Ejercer nuestro rol también es un deber durante la pandemia

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Los presos de Devoto protagonizaron un motín con la excusa del coronavirus (Maximiliano Luna)
Los presos de Devoto protagonizaron un motín con la excusa del coronavirus (Maximiliano Luna)

Debemos partir de un hecho indiscutible: las cárceles de la Argentina son un escándalo.

Lo que vinieron haciendo u omitieron hacer los distintos gobiernos en las últimas décadas llevó a que las condiciones de reclusión sean calamitosas, con niveles de sobrepoblación que nunca debieron permitirse, ausencia absoluta de higiene y salubridad, y circunstancias edilicias deplorables, salvo muy pocas excepciones. Esta situación nos pone, sin duda, en un flagrante incumplimiento de la Constitución nacional, cuando explica que las cárceles deben ser sanas y limpia, y para seguridad y no para castigo de los privados de su libertad. Así lo establece nuestra Ley máxima, fundante de nuestro Estado federal, democrático y republicano. Porque el castigo es la privación de libertad sin ningún otro padecimiento adicional, sea con el fin de compensar el daño causado, o con un fin más utilitarista, como la reinserción social o la prevención general y particular.

A este balance negativo han contribuido muchos factores, como la falta de una política carcelaria acertada o los plazos interminables que llevan los procesos sin obtener sentencia firme.

Por eso, no debemos confundir las discusiones: antes, durante y después de la pandemia, los defensores deben proteger los intereses de sus representados y ello incluye su vida, su salud y su integridad; los fiscales tienen a su cargo el ejercicio de la acción pública para tutelar los bienes jurídicos de la sociedad, protegidos por las leyes penales que sancionan a quienes los vulneran; y los jueces deben determinar la responsabilidad penal de quienes hubieran perjudicado algún derecho de las víctimas de delitos o algún interés del Estado, protegidos por la ley penal, así como controlar el cumplimiento de las penas impuestas y las condiciones en las que las mismas deben cumplirse. Los parlamentos son los que dictan las normas generales tanto penales, como procesales, de ejecución de pena y salubridad; y el Poder Ejecutivo es el encargado de llevar adelante las políticas públicas sanitarias y de salud pública, sin entrometerse en ninguna de las otras funciones. Esto es lo que no debemos desvirtuar; y no estoy hablando de meros “formalismos”, sino del respeto a reglas básicas del sistema republicano de gobierno; porque aún en situaciones extraordinarias como las que estamos atravesando no debemos habilitar nunca más ningún tipo de estado de excepción.

En el marco del orden institucional someramente descripto, pero con un Estado de Derecho que todavía deja bastante que desear, es que se producen los conflictos no resueltos del sistema carcelario que mencionamos, y la pandemia nos encuentra con prisiones colapsadas e inhabitables, con justiciables privados de libertad durante procesos larguísimos, sin absolución ni condenas, y seguramente, a muchos de ellos con sus garantías o derechos personales vulnerados (y hablo de todos los justiciables, los culpables y los inocentes eventualmente sometidos a un proceso judicial).

Dicho esto, también debo decir que celebro que la exposición de los problemas provocada por la pandemia permita que algo que no se atendió en forma oportuna se comience a resolver. Se trate de la falta de cuidados y controles en los geriátricos, como del hacinamiento y falta de higiene y atención médica adecuada en las cárceles. La adversidad muchas veces estimula la imaginación y la buena voluntad, y no son tiempos para andar despreciando la inventiva y la mayor dedicación hacia el bien común de funcionarios y ciudadanos. Ahí es a donde hay que apuntar.

Pero de ninguna manera la pandemia debe convertirse en la excusa para permitir que, invocando una medida de excepción, el Poder Ejecutivo intervenga en la labor judicial, o que requerimientos de índole estrictamente sanitarias justifiquen una decisión judicial no autorizada por la ley, o que genere más riesgos o vulneración de derechos que los que pretende evitar.

Las normas del Código Penal (Libro Primero, Título II) y la Ley N° 24.660 de ejecución de la pena privativa de libertad contemplan los casos en que puede ser otorgada la prisión domiciliaria por cuestiones humanitarias o de salud, como también establecen la necesidad de atenderse a las condiciones personales del condenado, y a sus intereses y necesidades durante la internación y al momento del egreso. Todos parámetros legales vigentes, cuya debida y oportuna aplicación por parte de los jueces, sin dudas puede colaborar a descomprimir el sistema carcelario con los necesarios recaudos de control y seguimiento. Por otro lado, los jueces pueden interpretar el sentido de una ley vigente, declararla inaplicable a un caso en concreto por colisión de derechos de mayor jerarquía, pero nunca dejar de aplicar la ley penal y menos establecer una norma en abstracto y con carácter general. No es posible que a esta altura debamos dejar en claro que no es función de la magistratura “condonar” penas, o que es deber ineludible de los jueces escuchar a las víctimas antes de cada decisión que disponga la libertad del imputado durante el proceso o cuando se sustancie cualquier planteo en el que se pueda decidir la libertad condicional o prisión domiciliaria del agresor.

Por esto, existe una gran diferencia entre sostener que los presos deben permanecer a toda costa encarcelados en una prisión, aún cuando corra riesgo cierto su salud o su vida, y sostener en cambio, que la solución que se debe buscar para ese problema extra jurídico debe ser del mismo tenor.

Puestos a decidir cómo actuar y cómo prevenir brotes epidemiológicos en instituciones abiertas o cerradas, en general nos enfrentamos con problemas preexistentes como los señalados: nuestros ancianos se enferman en forma generalizada porque los geriátricos no cumplen con protocolos básicos de cuidados, el personal médico y no médico de hospitales de todo el país termina de a decenas en cuarentena porque no se les brinda la protección necesaria y, en la misma lógica, las cárceles representan un riesgo inminente que podría afectar a todo el sistema de salud pública (esto porque más allá de considerar la suerte de los presos, su contagio masivo afectaría a la salud de la población en general, de la que fueron aislados pero no desterrados, por básicas cuestiones de humanidad).

Ahí es donde como representantes del pueblo, exigimos a los gobiernos nacional y provinciales que nos rindan cuentas respecto de cuáles son los protocolos y acciones dirigidas a prevenir y controlar el contagio del COVID-19 en los institutos penitenciarios. Nos oponemos a que utilicen la disminución de la población carcelaria como la vía para una eliminación aparente del problema cuando, además, tampoco se encuentran a disposición los recursos necesarios para garantizar en las prisiones domiciliarias otorgadas, la continuidad del cumplimiento de la pena en un todo acorde con las disposiciones sanitarias; ni para la tutela de la seguridad de las víctimas y su familia.

Acompañamos responsablemente todas las medidas que sean necesarias y adecuadas para proteger a todos los argentinos de esta pandemia, proponemos iniciativas en pos del mismo fin y no pretendemos agitar los ánimos de una población que está afrontando con gran preocupación el presente y mira con incertidumbre su futuro. Pero ejercer nuestro rol de control también es un deber en épocas de pandemia.

La autora es diputada nacional por la Coalición Cívica ARI.

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