Hace un año nos dejó Aldo Pignanelli y un poco antes fue la despedida de Moisés Ikonicoff. Se me fueron adelantando, ellos, que participaban de la hermandad de los libres, de los que piensan y opinan solos, sin andar en manada o majada, solos, con más sueños que ambiciones, solos, inmunes a la banalidad del mal. Del grupo de los mejores, derrotados, conscientes de cada paso que dio la traición en su avance inexorable, negándose a ser parte de esa enfermedad que convertía al codicioso en apátrida y al intelectual en burócrata.
Moisés era un intelectual en serio, capaz de despreciar las formas, sabedor de que le sobraba contenido. Perón lo había convocado para que dejara París y apostara a la naciente democracia; luego, con Menem, tiene su momento y la huida, al teatro de revistas, a recorrer el otro lado de la vida, no había nacido para burócrata. De la Sorbona a la noche de los transgresores. Solíamos hablar durante horas, había leído todo lo que motivaban sus intereses múltiples; por otra parte, una innegable curiosidad por la farándula lo atraía. La asociación de formales acartonados repudió sus gestos. Pagó caro su osadía, la disfrutó como nunca. Era el otro lado de los libros, la otra biblioteca de la vida. Despreciaba la solemnidad, ese traje oscuro pegado al cuerpo de los oportunistas o de los que no se atreven a ir más allá de las estructuras conocidas.
Aldo era un hacedor, hijo de un tano autopartista, exitoso y transparente. En eso se parecían, sabían cómo hacer una patria para todos, pero también sabían que eran minoría, que el error de Discepolín estaba claro: “los inmorales nos han igualado” resultaba ingenuo, nos habían superado por varios cuerpos.
Con Aldo cenamos en casa, ya casi como una despedida y no dejó ni una queja, habló con ganas, poniendo el alma en la tenida; se notaba que le sobraba fuerza y le iba faltando vida. Quemaba el resto como había vivido, con intensidad. Conocía de sobra la lista de honorables despreciables -a veces los nombraba- y también sabía que algunos caídos debían ser recuperados y de lo imposible que hubiera sido lograrlo. Caminaba entre los cómplices con la distancia y la comprensión del que no duda, del que eligió la honestidad y la vive con la humildad de los que tienen plena conciencia del mal y lo condenan con su digna manera de ser.
Moisés sufría fuerte la derrota de los buenos, me entregó Viaje al fin de la noche de Céline y El hombre que amaba a los perros de Padura años antes de que se pusieran de moda. Alguna vez viajamos juntos con Dalmiro Sáenz, esos diálogos merecían ser grabados.
Aldo la veía venir, conocía a Macri de memoria, Franco lo había querido incorporar a la empresa. Como Moisés con la Sorbona, Aldo sabía lo que era pasajero, la vida, y el dolor de tantas traiciones que vendieron una patria. Y la lista brutal de los enemigos, esos que ahora se llaman “triunfadores”. Moisés, un intelectual con pensamiento propio que jamás se la creyó, ni cuando el presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, en su visita al país, dijo estar honrado de ser su amigo. Y Aldo se reía con todos pero guardaba una conciencia de esas que tienen claro el destino colectivo y quienes son los miserables que conducen la debacle. Juntos, hablamos con candidatos y también con presidentes. Eran caballeros de los de antes, de los de siempre, dignos como pocos, solidarios y conscientes de dónde estábamos parados y de la miseria que ese saqueo convocaba. Ni la codicia ni el poder los seducían, asumían la vida y la amistad como algo superior, el resto, la forma, no era para ellos. Son de los pocos ejemplos cuyas vidas, si se difunden y recuerdan, pueden motivar la lucha de las nuevas generaciones.
Se me fueron los dos. Escribo estas líneas con la admiración que merecen y el deseo, la esperanza, el sueño de que algunos jóvenes entiendan que en esos geniales personajes de Marechal se alberga el futuro. Me queda Jorge Rulli como amigo admirable, con sus más de diez años de cárcel, demasiadas cicatrices, y su sueño de forjar un futuro, un mañana digno de albergar esperanza. La contracara de los tres es la admiración al rico, o mejor dicho, al enriquecido, el síntoma más definitorio de nuestra triste decadencia. Abrazados caminan el millonario y el burócrata rumbo al destino de la miseria colectiva. Ganaron ellos. Como supo decir del enemigo el poeta Tejada Gómez, “tiene un perro, una amante y un psicoanalista que le amansa la muerte dos veces por semana”.
Mi homenaje intenta decirles que a pesar de todo estamos teniendo algunos logros: cada día aparece un nuevo joven que se enamora del imposible, volvieron a nacer los buscadores de lo trascendente, ese infinito donde supo habitar la política. Tenemos continuación más allá de las traiciones y los acomodos, de los negociados y las “cajas”. Nuestra generación fracasó con el triunfo de los peores, en la política y en las empresas, en las universidades y en la misma izquierda, y son pocos los que podemos elegir para ejemplo de nuestros hijos, pocos los que jamás pensaron en irse del país porque ellos son la esencia misma de algo que no podrían abandonar.
Un homenaje imprescindible a los derrotados, a aquellos que hubieran hecho un país en serio, sin pobres ni caídos, con empresas nacionales productivas y trabajadores dignos, a quienes hubieran convertido al subsidiado en asalariado, esa tarea esencial de la política que es dar trabajo. Los dueños de un proyecto y una mística, esos son los políticos en serio; los otros, no existen, suelen enriquecerse y empobrecer a sus hermanos. Son nefastos, y hoy abundan en demasía.
Mi recuerdo a los derrotados en la coyuntura solo para avisarles a los jóvenes que ellos marcaron el camino, que estamos perdiendo una batalla pero obligados a ganar la guerra. Supo decir el Marqués de Sade: “Cuando se quiere apartar a los hombres de sus realidades espirituales, la destrucción de los símbolos resulta mucho más eficaz que las matanzas”. El mañana está en los portadores de los símbolos, las banderas, por eso recordarlos hoy es una obligación.
“Patria o muerte” debe retornar como consigna del mismo modo que se impone expulsar como Cristo a los mercaderes del templo. La patria es nuestro templo, Aldo y Moisés se fueron dejando un rumbo nítido, ese es el que los jóvenes necesitan conocer y continuar.