La nostalgia de los grandes líderes

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Winston Churchill (AP)
Winston Churchill (AP)

Encerrados por el miedo y la pandemia nos damos cuenta de que estamos huérfanos: faltan líderes que enfrenten el presente y el futuro, lo que quede del desastre que puede dejar la peste.

La orfandad es un vacío absoluto. En materia de producción, en la Argentina, cuando las máquinas vuelvan a funcionar, la economía habrá retrocedido cerca de 30 años. Para peor, el canibalismo político de estos días (basta ver las diferencias en la coalición del poder) impide actuar, es paralizante. Los adversarios que vitoreaban a la anterior administración no reconocen sus fracasos y señalan, como si nada hubiera pasado, los equívocos del presente.

¿Qué clase de país quedará en pie, si queda, cuando el COVID-19 dentro de un tiempo largo, gracias a la ciencia, no vuelva más? ¿Qué será de la industria, de la producción rural, de la tecnología lograda hasta ahora? ¿Que será del trabajo, de la protección social, de la marcha del Estado, de los emprendedores y los responsables de las fábricas y los talleres? ¿Qué rostros traerá el cambio?

No se trata de líderes locales, aunque sí de aquellos que como Roosevelt, Churchill, De Gaulle o Gandhi señalen el rumbo del mundo mismo, oficien de brújula y de esperanza. Ellos supieron actuar en tiempos de oscuridad y violencia. Decenas de anécdotas dan cuenta de su coraje y de su imaginación.

Roosevelt, en medio de la Gran Depresión, al asumir la primera presidencia, cuando el capitalismo estaba quebrado, doblegó al miedo. Movilizó como nunca a los norteamericanos, les dio un horizonte. Aunque no fue fácil.

Los sucesos que se fueron sumando tras su muerte pusieron sobre la realidad lo que se llamó “el destino manifiesto”: Estados Unidos creía que podía actuar bélicamente en cualquier rincón del planeta en una teórica defensa de la libertad, que contrastó con la montaña de víctimas que fue elevándose.

Churchill, por su lado, eligió no ceder ante el poder nazi. Por el contrario, optó por el enfrentamiento porque resultaba imprescindible hacerlo. Generó esperanza, prometió el triunfo en medio de los bombardeos feroces y las ruinas de algunas ciudades.

La historia confirmó que en 1940, en total soledad de Inglaterra, ante el poderío bélico enemigo su gabinete quiso levantar bandera blanca. Capitular. Negociar. Él se resistió, a los gritos y con argumentos. Se opuso a la rendición y esperó en el subterráneo Comando de Guerra, desde donde organizó la resistencia y luego el ataque.

En 1945, al terminar la guerra, el Imperio Británico estaba quebrado económicamente. Los soldados que volvieron de las batallas, cansados de tanta sangre y tanto lodo, no lo votaron. Pero Churchill siguió en política, empecinado en sus creencias, corriendo el telón de acero y dando comienzo a la guerra fría. Y, al mismo tiempo, presenciando sin perder el orgullo del derrumbe del poder de fuego de Londres en los mares y de los productos que extraía de sus colonias.

Fue en ese momento que se consolidó la vieja lucha de Gandhi para liberar a la India, de darle vida propia. Sus seguidores habían recibido balas y palazos durante décadas. No obstante, en el Día de la Independencia un país que Gandhi deseaba unido se dividió por acendrados motivos religiosos. Para Gandhi fue todo junto: una alegría y al mismo tiempo una desgracia. Lo asesinaron al poco tiempo.

De Gaulle le dijo al mundo que una parte de Francia tenía dignidad y honor. La otra mitad convivió con los alemanes invasores desde los primeros días, los bares estuvieron atestados. El colaboracionismo era cosa de todos los días. Las risas desbordaban las grandes avenidas de París. Esta fue una etapa vergonzosa que Francia ha querido olvidar, tapar olvidar. No lo ha logrado del todo.

Europa, con ayuda importante, se recuperó después del conflicto. Hubo que esperar a la década del cincuenta para volver al entusiasmo de la producción, la eliminación de los mercados negros, la limpieza definitiva de las nuevas y los increíbles efectos de la reconstrucción.

Sólo el Mercado Común Europeo y los líderes que le dieron forma y esencia, el comercio, el intercambio de experiencias, el crecimiento, le dieron un sentido, una dirección creadora al viejo y castigado continente.

En los últimos años toda aquella grandiosa obra trastabilla, se derrite en medio de la desocupación que se multiplicó con la crisis financiera del 2008, la presencia de los 3 millones de inmigrantes que buscaron comida y amparo. Han aparecido dirigentes mediocres, menores (en Hungría, en Polonia, en el norte de Italia, en el sur de España) que buscan volver al pasado de racismo, xenofobia, nacionalismo y odio extremo. Es decir a la ruptura de la unidad europea.

Tan solo una política, la alemana Angela Merkel, la nueva líder, quiere darle forma de excelencia a una Europa, a un mundo mejor. ¿Podrá sola?

En el resto del mundo se suceden los mediocres. Como Donald Trump o Boris Johnson en Gran Bretaña. Que pretenden abrazarse a un populismo ciego, no muy diferente del latinoamericano.

La falta de líderes conscientes, alertados y capaces, con una visión global de la Tierra se siente a cada momento, todos los días del tiempo que vivimos. Justo en un momento de gran necesidad, donde hay que insistir en otro mundo mejor al que ya vivimos.

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