En cuestión de semanas, a la crisis económica y social que ya vivíamos en el país le hemos sumado la crisis sanitaria de alcance global. Se habla mucho de la primera línea en el combate de la pandemia pero poco se dice de las “otras primeras líneas”. Entre ellas, miles de militantes políticos y sociales que continuaron realizando tareas de contención social. Algunos ya fueron víctimas del virus, como es el caso de Víctor Giracoy y Ramona Medina en el barrio 31.
Más allá de las estrategias de los gobiernos para enfrentar al virus, la humanidad entró en cuarentena, obligada o voluntaria, y ganaron terreno rápidamente sustantivos como “miedo” o “angustia”. Pasando por las costumbres y la cultura; No hay actividad humana a nivel global que haya podido escapar a la pandemia. Desde el fútbol hasta el trabajo en todas su formas.
Todavía es pronto para saber hasta donde este “tsunami” está afectando nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestra libertad. Aunque ya podemos vislumbrar sus consecuencias más duras empezando por el impacto que el Covid-19 genera en nuestra capacidad para sobrevivir y sobreponerse a pandemias que ya estaban ahí antes de la pandemia, como la guerra, el hambre, la esclavitud o la pobreza.
En Argentina, una de esas viejas pandemias es la pobreza, que se expande por todo el tejido social frente a la parálisis de una ya maltrecha economía afectada por la cuarentena, única herramienta posible que tenía nuestro Estado para evitar el peor desenlace. La distribución de alimentos es apenas una parte de la solución. El aislamiento social está produciendo, o sacando a la superficie, otros flagelos, como la violencia doméstica o las patologías vinculadas al hacinamiento.
La historia del mundo está plagada de ejemplos que dan cuenta que frente a crisis de magnitud las sociedades requieren como pocas veces dos cosas: Estado y líderes. De allí la importancia de contar con democracias consolidadas siempre, para que la gestión de una emergencia no sea excusa para limitar derechos.
Lo cierto es que aquello que en tiempos de prosperidad, o tan solo de normalidad, aparece como algo molesto, frente a una crisis genera una repentina demanda ciudadana. Basta observar el “mega empoderamiento” presidencial, pero también de gobernadores e intendentes, es decir de los ejecutivos. Ello demanda mayor control republicano y más diálogo interpartidario. Que el Congreso finalmente esté funcionando es, en ese sentido una gran noticia.
Hay también un retorno de la política y sus hacedores, las y los políticas/os. Y si bien los aplausos de los atardeceres porteños se los lleva, merecidamente, el personal de la salud que lucha contra el virus, hay que decir que la primera línea de ese combate está plagada de políticas y de políticos.
En estas semanas de cuarentena hemos visto como buena parte de la burocracia estatal se ha quedado en sus casas y los puestos de batalla han sido ocupados por políticas y políticos. Un saludable pudor hace que ellas y ellos aparezcan mezclados con funcionarios y voluntarios, pero lo cierto es que una gran mayoría de ellos son militantes políticos o sociales que le ponen el cuerpo a una crisis inesperadamente cruel y peligrosa.
En los hoteles de repatriados, organizando ollas populares (actividad que también se ha visto modificada, pues para evitar aglomeraciones es preciso distribuir puerta puerta las raciones), realizando colectas, conteniendo telefónicamente, haciendo mandados a adultos mayores y muchas tareas más. Son políticas y políticos haciendo Política con mayúsculas.
La política es una de las actividades humanas más antiguas y no ha quedado exenta del impacto transformador del Covid-19. Me atrevo decir que la pandemia está permitiendo diferenciar la verdadera vocación política de la moda pasajera. o de aquello que un gran líder radical, Amadeo Sabattini, definió como la “sensualidad del poder”.
No es tiempo de políticos sensuales, sino de humanistas que entiendan la actividad política como verdadera vocación pública que se realiza en varias trincheras, entre ellas la calle, allí donde circula el peligroso virus.
El autor fue legislador porteño (2013-2017) y presidente del Instituto Lebensohn