La pandemia se ha globalizado.
Se produjo la chispa viral en China hacia fines de 2019 y se expande por el mundo con una velocidad de propagación, en ocasiones superior a las propias habilidades para comprender sus causas. No se sabe ni se sabrá con seguridad la etiología exacta del mal ni de su contagio; acaso haya sido consecuencia “natural” de un descuido “natural”.
La humanidad, acrecentada en el siglo XXI por la revolución tecnológica, asiste con miedo y esperanza a la propagación del mal.
Una peste que tiene un momento probable de nacimiento, pero que se desconoce su momento de caducidad y mejor aún, su control y erradicación. Las ciencias, por ahora, carecen de vacuna. Se arguye que la enfermedad viral no se encuentra en los libros de Medicina ni de Psicología, aunque haya diversas contribuciones científicas con rasgos anticipatorios. Desde la literatura, Daniel Defoe (Diario del año de la peste) en el siglo XVIII, Alessandro Manzoni (Los novios) en el siguiente y Albert Camus (La peste) y José Saramago (Ensayo sobre la ceguera) en el siglo XX realizaron contribuciones significativas respecto de la verdadera “desgracia natural” que comporta una contaminación viral que abarca a casi el mundo entero.
Prefiero apelar a la idea de “desgracia”. Un suceso que produce una pena, un dolor. Con una víctima humana. Si partimos de la división del mundo en “naturaleza” y “sociedad”, antojadiza, pero división que postula: aquello natural no hecho por el hombre (Dios o su reemplazante constituyente o cualquier instancia inapelable) y sociedad aquello hecho por el hombre. ¿La pandemia de Covid-19 sería una “desgracia natural”?
Sé e intuyo que en Biología y Medicina se discute sobre la propia “entidad” de los virus cómo seres vivos o si constituyen una forma de vida autónoma. Pero sin ingresar en esa discusión ontológica que sobrepasa estas líneas: ¿los virus son “naturales” o son “sociales”? Evidentemente, los virus se encuentran en el mundo natural, nunca fuera del mismo.
Antes que se desencadenare la peste y sus consecuencias globales, otro malestar ya se encontraba instalado en el mundo. La desigualdad social y económica entre los seres humanos, que se consolidó para agravar la situación de los excluidos del reparto. En toda la historia de la humanidad la exclusión injusta de los individuos y grupos vulnerables y marginados constituye una patética constancia existencial. Si la fuerza de la ciudadanía de una comunidad determinada se midiese por en el bienestar de los menos afortunados o con mayores desventajas (preámbulo maravilloso de la Constitución de Suiza), el estado de malestar instituye una situación prevaleciente.
Por su parte, la prevención y el cuidado de la salud de las personas es un derecho fundamental, que encuentra detalle en la abrumadora mayoría de las “Constituciones” de los Estados de América del Sud o una conexión normativa para abrir su jerarquía con nivel semejante a dicha Ley fundamental.
Sin embargo, la crisis generada por la peste global demuestra, que, en principio, “solo” los países “muy desarrollados” y hasta determinado punto, poseen infraestructura, conocimientos, personal profesional e instrumentos relativamente suficientes para enfrentar al “mal”. Siempre se supo: no bastan las normas.
La desgracia natural desencadenada por la pandemia afecta al mundo entero, en globo. Los conjurados para acabar con ella, quizás los gobernantes de cada país, no actúan globalmente. Cada gobierno de cada Estado instrumenta su propia política. Así, hay un modelo de Corea del Sur; un modelo alemán; un modelo chino; un modelo estadounidense; un modelo inglés; y, fatalmente, un modelo italiano y español.
En el otoño del año 2020, la peste, al deslizar y correr de estas letras, no tiene ni vacunas ni letanías.
El balance, cuando culmine la propagación de la peste, demostrará la debilidad en unos casos y la fortaleza, en otros casos, de las políticas estatales en materia de salud, más allá de las suertes en la contaminación. Todavía no se pueden conjeturar los resultados; empero, por enésima vez, una plaga ha tomado por sorpresa a la humanidad entera y, sobre todo, a sus dirigentes políticos. Un golpe sorpresivo que se ha visto favorecido en países como la Argentina, por ejemplo, dado que en el período 2015-2019, por obra de las personas que asomaron electoralmente en el poder ejecutivo, intentaron la pulverización del acceso y disfrute del derecho a la salud.
Además, el malestar que ha inyectado la peste demuestra inequívocamente la cotización universal del derecho a la salud. Porque no corresponde decirlo: sin salud no hay existencia humana con dignidad.
El mantenimiento y desarrollo de una humanidad con existencia saludable, hoy más que nunca, depende de la ciencia y, muy en especial de los profesionales, expertos y trabajadores de la salud en todas sus áreas.
La ciencia se desarrolla, con avances y retrocesos en el campo experimental y teórico, en base a proposiciones capitales que comprueba o rechaza, a veces en el mismo espacio y al mismo ritmo; a veces, contradictoriamente, también. En el tiempo de la peste global, cuya evitación y cura no se conoce con argumentos sustentables, todo pareciera indicar que las autoridades constitucionales de un Estado de Derecho deben asumir el juicio de los científicos y expertos de la salud, en las condiciones celebradas. No hay ni debe existir espacio ni tiempo para la magia ni la mística. Nosotras y nosotros debemos como ciudadanas y ciudadanos obedecer a las autoridades constitucionales. Cumplir nuestro deber laico, aunque se intuya que el cumplimiento de las normas fuese un compromiso moral.
Aceptar el juicio de los científicos no es lo mismo que el absolutismo científico. Todo conocimiento es relativo y susceptible de ser superado por una nueva opinión. La decisión final, la última palabra, en todo Estado democrático debe ser asumida por las autoridad constitucional. Mal que le pese al divino Platón, felizmente, los filósofos no gobiernan en los Estados (República, Libro V, parágrafo 473 d).
Las Constituciones sudamericanas expresan en sus escrituras el “deber de no dañar al otro”, quiero decir, que las personas no se dañen (o dañaren) entre ellas y los servidores públicos cumplan con sus deberes; el criterio básico e indisputable para ordenar las coexistencias en paz de cualquier comunidad. Casi todas esas Leyes fundamentales se orientan, también, hacia solidaridad en diversos grados y no solamente en la tutela de la individualidad; así, pues, a partir de la honra de la existencia con vida, se postula “ayudar a vivir” con determinado régimen de bienestar.
El “aislamiento social, preventivo y obligatorio” «ASPO» de las individualidades personales configura la única herramienta para mitigar la propagación del mal. En América del Sud más de una tercera parte de las tareas económicas se desenvuelven en el marco de la informalidad. Hay una mercado voraz, pero informal. Se desconoce el precio que para la economía, frágil y vulnerable de esas personas, ocasionará el aislamiento. El encerramiento que tiene un costo altísimo para los derechos fundamentales, significa el mejor horizonte posible, incluso sin saber su fecha de finalización.
En el seno de todo Estado constitucional existe la pulsión del Estado policial; por eso, el escrutinio riguroso de las medidas transitorias adoptadas por un poder concentrado es un antídoto, nunca suficiente, para las tentaciones autocráticas. En particular, el «ASPO», en su versión demostrada en la Argentina, significa la cuarentena, «limitada» y «de excepción» de muchos derechos fundamentales, jamás la «suspensión». No distinguir que se trata, por ahora, de una limitación y no de una suspensión de un derecho fundamental constituiría el mismo error que no distinguir, en Psicología, el bienestar del malestar. De manera constante, todos los días hay que realizar un escrutinio riguroso de los derechos fundamentales; por ahora, no han sido jaqueados por el «ASPO», cuya transitoriedad hace a su naturaleza jurídica excepcional; jamás, una regla para la coexistencia de las identidades plurales en paz de una comunidad.
La lección que surgirá de los tiempos de la peste será que no bastará con no hacerse daño y proteger el individualismo. Hay que guiarse por el conocimiento científico y ser solidario siempre que se pueda, en un marco de profundo e inmarcesible respeto al otro. Ese repertorio normativo, fundamental para las bases mínimas del desarrollo de la vida de nuestra especie, se emplaza y descansa en la abrumadora mayoría de las Constituciones de América del Sud. Sin solidaridad no hay campo para contener el daño provocado por la desgracia natural de la peste inclemente.
A menos de un lustro para que produjese la tan anunciada y “anárquica singularidad” que exhibiría a la inteligencia artificial en semejantes condiciones a la “inteligencia humana”, se corrobora, también, que el principio de incertidumbre sigue regiamente el gobierno y comando de la existencia de los seres humanos individuados en sus comunidades. Quienes fatalmente (y en especial sus gobernantes) deberán comprender la importancia clave que poseen los estudios y opiniones de los expertos en el cuidado y planificación de la salud, un modelo determinante para devaluar o extirpar la injusta exclusión social.
No existe programa político-constitucional ni protocolo científico que pueda comprender las complejidades de la existencia humana en su vida real, hasta nuevo aviso.
*El autor es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Buenos Aires