Según mi buen entender, los antiperonistas son en la actualidad la única fuerza política organizada, con un relato coherente y decenas de militantes que a diario lo profesan, enriquecen y multiplican. Defensores del verdadero poder, el de siempre, se saben oficialistas del destino. El peronismo como contenido ya no tiene vigencia pública, el gobierno que ejerce en su nombre no tiene idea de sus principios ni le interesa recuperarlos, no imaginan la soberanía política, mucho menos preocupa, a casi nadie, la independencia económica y ya caminan hacia el olvido la justicia social. Antes del golpe del 76, la pobreza rondaba el cinco por ciento; hoy ya estamos cercanos al cincuenta, alguien se olvidó de recordarlo. Algunos sectores de izquierda fracasada cuestionan con sus provocaciones el lugar de concordia que Perón vino a consolidar en su retorno. Aquella pacificación, aquel encuentro histórico, que debíamos hacer definitivo, terminó destruido por una izquierda suicida y una derecha asesina. Los descendientes de aquellos violentos representan hoy la conducción de las dos fuerzas políticas vigentes. La Cámpora hereda el vacío ideológico de la guerrilla y el PRO el odio al pueblo de los eternos golpistas.
El domingo pasado, Jorge Lanata enunciaba como verdades dos sentencias envenenadas: la primera, Perón como fruto de un golpe, y la segunda, su condición de fascista. La historia demuestra que Yrigoyen y Perón se negaron a ser colonia Inglesa y optaron por la neutralidad en los conflictos bélicos detalle sobre el que se define ese supuesto amor por Mussolini. Cómo olvidar el tratado Roca-Ruciman, esa voluntad de dependencia de señores que luego dicen que el país se arruinó hace setenta años. Entendamos bien la frase: se arruinó desde que la gente vota porque decir “setenta años“ es algo parecido a convocar al voto calificado y decir, como Lanata, que Perón era fascista implica definir el mundo según la versión inglesa, según Winston Churchill y toda su voluntad imperial complementaria de nuestra dirigencia enamorada de la vida “colonial”. Que los del otro bando fueran peores no nos obligaba a ser dependientes de una cultura sajona que recién ahora nos permite disfrutar de su decadencia, Brexit y sus previsibles consecuencias mediante. Por eso gritan como energúmenos y enfrentan el pasado de Ramón Carrillo. Claro que lo hacen desde la dependencia de Trump y la mirada atenta de Netanyahu, como si deformar el pasado ajeno les sirviera para olvidar y perdonar este oscuro presente que los involucra.
El antiperonismo es el partido de los que odian la política. No son nada más que eso: gente que desprecia a los humildes, por el origen del peronismo, de la causa, no por la deformación que hoy la parasita. Lo popular lastima sus refinamientos, sus delicadezas; del otro lado, están los pobres, que son brutos, y una dirigencia corrupta.
Es cierto que el peronismo dejó incluso de expresar sus tres banderas, soberanía política, independencia económica y justicia social. Una caterva de supuestos economistas explicó que la modernidad invitaba a disolver las patrias y a construir, en su lugar, los mercados. En rigor, la voluntad colonial se impone a la vocación patriótica: si antes les tirábamos aceite a los ingleses, ahora, acusamos de “fascistas” a los que no obedecieron sus imposiciones.
Odiar a un conjunto de políticos mediocres y corruptos no los hace mejores. A ellos, que gobernaron endeudando y empobreciendo. A ellos, cuyo fracaso es tan rotundo como la incapacidad de digerirlo que todavía expresan. El antipueblo encuentra justificación en la calaña de muchos, es cierto, pero ellos odian más allá de toda razón, se autotitulan democráticos e institucionalistas y derrocaron a Yrigoyen, a Perón, a Frondizi, a Illia y a Isabel. Solo pudieron ganar una elección con Macri y repitieron lo de siempre, multiplicaron la miseria y la deuda.
Y ahora denuncian, a tiempo completo, con razones o sin ellas y se limitan a expresar sus rencores y la impotencia de asumir el fracaso. No tienen otra propuesta que el sueño de la cárcel para su enemigo, Cristina, a quien ni se me ocurre defender, pero Macri sin duda superó la marca, aun cuando no sea lo mismo robar con cuadernos que hacerlo con el apoyo del Fondo Monetario. Para eso hay que tener buena cuna, no de productores de riqueza, que nunca lo fueron, sino de apropiadores de lo ajeno, en especial del Estado, lugar que usufructúan desde siempre como casta familiar.
El Gobierno se equivocó con lo de Vicentin, una de esas propuestas que nacen en demencias revolucionarias y suelen terminar en negociaciones de retroceso. La reacción desnudó la miseria de la política nacional al mostrar que el Estado es más temido que cualquier empresa turbia que provenga del extranjero. Esa conciencia de miedo a lo público desnuda el triunfo de los grandes grupos económicos que imponen su visión colonial y también, lo nefasto, oscuro y corrupto que es nuestro Estado para que en su desprestigio la sociedad imagine que el extranjero es mejor. Si la empresa se la hubieran quedado los fondos buitres, no habría abollado con sus miserias el fondo de ninguna cacerola. Y eso alberga responsabilidades de varios sectores: la izquierda, que reivindica a Cuba y Venezuela, fracasos indignos de ser lucidos; la política, que en su caída se apropió de los bienes del Estado a pura coima y nos llenó de miseria y de deuda, y los grandes empresarios nacionales que nunca asumieron la obligación de convertirse en una “burguesía nacional”, sector social inherente a toda estructura capitalista.
El Gobierno vuelve a retroceder con el virus de Justicia Legítima, enfermedad de los restos progresistas extraviados en los vericuetos del Estado. El repudio social a esa idea de protección del victimario siempre derrapa en desprecio a la víctima. Los pasos que está dando la justicia son todos en contra de una sensibilidad social que se afinca en la clase media, pero que llega socialmente mucho más lejos, hasta los sectores populares. La cordura no es propiedad de ninguna ideología, la demencia es la destrucción de todas ellas, y hoy es un virus con altos niveles de contagio.