Sostuve aquí mismo mi convicción de que la humanidad superará este apuro de la pandemia como superó tantos otros y no tengo dudas de que así será porque de peores hemos salido. Pero también he escuchado decir por ahí que, tras la crisis, el ser humano cambiará radicalmente en su interioridad, en su capacidad de relacionarse, de interactuar con sus congéneres, que la pandemia marcará la bisagra que nos acercará al nacimiento de otra humanidad, más solidaria, más tolerante, más respetuosa con el medio ambiente, un ser humano que finalmente pondrá límites a su egoísmo y a la envidia, que cerrará filas ante un futuro lleno de acechanzas.
La idea de “un mundo nuevo” siempre fue asociada a los buenos augurios, al amanecer de una etapa de la prosperidad, al progreso y a la esperanza. Y desde que nos alcanzó el azote de la pandemia, son multitud los profetas que a diario pronostican cómo será el mundo que emergerá de la pesadilla cuando ésta toque a su fin. Desde aquel desgraciado día en que zarpó de China a velas desplegadas, el virus se fue esparciendo por toda la redondez de la Tierra con una crueldad y una letalidad reiteradamente comparados con una situación bélica y eso ha sido, más o menos, lo que ha ocurrido en todo el mundo: una batalla por salvar las vidas de millones de personas para la que la mayoría de los países no estaban preparados. Todo el planeta tuvo que recluirse y las calles, los cafés, los comercios, los teatros, los estadios, los colegios, las universidades se vaciaron. Todo se nos convirtió en un enorme decorado sin vida exterior.
Pasado el primer susto que nos paralizó, un variopinto batallón de filósofos, sociólogos y psicólogos de guardia, junto a “mediáticos” y charlatanes de toda laya y calibre se han largado a hipotetizar sobre cómo cambiará la faz del mundo. Pensadores de gatillo rápido y verborrea fácil ya están publicando sesudos análisis y ensayos exprés: por lo visto, hasta ahora no hay demasiada creatividad ni originalidad en la mayoría de esas inconsistentes parrafadas que parecen clonadas sobre un mismo modelo de bricolaje`. Simplemente, después de una introducción con berretines de augur o pitonisa, según sea el caso, se repite una y otra vez “después de esto nada volverá a ser igual”. Y, a renglón seguido, para que el respetable no vaya a caer en un estado anímico de depresión y desaliento, comienza a caer una fina lluvia de animosas y machaconas muletillas rebosantes de consuelo, ilusión y confianza que empiezan a sonar un poco acartonadas
Abundan, en efecto, los balances impregnados por el optimismo de la ley de las compensaciones que encuentran, dentro de la desgraciada situación, aristas positivas y expectativas concretas de un futuro mejor. Las oficinas, por ejemplo, se percibirán como recintos obsoletos y se impondrá el teletrabajo, más respetuoso con la conciliación familiar, la reconversión laboral despejará el transporte, reducirá la contaminación y hará amigable el corazón de las urbes. La experiencia de la epidemia forjará un carácter fraterno entre los hombres, el largo encierro hará que reconsideremos nuestro orden de necesidades, priorizando el tiempo libre, la familia y alejándonos del estrés, el consumismo y la dispersión hipnótica de la caja boba
Pero no.
Me atrevo a aventurar que no; que a menos que abjuremos, de palabra y de hecho, de las características centrales que nos distinguen como especie, lo más probable es que, en el mejor de los casos, retomemos unas vidas muy parecidas a las que teníamos. Los trabajos presenciales regresarán, porque los humanos, para bien o para mal, necesitamos relacionarnos de una manera mucho más natural, directa, inmediata, afín y cercana que la que nos puedan brindar el WhatsApp, el Zoom y el Skype y porque, si miramos con descarnada sinceridad en nuestro interior, nadie quiere marchitar su vida encerrado en casa sin apartar la vista de la PC o la pantallita del celular. Si las aspiraciones de una vida más creativa y espiritual nos deslumbran hoy, sumergidos como estamos en el encierro de la cuarentena, todos sabemos que se disolverán en la nada cuando nos atropelle implacable la rueda de la rutina; volveremos a ir por la vida con la lengua afuera sin saber por qué, viviremos acongojados, anticipando riesgos que en realidad no han llegado, regresará la compra compulsiva de cosas que no necesitamos seguiremos aceptando sin pestañear situaciones políticas repugnantes, rechazaremos el esfuerzo, el mérito, el sacrificio y, sin aceptar nuestra cuota de responsabilidad en ello, lamentaremos que el mundo sea tan injusto.
Claro que tal vez existan cosas que no regresen a su formato original, que posiblemente en algo debamos evolucionar para adaptarnos a lo que viene, que de alguna manera se nos imponga el gatopardismo de cambiar para que nada cambie porque, tal como lo cantara el juglar banfileño Roberto Sánchez (“Sandro”), “al final, la vida sigue igual”.
El autor fue fiscal ante la Cámara Federal