturaleza y el hombre conviven de manera delicada. La historia de la humanidad es el desarrollo de esa relación. Si la raza humana ha sobrevivido es gracias a su capacidad de adaptación. La naturaleza lo desborda, lo arrincona, lo conmueve, lo interpela y le reclama nuevas conductas. Y la raza reacciona. Como puede. Llega a acuerdos, conversa, debate, pelea, lucha, hace las paces, comercia, miente, mata, dice la verdad, se equivoca, estudia, descubre, vuelve a errar. Y, a la vez, debe dar de comer, debe cuidar a su prole, debe sostener sus frágiles sistemas de convivencia. Sobrevivir.

En este escenario, la suspensión de actividades sociales que significa la cuarentena como medio de afrontar la pandemia, tiene consecuencias que hay que afrontar. Porque de todo podremos escapar, menos de las consecuencias. Las efectos colaterales de la cuarentena preanunciaban situaciones de enorme stress financiero (además de todos los demás) para empresas, estados y particulares, que ya empiezan a manifestarse en todas partes del mundo y no sólo en nuestro país. Es noticia de cada día la crisis de importantísimas empresas, algunos rubros especialmente golpeados, como el de transporte aéreo, el sector de turismo, el gastronómico, el retail, entre otros. Una avalancha de quiebras, o de concursos preventivos, que no son quiebras, sino la manera (la más eficiente que hasta hora se conoce) de evitarlas.

La decisión de cuarentena y ASPO ha significado entre nosotros la paralización (entre otras) de las labores de la justicia, por una incomprensible consideración de que sus actividades resultan “no esenciales”. Como si no fuera esa actividad la que conserva la paz social, que es un concepto que trasciende mucho a mera protesta en la calle contra alguna política, sino que es la garantía que el Estado da a sus ciudadanos que sus derechos son respetados, contenidos, son administrados y están custodiados. La inexistencia de la justicia (o su congelamiento antes de la avalancha) como poder del Estado, deriva en el peligro de la justicia por mano propia. Es más que esencial. Es vital.

Frente a esta realidad se ha levantado la alarma buscando evitar “la avalancha” de concursos y quiebras, argumentando que el sistema judicial no podría atenderlas y colapsaría. Mientras los Tribunales continúan cerrados (o apenas abiertos y los que están abiertos sobrecargados) se produce una ficción, una apariencia. No hay reclamos. No hay conflictos, porque no hay dónde dirimirlos. No hay avalancha. Hemos instalado un muro. Un parapeto ilusorio-.

Las necesidades humanas de atender sus conflictos, no cesan. Por el contrario, se siguen generando. Es que son connaturales al ser humano. Como la nieve, que cuando cae, sigue cayendo. En cuestiones económicas o de negocios, se han multiplicado hasta el infinito, ya que la paralización de actividades ha herido de muerte a toda ecuación de intercambio acordada antes de la pandemia, que siempre tiene en cuenta un “estado de cosas” que todos reconocemos como condición de mantenimiento del valor de las obligaciones (rebus sic stantibus). Hay diversas posturas: desde los que opinan que hace falta una ley general de emergencia al estilo 2002, pasando por los que propician la generación de nuevos sistemas de atención de la insolvencia, hasta los que proponen no hacer absolutamente nada. El desconcierto es tal que asemeja en parte a la paralización que provoca la falta de conocimientos de remedios médicos frente a la pandemia.

La avalancha será, de todos modos. Y no será sólo una avalancha de concursos y de quiebras. Será de renegociación de contratos, será de divorcios y de alimentos atrasados, será de violencia familiar y de juicios laborales. Será de conflictos societarios y nulidades de asambleas, será de impugnación de particiones y de sucesiones que no se abrieron, de licitaciones que no se hicieron, de importaciones frustradas, de edificios que no se iniciaron, de boletos de compraventa incumplidos.

De informaciones sumarias de reconocimiento de nombre y de paternidad, de intervenciones y de expropiaciones (¿?) . Las montañas son una de las manifestaciones más majestuosas de la naturaleza. Algunos pueblos las veneran como dioses. Y ya sabemos que los dioses, pueden ser caprichosos. Los montañeros conocen sus montañas. Conversan con ellas. Las disfrutan. Las respetan. Caminan sus senderos, conquistan sus cumbres, conocen sus grietas. Esquían sus laderas de nieve. Saben de avalanchas.

La nieve, nieva. Y se acumula. Lo peor que puede hacerse es pretender contenerla, porque es imposible. Y cuando estalla, cuando el hielo se desgarra, cuando la montaña no se atiende, cuando no se conversa con los dioses caprichosos, arrasa con todo lo que tiene a su paso.- Por eso, temprano en la madrugada, los patrulleros salen, estudian la ladera, cierran rutas y abren otras, cavan, mueven y eligen y detonan puntos estratégicos de la montaña, con cargas cuidadosamente calculadas. De esa manera, la montaña se vuelve segura, las avalanchas se producen, pero están controladas. Conviven con la montaña. La gestionan.

La estrategia de la paralización es ignorar la nieve que se acumula, que lo hace y lo hará naturalmente, imposible de controlar o detener. Es necesario implementar ya sistemas adicionales que administren este exceso. La digitalización es una herramienta, pero sólo eso. Es necesario ampliar la capacidad instalada, los ámbitos de negociación, las alternativas para enfrentar los desequilibrios, elementos que permitan atender los reclamos y las necesidades. Las de la crisis de insolvencia y las demás. La paralización es como intentar instalar un paravalancha eterno. Mientras tanto, en la montaña caprichosa, seguirá nevando. And Winter is coming.

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