Con la natural curiosidad de la infancia y la disposición para jugar y aprender, los niños van desarrollando sus posibilidades motrices,su lenguaje verbal y adquiriendo el dominio de la lecto-escritura.
Las capacidades vitales, aquellas que traen al nacer, las van uniendo con los estímulos y las enseñanzas que le brinda el medio ambiente que los rodea, particularmente el familiar.
En algunas ocasiones, el espontáneo proceso de aprendizaje sufre perturbaciones. Dichas perturbaciones, pueden ser más o menos importantes, o más o menos estables, de acuerdo al carácter de cada niño.
En esos casos, ¿podemos decir que los niños tiene dificultades de aprendizaje o es más adecuado preguntarse que les sucede a aquellos niños que no pueden acceder al logro de habilidades propias de cada etapa?
Lo que desde un punto de vista puede ser definido como un trastorno intelectual, desde otro podemos comprenderlo como expresión de motivaciones afectivas inconscientes, que el mismo niño y su familia generalmente desconocen y que por esa misma razón les resulta difícil superar.
La dificultad para prestar atención o estudiar no es suficiente para afirmar que un niño es desinteresado o que tiene “pocas luces” para el aprendizaje.
Por el contrario, muchas veces estos niños, que desde la observación cotidiana describimos como desinteresados, tienen centrado la mayor parte de su interés en la necesidad de saber, investigar y comprender aquellos aspectos de su propia vida que los afecta. Su atención está dirigida entonces a “otra forma de aprendizaje”, menos convencional, que es la búsqueda de alguna ansiada respuesta.
Por ejemplo, un niño puede estar tratando de comprender las razones de algún problema familiar que lo aqueja y puede estar queriendo saber si él tiene alguna participación o alguna responsabilidad en el mismo.
También puede estar inquieto por saber el por qué de sus cambiantes estados afectivos y la razón de sus miedos, para poder tranquilizarse.
Cuando un niño se siente ansioso o angustiado, del mismo modo que le puede suceder al adulto, difícilmente pueda concentrar su atención en nuevos estímulos o en el aprendizaje y hasta a veces le resulta poco placentero ponerse a jugar.
Por otra parte, cuando no puede desarrollar adecuadamente su proceso intelectual, que afecta todo su crecimiento, esta dificultad puede estar sustentada en una suposición inconsciente de que al bloquear la capacidad de pensamiento y “cerrarse al aprendizaje”, puede bloquear también la emergencia de recuerdos dolorosos o evitar que le afloren sentimientos penosos que lo pongan triste y lo hagan sufrir.
Numerosos y diferentes motivos pueden llevar a los niños a rechazar la educación que reciben. La exigencia de querer cumplir con expectativas ideales, que a veces sienten como inalcanzables, como la de ser un hijo, un nieto o un alumno brillante y el temor a no lograrlo, puede ser otro de los conflictos que expresan a través de la inhibición intelectual.
En este sentido, podemos decir que no es falta de creatividad o ausencia de disposición intelectual lo que aleja a los niños del aprendizaje, sino que con este aparente rehusarse a aprender, revelan y ocultan sus conflictos y sus más auténticas inquietudes.
Y hoy en día, los conflictos mencionados adquieren más relevancia, a partir del aislamiento social que sufren a partir de la pandemia y al que están pasivamente expuestos.
Entre los problemas centrales que tienen que enfrentar se encuentran, por un lado, con una convivencia familiar intensa, generada por el “encierro” y, por el otro, la carencia de las condiciones necesarias y naturales para sus vidas, como por ejemplo la falta de actividad física, social y de aprendizaje en general.
A esta situación se le agrega la incorporación acelerada de una nueva modalidad de aprendizaje a través de un mundo tecnológico y virtual, que si bien en un sentido facilita la comunicación, en otro los expone a una cantidad de estímulos, casi simultáneos, difíciles de procesar, que afectan su concentración.