Se nos eriza la piel. Leer el New York Times, recorrer su redacción y hablar con sus reporteros y editores nos hace vibrar a aquellos que amamos el periodismo. Pero, como todos nosotros, el NYT de tanto en tanto se equivoca. Le sucedió en estos días: decidió olvidar que sus lectores son adultos que razonan. Y que pagan por un diario, no por un pastor religioso.
Todo estalló a partir de la columna del senador republicano Tom Cotton en la sección de Opinión. “Envíen las tropas”, pedía Cotton en medio de las manifestaciones populares en buena parte del país tras el asesinato de George Floyd a manos de un policía. Pidió tropas para contener a los propios estadounidenses, hipersensibilizados y agobiados por la crisis del coronavirus, profundamente divididos por Donald Trump. “La nación debe restaurar el orden. Los militares están listos”, ampliaba la columna. Que la postura de Cotton no conecta ni con la posición editorial del diario, ni con el sentimiento de la amplísima mayoría de sus lectores es obvio. Tan obvio como que era correcto y necesario publicar esa pieza.
Lo era, aunque con frecuencia la realidad anule la teoría: el artículo le costó la cabeza a James Bennet, jefe de Opinión del diario, y el NYT se inclinó ante la sociedad de los indignados, esos cabales representantes del clima de época. Ya había sucedido algo similar meses atrás con una primera plana del diario: en una segunda edición se cambió el titular ante la ola de críticas en Twitter. Y en enero, cuando tras la muerte de Kobe Bryant una periodista del Washington Post, Felicia Somnez, osó retuitear un artículo en el que se recordaba que el basquetbolista había estado involucrado en un caso de abuso sexual.
Si cada tuit fuera una piedra, Somnez habría muerto lapidada en cuestión de segundos. La masa tuitera quería que le hablaran de un héroe, no de un abusador sexual. Un #RIPKobe. Y nada más. Lo cierto es que la verdad suele ser muy dolorosa, pero es también muy periodística.
Suele hablarse de las “audiencias” y de lo importante que es contentarlas. Un deseo muy razonable: nadie escribe para que no lo lean, ningún medio tiene la pretensión del anonimato, todos quieren incidir en el debate público, y está muy bien que tengan ese deseo. Pero el problema con las “audiencias” es otro, esa obsesiva idea de que hay que darles lo que quieren, incluso el protagonismo. ¿Desde cuándo el periodismo es solo darle al lector lo que el lector quiere? El periodismo solía ser también, y sobre todo, darle al lector lo que (aún) no sabe que quiere. Lo que quiere. Y un poco de lo que no quiere.
Se leyó en los últimos días que se dieron de baja como suscriptores del New York Times hasta 200 personas por hora. Suponiendo que ese ritmo se haya mantenido invariable a lo largo de tres, cuatro o cinco días, el diario más prestigioso del mundo habrá perdido 14.400, 19.200 o 24.000 suscriptores.
Tiene seis millones: si el NYT no resiste que se le vayan unos miles de suscriptores, entonces lo mejor es bajar la persiana del periodismo y abrir un blog para indignados. Cuanto más se respeta un medio a sí mismo, más lo respeta el lector. Ese respeto incluye escuchar mucho, muchísimo a los lectores. Y, de tanto en tanto, decirles que no. Y explicarles por qué.
Un diario no es, ni en su versión impresa ni en la digital, un blog, tampoco un muro de Facebook. Un diario es la cruda realidad contada de la mejor manera y con la mayor honestidad posibles. Y la cruda realidad estadounidense incluye las opiniones del senador Cotton, votado democráticamente por muchos compatriotas, así como el discurso por momentos brutal de Trump, el presidente que disparó el interés por el NYT y su edición digital. La misma paradoja se aplica a O Globo y Folha de Sao Paulo en Brasil: los ataques de Jair Bolsonaro los convirtieron en quizás más necesarios que nunca.
Se escucha de tanto en tanto en el ambiente periodístico a periodistas agobiados por las agresiones, a colegas que prefieren convencerse de que los lectores “son tontos” y que lo mejor que se puede hacer es no leer los comentarios a los artículos publicados, porque son propios de una cloaca. Periodistas que preferirían directamente bloquear la posibilidad de que el lector opine, aunque esa opinión corrija e incluso enriquezca lo que se escribe.
No, los lectores no son tontos, sería trágico pensar eso. Y son, con cierta frecuencia, más inteligentes y versados que los que escribimos. Por eso es que no tratarlos como adultos es un error: lo dijeron los propios lectores del New York Times en cartas enviadas al diario en los últimos días.
“Como mujer blanca que marchó con el reverendo Martin Luther King cuando era una teenager, tengo la fuerte convicción de que las vidas negras importan y que la columna de opinión del senador Tom Cotton debía leerse en el Times, así él y otros como él ven la reacción que generan. Desafortunadamente, el senador Cotton no está en soledad en sus puntos de vista”. Y añade en la carta Joyce Winslow, de Bethesda, Maryland: “Como me dijo tiempo atrás mi rabino cuando el líder de un partido neonazi vino a mi universidad progresista a dar una conferencia: no temas a escuchar los argumentos de tu oponente. Te van a ayudar a combatirlo mejor”.
Algo similar escribe Karen Canty desde Redwood City, California: “Estoy en total desacuerdo con lo que escribió el senador Tom Cotton y con lo que debe creer, pero estoy contenta de saber ahora que él, un senador de los Estados Unidos y ex militar, es un peligro para nuestra democracia, tal como lo es el presidente. Y no lo hubiera sabido de no haber publicado ustedes esa pieza”.
Un muy amplio grupo de periodistas del NYT envió en esas tensas horas una carta al dueño y a la dirección del diario desgranando varios argumentos para sostener que la publicación de la columna de Cotton había sido un error. El más potente, también discutible, es que el texto del senador pone en peligro a los periodistas negros del diario. Y piden que nunca más se vuelva a publicar a Cotton, ni tampoco columnas sin el contexto necesario para matizar sus posiciones.
La crítica acerca de falta de contexto es para quedarse boquiabierto: el NYT publica todas las semanas cientos de artículos que le dan contexto a cualquier columna de opinión. Difícil imaginar que los lectores de Cotton no hayan leído o vayan a leer otros artículos de ése u otros medios sobre la realidad nacional e internacional. No llegan a Cotton desde Marte, tienen contexto de sobra. Y es bueno destacar, además, que “News” y “Op-Ed” son dos entes separados en el New York Times, con sus propias estructuras y jefes.
La historia de cómo una columna de un senador de la derecha dura estadounidense resquebrajó al New York Times esconde otra que asombra: fue Cotton el que en 2006, cuando estaba destinado como militar en Irak, pidió que se enviara a juicio y a prisión a dos reporteros y al propio Bill Keller, por entonces editor ejecutivo del New York Times. El puesto de Keller está hoy en manos de Dean Baquet, y Cotton vuelve a ser un problema para el diario.
Un diario que tiene algo maravilloso: se autoanaliza y se autocritica con dureza en sus propias páginas. Sus reporteros entrevistan a Baquet y al editor y propietario, Arthur Sulzberger, así como a Bennet y cualquier otra persona involucrada en el tema. Sus especialistas en medios analizan minuciosamente si el diario, sus ejecutivos, editores y periodistas actuaron bien o mal, y tiene libertad para opinar que sí, que lo hicieron mal. O muy mal.
El debate acerca de qué se puede publicar y afirmar excede, y en mucho, al New York Times. Es un debate muy vivo en el convulso mundo de hoy, reflejado en un video que circula en redes sociales: en un discurso ante el Parlamento alemán, la canciller Angela Merkel afirma que “la libertad de expresión tiene sus límites, y esos límites empiezan cuando se propaga el odio”.
Y es así, aunque lo que muchos suelen obviar es quién marca los límites: la ley y la justicia, no la censura previa o la autocensura derivada de la presión disuasoria de la masa indignada. Mucho menos el Gobierno. Lo sabe bien Merkel, que suele decir cosas muy interesantes, a veces incluso asombrosas por su profundidad y simpleza, como en una entrevista que le hizo el Frankfurter Allgemeine Zeitung en septiembre de 2017.
-¿Qué piensa sobre el ser humano, señora canciller?
-Me alegra que los seres humanos sean tan diferentes. Es uno de mis motores: la curiosidad por el ser humano. En la Alemania Comunista, en mi trabajo en física química teórica, me veía muy pocas veces con gente. La mayor parte del tiempo lo pasaba en silencio y pensando. Cuando cayó el muro y experimenté el nacimiento de la democracia me di cuenta de con qué gusto hablo con otras personas.
La que es hoy la mujer más poderosa del mundo entendió hace ya muchos años que el ensimismamiento empobrece, que hablar con “otras personas” enriquece. Y en los 15 años que lleva en el poder debió hablar con muchísima gente a la que admiraba y otra que le generaba rechazo, pero que forma parte del mundo en el que vive y con el que debe lidiar. Lo mismo les sucede al New York Times y a sus lectores.
Vale la pena volver sobre un párrafo que escribió Bennet horas antes de dejar el puesto de jefe de Opinión del diario: “La integridad y la independencia del New York Times se verían disminuidas si solo publicásemos los puntos de vista que le gusten a editores como yo, y traicionaría el que yo creo que es nuestro propósito fundamental: no decirle a los lectores lo que deben pensar, sino ayudarlos a pensar por sí mismos. Pero es imposible estar seguro de que acierto con esto, sé que mi visión puede ser incorrecta”.
No lo es. Bennet tenía razón al publicar a Cotton. Y al dejar caer a su jefe de Opinión y rendirse ante los “indignados” de la redacción y de las redes sociales, el New York Times se olvidó por un rato de lo que es, una poderosísima y hermosa institución del periodismo que atraviesa gobiernos y épocas. Esta vez se equivocó.