El secuestro el 29 de mayo de 1970 del general retirado y ex presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu y su posterior asesinato a comienzos de junio por parte de Montoneros, una naciente organización político-militar peronista, produjo una gran conmoción en el mundo militar y en la opinión pública en general.
Mientras duró su cautiverio, fue sometido a un “juicio revolucionario” en el que se lo “condenó” a muerte por diversos “cargos” vinculados principalmente con su rol central en la represión y proscripción del peronismo durante la “Revolución Libertadora” (1955-1958). Hechos como éste, acumulados durante los años siguientes, llevarían a los militares a asociar la coyuntura local con una situación de guerra interna, algo que estaría en la base del accionar criminal que alcanzaría su pico durante la última dictadura militar (1976-1983).
Con motivo de cumplirse cincuenta años de aquel acontecimiento decisivo de la historia reciente argentina, nos interesa reflexionar sobre un asunto más amplio, muy importante y no siempre destacado: el impacto de las muertes de militares a manos de la guerrilla en su vinculación con la creación de un consenso en las Fuerzas Armadas para la represión brutal y el exterminio. Dicho de una manera más directa: ¿existe alguna relación entre el asesinato de Aramburu y los orígenes del terrorismo de Estado?
A principios de los setenta, las Fuerzas Armadas afirmaban estar librando una guerra interna, una “guerra contra la subversión”. Elaborada por la oficialidad francesa en las guerras coloniales en Indochina (1946-1954) y Argelia (1954-1962) e incorporada por los militares argentinos desde fines de los años cincuenta, esta teoría afirmaba que el “comunismo internacional” buscaba conquistar los países capitalistas mediante una estrategia novedosa: sin necesidad de una declaración de guerra, la “organización subversiva” operaría desde las sombras en esferas como la política, la económica o la psicológica a través de la penetración ideológica en la población. Paralelamente se iniciaría la acción guerrillera para socavar la autoridad estatal y así derrocar al poder político legítimo para establecer una dictadura comunista aliada con la Unión Soviética.
Las Fuerzas Armadas asimilaron su participación represiva desde 1955 a un tipo de experiencia de guerra en que la muerte de un compañero de armas afectaba a todo el personal castrense. Se decía que los militares debían combatir a la “subversión”, -es decir, un espacio político que incluía a todo individuo o grupo que expresara alguna forma de oposición real o así percibida- por todos los medios posibles, legales e ilegales.
Entre 1969 y 1973, en un contexto de creciente conflictividad interna, las organizaciones armadas asesinaron a varios militares, policías y familiares de ellos: el caso de Aramburu tal vez es el más destacado e impactante pero no fue el único. Las Fuerzas Armadas y, en particular, los oficiales del Ejército se convirtieron en el blanco principal de los ataques, una tendencia que se profundizaría en los años siguientes. Se fortalecería, así, un imaginario de guerra total compartido por los militares y los miembros de las organizaciones revolucionarias. Se trató de una percepción de época extendida en el ámbito castrense y también visible en vastos sectores de la sociedad civil y las dirigencias políticas, sindicales y empresarias.
A través de la canalización de sentimientos de tristeza, odio, frustración y venganza, las Fuerzas Armadas convirtieron estas muertes en símbolos: los “soldados caídos” en la “guerra contra la subversión”. Lejos de ser meramente negativa, la muerte cimentaba y potenciaba los lazos de lealtad y camaradería: al construir una continuidad con los “caídos” se fortalecía el “espíritu de cuerpo” y se cohesionaba a la tropa, con una gran motivación para la acción represiva y de exterminio.
Los funerales de los militares muertos así como otras formas de recordación institucional y actos de homenaje cumplieron un rol central en la construcción de la identidad castrense de la época. Fueron rituales particularmente propicios para exaltar los valores tradicionales de las Fuerzas Armadas y vincularlos con la acción empezarían a desarrollar de manera sistemática a mediados de la década del setenta. Si bien era algo cotidiano hablar del “sacrificio”, la “deuda”, la “lealtad”, el “heroísmo” o el “compañerismo”, en estas instancias de recordación se ponía en foco estos valores y relaciones fundantes del mundo militar de una forma diferente. Lograban que se expresaran con más fuerza, vehemencia, coherencia, conciencia y, sobre todo, se los dotaba de un poder emocional y moral que los ataba al deber profesional: la diferencia era que esta vez el acto de servicio no sería el combate en una guerra regular sino la represión y el aniquilamiento de la “subversión”.
Esto formó parte de una “cultura de guerra” sostenida en el “sacrificio de la vida”, el “martirio”, el “compañerismo”, la “deuda” y el “heroísmo”. Todos esos elementos se constituyeron en un soporte fundamental de la “moral de combate” de los militares. Este entramado de prácticas y símbolos le dieron legitimidad emocional a un mandato represivo que derivó en una masacre: que era necesario derrotar militarmente a la “subversión”, que no sólo estaba diezmando las filas castrenses sino que también ponía en peligro a la nación.
El terrorismo de Estado fue un sistema de represión y exterminio planificado, coordinado y ejecutado por las Fuerzas Armadas, con el Ejército a la cabeza, entre 1975 y 1983. Se basó en un entramado de prácticas legales e ilegales dirigidas contra los distintos actores sociales que expresaban diversas formas de la conflictividad política. Muchas de sus prácticas se sistematizaron en reglamentos, directivas, normativas y una organización burocrática. Además, contó con un marco legal de excepción que habilitó la actuación criminal de las Fuerzas Armadas y de Seguridad. Junto a estos elementos, creemos necesario incorporar un aspecto más difícil de calibrar pero que está presente: la formación de una “voluntad para la guerra” anclada en sentimientos que complementaba las normativas gubernamentales u órdenes castrenses.
La muerte de Aramburu, entonces, posee una relación con el terrorismo de Estado. No se trata de un vínculo lineal ni de una relación de causa y efecto absoluta y transparente. Se refiere, por el contrario, a pensar esa muerte y las que siguieron dentro de las Fuerzas Armadas (y podríamos agregar las de los familiares) como experiencias que tuvieron un gran impacto en la institución militar.
La disposición al sacrificio suponía tanto la posibilidad de matar y morir como la voluntad de comprometerse activamente con la lucha. Se potenciaron sentimientos de incertidumbre, miedo, venganza y odio que se enlazaron con un llamado a la represión brutal entendida como acción de guerra. Esto formó parte de una dimensión emocional del terrorismo de Estado, conectándose con la construcción entre los perpetradores de un consenso para la represión clandestina y el exterminio secreto. Es uno de los factores que explica el compromiso corporativo que tuvieron las Fuerzas Armadas en la represión clandestina y el exterminio oculto que se institucionalizó después del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.
El autor es doctor en Historia, IDAES-UNSAM/CONICET