La cuestión de la anexión de Cisjordania

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El primer ministro de Israel
El primer ministro de Israel Benjamin Netanyahu (REUTERS/Ronen Zvulun)

Tras el establecimiento de una coalición de Gobierno en Israel, Benjamín Netanyahu afirmó que empujaría para llevar a cabo la anexión del 30% de Cisjordania, incluyendo el valle del Jordán. Como era previsible, y pese a la atención mediática puesta en la presente pandemia, tales declaraciones no pasaron desapercibidas. ra. Mismo así, comenzando por los debates domésticos, no son pocas las controversias en torno a la extensión de soberanía judía sobre Judea y Samaria, las regiones bíblicas cisjordanas típicamente catalogadas como territorios ocupados.

A decir verdad, como hoja de ruta, la anexión supone la confirmación de realidades en el terreno, de por sí virtualmente inalterables bajo cualquier tipo de tratado de paz. Si bien Israel no estaría anexando la totalidad de Cisjordania, estaría oficialmente incorporando los principales bloques de asentamientos, bajo los lineamientos contemplados en el plan de paz de Donald Trump. Se trata de rubricar jurídicamente la soberanía que el Estado judío ya ejerce sobre grandes parcelas de territorio que los palestinos reclaman como suyo. Según puede contemplarse, la medida unilateral sería una suerte de balde de agua fría para despertar al liderazgo palestino, acaso forzándolo a negociar so pena de perder mayores territorios.

No obstante, asumiendo que la proposición anexionista se lleve a cabo, dichos planes claramente trascienden el límite de las formalidades. Para empezar, la anexión podría desencadenar un duradero estadio de violencia, en tanto los jefes palestinos “moderados” desconocerían todo acuerdo y esfuerzo de cooperación conjunta con las autoridades israelíes. Si para los partidarios de Netanyahu la anexión simboliza la consecución de las aspiraciones sionistas, para los palestinos es también la realización, acaso desesperada, de que el statu quo es precisamente inalterable. En segundo término, tal como argumentan destacados veteranos de la seguridad israelí, la anexión podría forzar a los mandatarios de la región a renunciar a los tratados de paz y truncar futuras iniciativas en esta dirección.

Teniendo en cuenta el precedente de la Primavera Árabe, que mostró hasta qué punto la indignación popular puede desestabilizar regímenes que se pensaban involcables, el escándalo de cara a las acciones de Israel podría dar inicio a movilizaciones masivas. No solo se quemarían banderas estadounidenses e israelíes, pero también se pediría por una reacción fuerte, posiblemente apelando a la solidaridad islámica. Los entendimientos cordiales existentes en la esfera de la alta política, entre Jerusalén y las principales capitales del vecindario, no se verifican en la llamada “calle árabe”; es decir, en las opiniones y quehaceres cotidianos de los ciudadanos comunes, entre quienes la causa palestina no ha perdido atractivo.

Los acuerdos de paz que tiene Israel con Egipto y Jordania, mediados por Estados Unidos, son un pilar fundamental de estabilidad en Medio Oriente. En este sentido, Jerusalén comparte objetivos estratégicos con el régimen de Abdel Fattah al-Sisi, sobre todo en lo concerniente a alineamientos regionales y cooperación en la lucha contra el terrorismo. Incluso con el potencial aval de la administración Trump, el plan de anexión podría alienar al rais egipcio de elementos dentro de los círculos castrenses, por no decir nada del pueblo, que crecientemente lo mira como una continuación de la era Mubarak.

Por otro lado, la situación es perceptiblemente más endeble en relación con Jordania. Al menos la mitad de su población es de origen palestino. Si bien la frontera conjunta es históricamente una de las más silenciosas, los planes del premier israelí amenazan la misma legitimidad de la monarquía hachemita gobernante. La familia real proviene de un clan beduino, y los beduinos solo representan aproximadamente el 35% de la población del país. Además, sumado al carácter pro-Occidental de la corona, la extensión territorial de Jordania le ofrece a Israel “profundidad estratégica” para compensar por su diminuto tamaño, y de este modo contar con espacio y tiempo suficiente para reaccionar y amortiguar ataques durante un escenario de guerra.

Luego, tal y como postulan Ami Ayalon (antiguo director del Shin Bet), Tamir Pando (antiguo director del Mossad), y Gadi Shamni (general retirado), “así como la pandemia del coronavirus y el colapso de los precios del petróleo contribuyeron a las preocupaciones de estabilidad interna dentro de las monarquías del Golfo, estos regímenes también se verán forzados a actuar preventivamente para amortizar el enojo popular”. Tendrían que reaccionar públicamente, tirando por la borda todos los avances conseguidos en la última década, no sea cosa que sus adversarios —Irán y Turquía principalmente— aprovechen la inacción de las petromonarquías para socavar su estabilidad, incitando manifestaciones populares y financiando expresiones antisistémicas.

Por último, los críticos tienen toda la razón al sostener que la anexión, más allá de que se trate de una formalidad, aislará al Estado judío en Europa y en los pasillos de la política estadounidense, ejes inamovibles en la ecuación de intereses de Israel a largo plazo. Así como los acuerdos de Oslo de 1993 abrieron la economía israelí al mundo, la anexión signaría el fracaso irrevocable de la solución de dos Estados, demoliendo con ella el prestigio y la reputación de Israel entre las plataformas liberales y centristas de Occidente. Las imprecisas y maliciosas acusaciones de apartheid ganarían tracción, pues la anexión manifestaría la separación inamovible entre ciudadanos israelíes (judíos y árabes) y palestinos, estos últimos privados de derechos políticos.

Desde el punto de vista del derecho, para Israel los territorios anexados dejarían de estar disputados, y, sin embargo, no habría solución política inmediata para los palestinos incorporados a territorio israelí, los cuales quedarían desprovistos de la posibilidad de acceder a la ciudadanía. Dicho de otro modo, este desarrollo jurídico pondría de relieve una evidente contradicción entre la condición democrática de Israel y su necesidad existencial de preservarse como Estado judío. La historia del auge y caída de los imperios marca que ninguna frontera es permanente, y que los cambios demográficos pueden ser detonantes de transformaciones tan destructivas como fundacionales. Lo cierto es que Israel, habitado por cerca de 7 millones de judíos, no puede permitirse conceder pasaportes a 2.6 millones de palestinos cisjordanos sin poner en jaque la misma razón de ser del Estado como hogar nacional judío.

Algo similar tiene en mente Benny Morris, un conocido historiador israelí. Aun estando a favor de la solución de dos Estados, polemiza que quizás hubiese sido mejor si en 1948 los líderes sionistas hubiesen expulsado a la población árabe hacia la rivera oriental del río Jordán. Según él, pese al sufrimiento incalculable, la transferencia forzosa habría sido el mal menor, siendo que la humanidad se habría ahorrado setenta años de conflicto, haciendo del Medio Oriente una región más estable y sectariamente más apacible. Este cinismo desafía las convenciones de la moral, pero no deja de ejemplificar una reflexión realista fundamentada en precedentes históricos.

Visto desde el prisma de la geopolítica largoplacista, el plan de anexión no es simplemente jingoísmo derechista. En él esta implícitamente instalada la realización pesimista de que los instrumentos de paz tarde o temprano serán derogados, y los regímenes moderados tumbados por movimientos radicales. Quienes sostienen este argumento indican que Israel tiene el imperativo estratégico de anexar, si no es toda Cisjordania, por lo menos el valle del Jordán. La llanura, encastrada entre dos macizos, representa una región ya militarizada por Israel, permitiéndole controlar eventuales infiltraciones y montar una defensa superior en caso de invasión terrestre.

En vista de la distracción que supone el coronavirus, y la animosidad de las capitales árabes contra la injerencia iraní en la región, y el apoyo de la administración Trump a Israel, los partidarios de la anexión mantienen que las condiciones están dadas para legalizar la soberanía de facto sobre territorios de vital importancia. Así como el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén en 2018 fue motivo de fuertes reproches, la consternación diplomática no tuvo impacto real en los asuntos de la región. Lo mismo sucedió cuando el año pasado Washington reconoció los Altos del Golán como israelíes. Indistintamente de los argumentos esgrimidos por los actores y juristas internacionales, tras bambalinas los regentes pragmáticos reconocen que la soberanía israelí sobre territorios disputados es un hecho consumado.

Sobre estos postulados, comparto la premisa conservadora de que, con el incremento de presión multidireccional, este tipo de acciones forzará al liderazgo palestino a asumir el fracaso de la causa antisionista, abandonando férreas convicciones maximalistas que terminaron por hacerles perder la guerra. En lo que concierne a Israel, la anexión marcaría jurídica y simbólicamente que el conflicto palestino-israelí, al menos en su faceta territorial, llegó a su fin. Desde ya, esto no sería tan así en lo que tiene que ver con las desavenencias religiosas y las vicisitudes demográficas.

Ahora bien, creo que los designios de Netanyahu a la larga podrían contribuir a la materialización de una profecía autocumplida. A lo largo de la historia, la monarquía jordana ha sobrevivido múltiples desafíos desestabilizadores, desde la presencia de milicias palestinas armadas hasta la migración masiva de refugiados sirios. Con todo, pese a su resiliencia, ningún régimen es eterno, y el hecho que haya logrado permanecer hasta la fecha no significa que lo seguirá haciendo en el futuro. El mismo cuestionamiento aplica para la casa real saudita que comanda los esfuerzos contra los yihadistas antisistémicos y los islamistas iraníes. En suma, ¿por qué arriesgar tanto en una jugada que solo confirma lo irrevocable?

En cierta forma, si la anexión se lleva a cabo, Israel estaría dándole a sus enemigos islamistas la razón discursiva, permitiéndoles deshacerse de los elementos moderados con mayor facilidad. En términos regionales, Israel podría poner en peligro los consensos y las alianzas implícitas que mantiene con los principales países árabes. Pero incluso hipotetizando que las preocupaciones sobre la estabilidad en Medio Oriente se prueben exageradas, por lo mencionado con anterioridad, Israel sufriría un daño reputacional innecesario en Occidente, particularmente entre los demócratas estadounidenses y los laboristas europeos. Para ellos el Estado judío ya no sería visto necesariamente como democrático. Frente a la falta de un plan para solucionar la cuestión palestina, Israel estaría enredándose en un problema que desafía sus mismos basamentos ideológicos fundacionales como “luz para las naciones”.

En cualquier caso, se daría por entendido que Netanyahu impuso una paz de los vencedores, un concepto tan viejo como la humanidad, y no obstante sumamente antipático en los tiempos que corren. En lo inmediato, el primer ministro contaría con los votos necesarios para aprobar la anexión en el parlamento. El propio Benny Gantz, hasta hace poco el rival efímero de Netanyahu, y ahora su socio de coalición, habría concedido apoyar el proyecto a efectos de formar un Gobierno, luego de que Israel organizara tres elecciones consecutivas en menos de un año.

Cabe suponer que, de realizarse dicha anexión, la misma pasará a convertirse en el principal legado de Netanyahu. Sus detractores lo verán como el demagogo que dio pie a la degeneración de la democracia israelí. Sus partidarios lo verán como el campeón que reafirmó de una vez por todas el derecho de Israel a consolidarse como un Estado con fronteras defendibles.

El autor es licenciado en Relaciones Internacionales y magíster en estudios de Medio Oriente por la Universidad de Tel Aviv. También se desempeña como consultor en seguridad y analista político. Su web es FedericoGaon.com.

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