El asesinato de Luis Espinoza y sus raíces en las peores tradiciones autoritarias

Guardar

El asesinato del trabajador rural tucumano Luis Armando Espinoza por fuerzas policiales locales precedido de su desaparición constituye otro caso testigo de un lastre de violencia estatal que se ha mantenido incólume durante los 37 años de nuestra democracia. Sobre todo, en provincias de regímenes políticos “híbridos” -al decir del politólogo Carlos Gervasoni- en las que se reduce a comicios periódicos de transparencia dudosa. Como un resabio redivivo de los caudillajes del siglo XIX, persisten gobernadores en los hechos dotados de la suma de un poder público que la literatura periodística los ha denominado “feudos”.

Sortear la ley en nombre de mandatos esenciales superiores devino durante el siglo XX en un valor que se fue extendiendo en la sociedad civil hasta culminar en la violencia de los años 70 y su culminación en el terrorismo de Estado. El denominado “Proceso de Reorganización Nacional” no fue sino la estación terminal de viejos aprendizajes a los que no hizo más que exacerbar. Pese a su derrumbe autoinfligido, sus efectos dejaron huellas indelebles al punto de la naturalización de prácticas contrarias al estado de Derecho que perdura hasta nuestros días.

Tucumán fue una provincia crucial en la Organización Nacional. Su ubicación estratégica doto a su oligarquía de un papel cardinal en el diseño definitivo del Estado. La figura del general Julio Argentino Roca resulta ilustrativa al respecto. Pero en el orden local, esa minoría, más allá de sus divisiones facciosas, se reservó potestades patrimonialistas contrarias al imperio de la ley. No por nada el reclutamiento forzoso de trabajadores para los ingenios azucareros fue delegado por sus propietarios a los comisarios policiales devenidos en un instrumento privado.

Ese estado de cosas sobrevivió sin grandes cambios hasta los años 60. La crisis de esa producción regional y las concomitantes tensiones sociales indujeron a los gobiernos de Arturo Frondizi en 1959 y de Juan Carlos Onganía en 1966 a activar el denominado “Plan Conintes” (Conmoción Interna del Estado) que supeditaba a la policía directamente al Ejército. Sujeción que formalizó en 1972 durante el gobierno del general Lanusse y que dio comienzo a su adiestramiento según lo saberes contrainsurgentes suministrados por la Escuela de las Américas o por los veteranos franceses de la Guerra de Argelia.

El Operativo Independencia dispuesto por la viuda de Perón en 1975 convirtió a Tucumán en una suerte de ensayo del experimento terrorista estatal instaurado un año más tarde. El repertorio de persecuciones, secuestros, torturas y desapariciones desplegado por su jefe, el general Adel Vilas, encontró su caldo de cultivo en el único foco de guerrilla rural del país. Ya durante la dictadura, el general Antonio Bussi al frente de la gobernación no hizo sino coronar la gestión de su antecesor dotando incluso a su gobierno de ciertos matices populistas indispensables para restarle a la guerrilla definitivamente la simpatía popular.

Terminada la dictadura, la policía tucumana recuperó su autonomía conjugando a sus funciones tradicionales con la pedagogía castrense. El crecimiento de la pobreza y de la inseguridad determinó que su rol presuntamente justiciero por fuera de la ley se tornara hasta popular. Así lo probó el parapolicial Comando Atila a cargo del comisario Mario Oscar “Malevo” Ferreyra anticipando incluso el retorno del propio Gral. Bussi al gobierno en 1991 de la mano de un partido provincial. Sin embargo, la policía tucumana aprendió algo más que técnicas anti insurgentes durante el régimen militar. La periodista Sibila Camps lo explica magistralmente en su libro El Sheriff.

La discrecionalidad y sus zonas liberadas concomitantes habilitaron su asociación espuria con organizaciones delictivas mafiosas con la aquiescencia y complicidad de sectores del poder judicial e incluso del político. En Tucumán, la guerra a muerte de Ferreyra en contra de la banda de delincuentes amateurs “Los Gardelitos” no hizo sino simular los vínculos fisiológicos entre el aparato venal del poder con “Los Ale”, otra banda profesional que conjugaba la trata de mujeres para la prostitución con el narcotráfico procedente de Bolivia y el juego clandestino. Años más tarde, el caso de Marita Verón ponía en evidencia esa trama de ese Estado dentro del otro inadministrable para los gobiernos fuera de su asociación venal; y siempre listo para amotinarse obligándolos a negociar; y al cabo, ceder a sus imposiciones.

El caso de Espinoza evoca otros aspectos de nuestra pobreza menos visible: la de un proletariado rural de clanes extendidos que para garantizar su subsistencia comunitaria emigran estacionalmente a diversas economías regionales. El salvajismo de su asesinato y sus circunstancias tras una carrera ilegal de caballos parece indicar alguna resistencia o intento de omisión del cotejo para evitar las recaudaciones de rigor. Lo demás no es más que la repetición del repertorio propio de los grupos de tareas: un comisario que se pone al frente de una cuadrilla de trece efectivos de civil en un vehículo particular; la golpiza a un hermano, el asesinato por la espalda de otro que salió en su defensa, la desaparición forzosa de su cadáver envuelto en un silo bolsa y su traslado a más de 200 km para ser arrojado en una barranca de cien metros ya en territorio catamarqueño. Por último, un intento de encubrimiento difiriendo la investigación de la denuncia, y el afortunado quiebre de uno de los autores que permitió dilucidar el crimen; o al menos, su desenlace fatal.

Hay otros elementos adicionales que evocan las dificultades para modificar este estado de cosas de profundas raíces históricas. En primer término, el grado de permeabilidad del Estado venal en la sociedad civil probada por la presencia cómplice de un “vigía de la ciudad”. En un pueblo chico en el que todos se conocen y en el que suelen estar vinculados por diferentes redes de parentesco, la tolerancia de las situaciones ilegales se asocia con el favor político y a la impunidad. Es un camino conocido: la fisiología policial, política y judicial termina demorando las causas hasta encallarlas.

En un mundo conmocionado en medio de la pandemia por un asesinato racial en los lejanos Estados Unidos resulta también extraña si no la indiferencia, la poca resonancia de este caso en nuestro medio político metropolitano más proclive a sumarse a causas justas pero lejanas cuando el crimen de Tucumán constituye una severa advertencia sobre el alcance sesgado de la democracia en estos feudos –y en algunos otros de los grandes conurbanos- que preservan vigentes a nuestras peores tradiciones autoritarias y suponen un peligro candente para el estado de Derecho. En los complejos tiempos por venir no debería ser soslayada.

El autor es miembro del Club Político Argentino

Guardar