Los argentinos somos muy afectos a los récords: tenemos la avenida más ancha del mundo, la peatonal más larga, el río más ancho. En eso competimos con los brasileños. Ahora también tenemos la cuarentena más larga en la pandemia. Nos encanta compararnos, y el presidente Alberto Fernández lo demuestra cada vez que anuncia una nueva extensión de la cuarentena con gráficos comparativos con otros países, aunque no siempre sean muy precisos.
Pero también entramos al “Guiness” por récords que los argentinos entendemos poco, pero que vienen estropeando las posibilidades de desarrollo del país desde hace décadas: tenemos la opinión pública más anticapitalista del mundo.
Según una encuesta global del prestigioso Pew Research Center de Estados Unidos hecha en 44 países, la opinión pública argentina obtiene el récord de ser la más contraria a la idea de la economía de mercado, por lejos, con 33% a favor y 48% en contra. Nuestro récord anticapitalista supera a países como China, Rusia, Venezuela y Vietnam. De hecho, los vietnamitas, que dejaron cientos de miles de vidas “combatiendo al capital” en los 70 -y ganaron- ostentan hoy el extraño récord de ser los más procapitalistas del mundo, con 95% a 3% a favor.
Los argentinos somos también los más antiempresarios y más estatistas. Una encuesta de Quiddity en el país, Brasil, Colombia y México muestra cómo los argentinos somos los que menos apreciamos a nuestras empresas y -por lejos- los únicos que preferimos que sean estatales y no privadas.
A la luz de esta curiosa opinión pública es que hoy desde el gobierno del presidente Alberto Fernández muchos no encuentran grandes resistencias a la idea de un “día después” de la pandemia con menos empresas y mucho más Estado del que ya hay.
También es esta opinión pública la que llevó al anterior gobierno de Mauricio Macri a partir de la base de que en Argentina iba a ser imposible aplicar un plan económico con las reformas estructurales que el país precisa desde hace décadas para salir de la decadencia económica. Ni que hablar de privatizar las empresas que hoy todavía se llevan millones de dólares diarios para operar en un país con cada vez más pobres.
Los estrategos de comunicación de Macri no contemplaron la posibilidad de que cambiando a esa opinión pública anticapitalista iban a poder frenar la vocación de buena parte del peronismo a no dejar tocar ni una coma del sistema argentino, que hace tantas décadas solo viene generando más pobreza.
El gobierno de Cambiemos creía que la opinión pública es sagrada, que es algo dado y que hay que tomarlo como viene y tratar de adaptarse a ella de la mejor manera posible. Es lo que se hace en campaña electoral: se busca ofrecerle a una parte mayoritaria de la opinión pública una opción que los represente dentro de su imaginario.
En campaña electoral es difícil cambiar la opinión pública. Pero una vez en el gobierno se tienen los resortes y el poder para hacerlo. Esto es lo que Cambiemos no entendió, y esa estrategia salió mal. Así le abrió la puerta al regreso del peronismo, que al volver tuvo la alegría de encontrar todo en su lugar, tal como lo había dejado: la opinión pública después de los cuatro años del macrismo sigue tan anticapitalista como siempre.
Para más alegría del gobierno de los Fernández, Juntos por el Cambio resolvió no hacer ninguna clase de autocrítica sobre su fracaso económico. Haber explicado qué es lo que debió hacer y no hizo y qué hizo que no debió hacer para no fallar en todas sus promesas en materia económica ayudaría hoy a que la opinión pública entienda mejor que la deuda que tomó el gobierno anterior no tenía como destino que los amigos de Mauricio Macri fugaran divisas, sino solo tapar el déficit fiscal heredado del propio kirchnerismo. Sería un dolor de cabeza menos para Macri. Pero también serviría para instalar de una buena vez el debate sobre las reformas que la economía necesita para terminar con el déficit, la inflación crónica que lleva casi 70 años con pocas pausas -¡ahí tenemos otro récord para el Guiness!- y la persistente ausencia de crecimiento que compite con grandes chances por la medalla de oro mundial.
Por eso la credibilidad de Juntos por el Cambio a la hora de debatir temas económicos es muy baja. Nadie se podría enojar con el Presidente si, ante un paper económico que se está barajando en el macrismo, los manda a “lavar los platos”. Ese hipotético paper sólo sería creíble luego de una profunda autocrítica.
Por eso el panorama para los empresarios es desolador: además del gravísimo estrés financiero que significa para sus empresas la propia cuarentena, observan con preocupación que el ala izquierda del gobierno amenaza con llegar al “día después” con una “solución final” para el capitalismo. Y lo más complicado: no pueden esperar mucho de la oposición de Juntos por el Cambio.
¿Podrían de una buena vez los propios empresarios aprovechar su enorme capacidad para el marketing de sus productos y por una vez salir a comunicar a la opinión pública que para crecer, invertir y contratar empleados necesitan reformas profundas para tener en Argentina más capitalismo y no menos?
Obviamente que sí. Pero no lo van a hacer. Los mismos empresarios son corresponsables de que la opinión pública argentina bata todos los récords de anticapitalismo. Los argentinos no aprecian para nada a sus empresas. El seguimiento de años de CIO, la encuestadora de Cecilia Mosto, muestra que los valores de confianza en las empresas siempre estuvo debajo del 30 por ciento. Para peor, llegaron al final del período de Mauricio Macri con apenas 14% de credibilidad, en el mismo lodo de pésima imagen pública de la Justicia y los sindicalistas. En ese ranking ganan hoy los medios de comunicación, con 40% de credibilidad.
Sin embargo hay una luz de esperanza. Cuando CIO pregunta por el tipo y tamaño de empresa, los argentinos diferencian claramente entre las “grandes” y las pymes. Según el relevamiento del año pasado, en la comparativa por tamaño, las pymes casi duplican a las grandes en valores positivos de confianza: 76 a 44 por ciento.
El problema es que las pymes en Argentina no tienen voz propia para salir a comunicar e instalar ese debate en los medios y las redes sociales. Las instituciones que dicen representarlas suelen ser fachadas para intereses sindicales y políticos. Unas reformas que beneficien a las pymes, que les permita tener condiciones de contratación menos costosas y más flexibles que las grandes, impuestos más acorde a su desarrollo y mejor acceso al crédito sería el mayor shock económico imaginable para el país: si en promedio el medio millón de pymes tomara a un trabajador en blanco después de la pandemia estaría dando de una día para el otro trabajo a medio millón de argentinos.
Si ese medio millón de pymes invirtiera en promedio 20 mil dólares (equivalente al valor de auto) en su pyme, sumaría 10.000 millones de dólares a la economía de un plumazo: el 3 por ciento del PBI y aumentaría 30 por ciento el bajísmo nivel de inversión de la economía argentina.
Y si esas reformas para pymes muestran su éxito, no solo el Estado podría dejar de funcionar como único mercado laboral del país que es desde hace décadas -o subsidio encubierto al desempleo- y así terminar con el déficit. También ese éxito de las pymes les serviría a las grandes para poder demostrar que Argentina, al igual que todos los países que se desarrollaron, también tendría éxito haciendo reformas pro mercado y no estatistas.
Las pymes podrían funcionar como una probeta para demostrar que son el mejor antídoto para ese día después sin empresas privadas.
Por eso hoy el mejor negocio para los grandes empresarios sería ayudar a las pymes a que tengan voz e instalen ese debate en la opinión pública y hablarle a la sociedad y no a la política, como suelen hacer las cámaras empresarias.
Los políticos en Argentina son grandes seguidores de opinión pública. Una vez que vean que esa opinión cambia, ellos también cambian.