La autopista que une Santa Fe con Rosario es muy agradable. Corre paralela a la ruta 11, que bordea al río Paraná y a los pueblitos que florecen a su vera. Si uno sale temprano desde la capital de la provincia hacia el sur, deja atrás primero los puentes que vadean el río Salado, el curso de agua que trae vida a la zona pero que ahogó a la ciudad en abril de 2003.
El primer defecto que uno encuentra mientras maneja es que las radios de la ciudad pierden su alcance y la transmisión se desvanece en la mejor parte, justo cuando los políticos locales tartamudean ante las preguntas de los periodistas. El segundo defecto es que cuando uno ve tanto campo con ese mar de soja y bajo idéntico patrón de siembra, tiene la sensación de que la República Agraria está más viva que nunca.
La mañana –soleada y fresca- es atravesada por el automóvil de Ernesto Pellegrini, con un motor que ronronea suave y parejo. La radio ya no se escucha bien, así que cambia por música grabada en el celular: Brad Mehldau. Elige exit music for a film, su melancólica versión de la canción de Radiohead para cerrar las imágenes del Romeo y Julieta de Bertolucci.
Pellegrini pasa la estación de servicio de Coronda y mira cuánto combustible le queda. Sabe que recién habrá otra estación de YPF en Arocena, al finalizar esa sección de la autopista que –evitando los vaivenes de la política de nombres- se llama Brigadier Estanislao López, en honor al caudillo local. El tramo que une Rosario con Buenos Aires se llama desde 2005 Juan José Valle, por el militar peronista fusilado por la Revolución Libertadora, en la ruta que desde 1979 se llamaba Pedro Eugenio Aramburu.
Ernesto Pellegrini calcula cuántas horas le quedan de viaje. Un poco porque es ansioso y otro poco porque quisiera pasar por Baradero a visitar amigos. Faltan 30 kilómetros para llegar a Rosario cuando ve un letrero verde con letras blancas que anuncia la salida a Puerto General San Martín.
Filosofando a orillas del río
En 1866 un inmigrante escocés llamado William Kirk se enamora de una argentina. En 1879 compra tierras en la zona y –al ver el interminable atardecer sobre la costa del río Paraná- decide fundar un pueblo llamado Linda Vista.
Kirk presenta un proyecto al gobierno argentino, ávido de inmigrantes e inversores. En 1888 le escribe una carta al gobernador con sus planes, pero decide cambiar el nombre del pueblo en su honor -Kirk Town-, sitio que termina inscripto como Kirkton. Pero la economía argentina desbarata los planes de Kirk. Su esposa muere en 1898. Kirk regresa, derrotado, a Escocia.
En 1986 ese sitio se llama Puerto San Martín, tiene 6.826 habitantes y es una comuna que no lograba ser declarada ciudad. El Presidente de la Comuna –Lorenzo Domínguez- era un político con inquietudes intelectuales. La pequeña comunidad dormía una larga siesta como arcadia agrícola mientras soñaba con un futuro de progreso al modernizar su puerto.
El panorama político en 1986 era intenso: el radicalismo dominaba la escena pero el peronismo estaba en un proceso de fuertes cambios, en medio de lo que se denominó la renovación peronista, luego de la derrota de 1983. En ese escenario, el debate político se hace visible y se reinventa en publicaciones de gran calidad.
La revista La ciudad futura reunía buena parte de la izquierda argentina no peronista, intelectuales socialistas de gran renombre vinculado al Club de Cultural Socialista. Del lado del peronismo, la revista Unidos constituye un hito. Contaba con intelectuales progresistas que al mismo tiempo tenían una fuerte vocación política, buscando reinsertar al movimiento peronista dentro de la nueva etapa de modernización democrática.
Pronto, los debates entre los intelectuales adquieren volumen y visibilidad. La disputa tenía varios ejes: por un lado, se debatía sobre el pasado argentino reciente (la violencia política en los años ´70 y el terrorismo de Estado), las relecturas del marxismo desde la periferia, así como las tensiones entre la modernidad/posmodernidad.
En medio de la devastadora crisis económica de los años ´80, el presidente comunal reúne a lo más granado de la intelectualidad argentina en un punto perdido del mapa nacional. Las jornadas de filosofía se suceden y se funda una editorial –dirigida por Horacio González- para recoger ese debate: Los cuadernos de la comuna.
Max Weber en la Pampa húmeda
En Puerto San Martín se reúnen intelectuales y militantes políticos. Una cuestión atraviesa los encuentros: el rol de los valores al analizar la realidad y la labor de los intelectuales en la práctica de la política. Ese tópico está marcado por un hito: el trabajo del sociólogo Max Weber reunido en el volumen El político y el científico, en las que reflexiona acerca de la labor del intelectual y la conducta del hombre de acción en la política.
En 1919, Weber brinda un discurso a los estudiantes en Bavaria, La política como vocación, ocasión en la que reflexiona sobre la necesidad de balancear, en un político, entre una ética de convicción moral, con una ética de responsabilidad. Ese discurso es precedido por una conferencia de noviembre de 1917 que aborda la cuestión de La ciencia como profesión y vocación. Las características del político y el investigador parecen incompatibles, pero Weber propone una vinculación dialéctica entre reflexión y acción.
En los lejanos años 80, la comuna de Puerto General San Martín organizó su primer Congreso de Filosofía y Ciencias Sociales, una forma de consolidar estos debates, al que le seguirá un segundo Congreso años después. Unos folletines con el nombre de Los días de la Comuna –que reunían artículos, entrevistas y reseñaban debates- se distribuían por miles en todo el país. Los encuentros se replicaban en otros ámbitos.
Uno de los disertantes más brillantes, Carlos Chacho Álvarez, era el ejemplo vívido del espíritu del momento: generaba admiración como intelectual y como político. Álvarez –como dice José Pablo Feinmann de Mariano Moreno- pasará luego por la historia argentina como un pistoletazo, protagonizando acciones decisivas. Pero ese es otro enigma. En los 80 encarnaba el zeitgeist de un contexto histórico de convicciones e inteligencia que de tan posible parecía inevitable.
En la comuna de Puerto San Martín, una extraña efervescencia circulaba en los recintos de la reflexión y la toma de decisiones, ámbitos conectados por una entusiasta puerta giratoria inusual en la política Argentina, siempre tentada a elegir entre libros y alpargatas. Los intelectuales socialistas y peronistas consensuaban ideas con el mismo entusiasmo que 20 años después usarían para intercambiar insultos, con esa vocación por el canibalismo que nunca tendrán los conservadores argentinos, listos siempre para el pragmatismo y la cacería.
Así, al borde del río Paraná, la reflexión y la práctica de la política se miraron, por un breve instante, de frente. Hubo allí un debate irrepetible, sustantivo y tolerante entre peronistas y socialistas, radicales y liberales, investigadores y políticos, periodistas y vecinos curiosos, expositores de las mejores revistas culturales y representantes de varias corrientes filosóficas, reunidos –con tan honesta autocrítica como voluntarioso compromiso- en un lugar perdido de la geografía, pensando la Argentina.
Luego, con la banal irreverencia de los precarios entusiasmos, los años ´90 desmontaron la industria, el pensamiento y el entramado social argentinos. La bucólica comuna de Puerto San Martín, finalmente, fue nombrada ciudad. El lugar ha progresado y su puerto muestra una febril actividad, exportando granos, es decir, haciendo rica a poca gente.
Un bocinazo saca a Pellegrini de sus pensamientos. Algo aturdido, agrega agua al mate, pero nota que está algo fría. Toma un par de mates con resignación y enciende el motor del auto. La radio se antepone a la música grabada en su celular y alguien canta una zamba con tanto entusiasmo como desafino. Mira la hora y envía un mensaje por su celular.
Ciertas prácticas del litoral argentino permanecen incólumes, porque al instante, sus amigos de Baradero le dicen que será un gusto compartir un asado. Quién sabe –se dice a sí mismo Pellegrini, mientras gira el volante para subir a la ruta- quizás haya que empezar por ahí, juntándose de nuevo, a escucharse y debatir, a la orilla del río.
*El autor es diplomático argentino en Venezuela