Ramón Carrillo, una estampa del Estado perdido

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La trayectoria profesional del Dr. Ramón Carrillo simboliza la culminación de un tiempo argentino definido por un Estado potente que convirtió al país en un notable modelo de sanitarismo para toda América Latina. Oriundo de una extensa familia santiagueña de condición humilde, su talento superior fue valorado por una educación pública igualitaria e igualadora que lo proyectó hasta la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, en donde se graduó en 1929 con medalla de oro de su promoción.

Incursionó en las preocupaciones en aquel mundo de entreguerras en el que las hipótesis cientificistas del siglo XIX se conjugaron con las políticas totalitarias convirtiéndolas en un insumo de sus extravíos. Fue el caso de la eugenesia, una disciplina que procuraba mejorar a las razas humanas en fenotipos nacionales de hombres superiores. Una cuestión que venía inquietando a diversos exponentes de la intelectualidad argentina en procura de un ser nacional superador del crisol étnico de la inmigración aluvional.

Becado en 1930 para proseguir sus estudios en una Europa sumergida en los estragos de la Gran Depresión, fue testigo de los avances de las industrias fármaco químicas aplicadas al rendimiento de las tropas ante la inminencia de una nueva guerra como el uso de las anfetaminas. Observó con notable perspicacia la competencia entre los laboratorios de los distintos países en abastecer a sus respectivos Estados de esos insumos estratégicos. Su germanofilia fue de origen profesional a raíz del liderazgo alemán en la materia. No dejó de quedar impactado por la oratoria de Adolf Hitler antes de llegar al poder en un tiempo en el que la política de masas ponderaba ese aspecto novedoso de la comunicación social facilitada por la radio.

En el plano ideológico, Carrillo estaba próximo al nacionalismo católico particularmente comprometido en afirmar un espíritu nacional primigenio asimilable a una eventual “raza” argentina. Ya de regreso al país en 1933, continúo su carrera pública meritocrática desempeñándose en Hospital Militar. Allí confluyó con las inquietudes profesionales de otro sector del Estado preocupado por las condiciones sanitarias de la población desde la base informativa ofrecida por el servicio militar obligatorio. Ya especializado en neurocirugía, y a poco de ganar por concurso la titularidad de esa cátedra en la UBA, tomó contacto con el vicepresidente Perón, funcionario estrella del régimen militar instaurado en 1943, quien le encomendó la elaboración de un Plan Sanitario Nacional. Ya arribado a la presidencia, Carrillo fue nombrado secretario de Salud Pública, primero; y luego ministro de esa flamante cartera.

Afrontó con éxito dos brotes epidémicos: el de la viruela en 1947 y el de la peste bubónica dos años después. Su idea de una “medicina social integral” procuraba la instauración de régimen de salud de cobertura universal y gratuita con aportes del Estado, los empresarios y los trabajadores. Pero este proyecto audaz, que contaba con la simpatía del presidente, le ganó nuevas antipatías en el gobierno: a los sectores procedentes de la izquierda laicista que cuestionaban su anticomunismo cerril se le sumaron los sindicatos, que desde el Ministerio de Trabajo propiciaban un proyecto alternativo de obras sociales gremiales inspirado en el mutualismo ferroviario de origen inmigratorio. Comenzó así una prologada guerra intercorporativa entre médicos y sindicalistas, ganada por estos últimos en medio de que en los rigores económicos de los 50.

No obstante, su gestión siguió ofreciendo logros de calidad que curiosamente la propaganda oficial explotó poco como la erradicación del paludismo, el incremento de la esperanza de vida y la disminución de la mortalidad infantil. Tanto como la incorporación en el ministerio como funcionario a un mayor exiliado de las SS próximo a Heinrich Himmler, responsable de ensayos eugenésicos en el campo de Buchenwald, quien lanzó una campaña oficial para la cura de la homosexualidad concebida por el gobierno justicialista como una enfermedad abordable mediante terapias hormonales.

Su relación con Evita fue dual: su “estatalismo” lo llevaba a rechazar la autonomía y la discrecionalidad de la Fundación en cuestiones que rozaban su incumbencia. Aunque, como contrapartida, fue uno de los nervios del Tren Sanitario Justicialista Eva Perón que recorría el país ofreciendo servicios de radiología y hematología. Su muerte marcó el comienzo del ocaso de su estrella que se acentuó con el conflicto entre el régimen y la Iglesia. Su enemistad manifiesta con el vicepresidente Alberto Teisaire lo condujo a renunciar a principios de 1954, tras lo cual se radicó en Nueva York para proseguir sus investigaciones.

Fue acusado por el gobierno de la Revolución Libertadora de malversar fondos públicos y de una peregrina compra irregular de combustibles por su cartera. Desde entonces sobrevivió en la miseria afectado por una hipertensión arterial crónica que condujo a emigrar a Belem, en el nordeste de Brasil, en procura de un tratamiento. Falleció en 1956 víctima de un ACV.

El fin de su carrera evoca los extravíos de un faccionalismo político que con el correr de las décadas se habría de devorar a la propia maquinaria burocrática de la que fue cabal exponente de excelencia. Y que hoy pretende conmemorarlo en el billete de una moneda cuya volatilidad exhibe uno de los aspectos más inequívocos de su degradación.

El autor es miembro del Club Político Argentino

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