“Cuando comienza el saqueo, comienza el tiroteo”. La última frase de un tuit del presidente Donald Trump abrió una polémica sobre el rol y la posición política que se espera de un mandatario acerca de la lucha contra el racismo y la violencia.
Más allá de las consideraciones que podamos hacer sobre la actitud de Trump, nos interesa considerar aquí otro debate abierto. Su decisión controvertida de enviar al Congreso una modificación de la sección 230 de la CDA (Ley de Decencia en las Comunicaciones) promulgada en 1996.
La red social Twitter etiquetó un tuit de la cuenta personal del Presidente del 29 de mayo pasado con una leyenda alertando que el mensaje “incumplió las reglas de Twitter relativas a glorificar la violencia”. Sin embargo, aclara, el tuit no se elimina sino que queda accesible por considerarse de interés público.
El interés público, en este caso, lo determina la investidura del usuario, ya que su opinión es la de un Presidente en ejercicio. Centenares de miles de tuits son etiquetados, ocultados y hasta eliminados de la misma manera en la red como parte de la política de uso que los usuarios aceptan voluntariamente al suscribirse a plataforma. Claramente la incitación a la violencia, la pedofilia, los delitos contra menores y los crímenes aberrantes marcan el límite a lo publicable o no apto.
Si bien la libertad de expresión, según nuestro ordenamiento jurídico, de la misma manera que para el sistema legal americano, es un derecho amplio que no puede ser limitado. También es cierto que tiene algunas excepciones. Según el fallo de la Corte Argentina, Belén Rodríguez c/Google, se manifiestan ilicitudes respecto de contenidos dañosos como pornografía infantil, datos que faciliten la comisión de delitos, que instruyan acerca de éstos, que pongan en peligro la vida o la integridad física de alguna o muchas personas, que hagan apología del genocidio, del racismo o de otra discriminación con manifiesta perversidad o incitación a la violencia. Tales ilicitudes deben ser removidas por los buscadores o las plataformas de internet al momento de ser publicadas o ante denuncia de un usuario.
El cambio de paradigma de la comunicación social que ha generado la irrupción de las redes sociales y plataformas de internet no debe hacernos perder de vista que la libertad de expresión, como derecho humano, no puede ser limitada, salvo, al igual que un medio gráfico o un programa de televisión que no publicaría contenidos dañosos a sabiendas, debido a las consecuencias legales que supone, las nuevas tecnologías de comunicación también deben evitarlo.
Ahora bien, ¿podemos decir que Twitter o Facebook son medios de comunicación? No. La diferencia radica en que los medios editorializan, adoptan líneas editoriales, fijan sus programaciones o diseño de contenidos sobre las preferencias de sus lectores y expresan opiniones según la labor de sus periodistas y editores. Las redes sociales en cambio, viralizan contenidos generados en el pensamiento y opinión de sus millones de usuarios. La responsabilidad por estas publicaciones es de cada uno de sus usuarios. Así quedó establecido en la sección 237 CDA, que Donald Trump pugna por cambiar.
¿Debería ser el enojo presidencial el motor para el cambio de reglas de las redes sociales? La respuesta es negativa. No importa su investidura: a la hora de usar las redes, es un usuario más, acepta las políticas de uso y juega en la misma cancha que todos los tuiteros del mundo. Si sus publicaciones son confiables o no, será la misma comunidad tuitera la que elegiría las reacciones, de la misma manera que, en el mundo real, sus expresiones y conductas tendrían eventuales consecuencias jurídicas, políticas y hasta electorales.
Lo que representa un riesgo aún mayor es la propuesta de Trump para que el arbitraje de contenidos de las redes sociales lo realice un comité integrado por el regulador estatal, en este caso la FCC. El filtro interno que realiza cada plataforma también está actualmente en debate. Los moderadores de contenido dañoso de Facebook, o “los categorizadores de tuits dañosos” de Twiter no tienen facultad sobre la libertad de expresión de los ciudadanos. Pero al aceptar nuestra participación en las redes aceptamos esas políticas de uso y el hecho positivo de que existan moderadores que impidan la publicación de contenido aberrante en protección de los derechos de menores, por ejemplo. Cada plataforma, además, va tomando distintas posiciones en relación al tratamiento de contenido dañoso y desinformación o fake news.
El Estado, en cambio, solo actúa a través de sus leyes y de quienes las aplican, es decir la Justicia. Ningún organismo regulador, administrativo, o policial tiene facultades para ejercer censura previa. Tampoco corresponde al estado decidir si una publicación o noticia es falsa o verdadera. Sí se consideran en cambio responsabilidades ulteriores para los casos donde la expresión colisione con derechos individuales como ya lo señalamos, y siempre a través de la intervención judicial correspondiente.
Por eso es interesante generar un debate multidisciplinario, plural, profundo, sin presiones políticas, sobre la responsabilidad de las plataformas de contenidos, y la tensión que se genera en internet entre la libertad de expresión y la afectación de otros derechos, como el derecho a la imagen, la protección de los datos personales, los derechos de propiedad intelectual y la monetización de los contenidos periodísticos provenientes de los medios tradicionales.
Es un tiempo de grandes transformaciones, el uso intensivo de las TIC’s, el desarrollo del 5G, internet de las cosas y big data van haciendo mutar algunos preceptos regulatorios. La comunidad económica europea por ejemplo dispuso reglamentaciones sobre propiedad intelectual y sobre datos personales en internet. Estados Unidos discute reglas antimonopólicas y grandes sanciones luego del escándalo de Cambrigde Analytica. Francia multó a Google por falta de claridad en su plataforma de publicidad segmentada. La revolución tecnológica sigue su marcha cada vez más acelerada, los enormes beneficios que trae para la humanidad no deben hacernos olvidar el desafío de preservar la libertad de pensamiento, de opinión y de expresión como derecho articulador de la convivencia democrática.
La autora fue presidenta de Enacom