Estamos viendo asombrados, perplejos, incrédulos ante lo que ocurre con la ciencia médica hoy. Somos testigos de situaciones que nunca soñamos vivir, ni en la más remota fantasía. Todo lo predecible dejó de serlo.
La pandemia anunciada el 11 de marzo por la OMS y que comenzara el 30 de diciembre en Wuhan, China, ha llevado a la investigación clínica al borde del abismo y a la mitad de la población del planeta entero a una cuarentena interminable, mas allá del cambio rotundo de hábitos culturales ya irreversible.
Estamos invadidos por el pensamiento mágico y a punto de guardar el método científico en el arcón de recuerdos de la abuela. Los pasos que hacen seguro y eficaz un medicamento o vacuna para que la gente no muera por ellos se sortean usando atajos que poco pueden garantizar en cuanto a esos principios de no lastimar y curar, en aras del poco tiempo que tenemos para resolver el COVID-19.
Científicos prestigiosos de universidades prestigiosas se convierten en personajes mediáticos con la única finalidad de explicar lo inexplicable. La culpa que sienten por no poder contra este estúpido pedazo de material genético casi vivo, casi parásito, que se llama SARSCoV2... Nacido de la naturaleza de las cosas, no de las manos de un sabio demente o de un laboratorio de algún servicio de inteligencia, este trozo de ARN (ni siquiera ADN), desorientó a la ciencia, a toda su estructura de pensamiento formal y al método que habitualmente emplea para saber qué es malo y qué bueno.
La investigación clínica, en búsqueda de nuevas indicaciones de viejos fármacos, vacunas, nuevos fármacos que nadie diseñó para el betacoronavirus SARSCoV19, pero que podrían “andar”, solo tiene un objetivo: hacerlo en el menor tiempo posible. Esto no es bueno, nos resta seguridad y no asegura la eficacia.
Desde enero hasta estos días, se publicaron cerca de 5.000 (cinco mil) trabajos de “investigación”. La mayor parte, en verdad, son de observación epidemiológica sobre el coronavirus en prestigiosas revistas científicas (NEJM, The Lancet, JAMA) y otras no tanto.
Algunas de ellas ya no requiere ser suscriptor para leerlo, son gratuitas. Nunca visto, hasta hoy.
El mundo de la ciencia formal se regala, con tal que se lean sus pseudodescubrimientos.
Hay una feroz competencia entre portales para publicar excéntricas novedades terapéuticas, que no se podrían sostener ni en un ateneo de residentes de primer año.
Si se les ocurre poner la palabra coronavirus en el buscador Google aparecen 2.5 billones de citas. Nunca en la historia moderna algo despertó tanto interés.
Medicamentos ya conocidos, hidroxicloroquina, lopinavir/ritonavir, cloroquina, interferon beta, tocilizumab, melatonina, azitromicina, famotidina, vitamina D, anticoagulantes, prazosin, telmisartan, y media docena más, prometen con distintos argumentos, algunos creíbles y otros dudosos o solo limitados a buenas intenciones, mejorar al paciente en los primeros momentos de la enfermedad.
Sé que no es justo o correcto y que puede ser reprochable poner a todos en la misma bolsa, ya que los primeros cinco mencionados tienen más argumentos a favor y también efectos adversos a tener muy en cuenta. En cuanto a los últimos, no teníamos noticia alguna de que pudieran servir para el COVID-19 (enfermedad producida por el coronavirus que circula en el mundo).
Advil vs. tylenol, descomunal combate, arbitrado por el ministro de Salud Pública de Francia, que con argumentos “ocultos” nunca revelados recomienda el primero en detrimento del segundo. ¡Cuando la pelea llega a EEUU se invierte la carga de la prueba y Mr. Trump aboga por el segundo!
Los dos sirven, es la conclusión.
Universidades prestigiosas, asociadas a conglomerados farmacéuticos, prometen vacunas en pocos meses. La carrera por conseguirlo comenzó hace pocas semanas y finalizará en pocos meses, cuando se desvele la verdad: no se pueden hacer vacunas en seis meses que lleguen seguras y eficaces a la gente que las necesita a escala mundial.
Nadie puede producir 7000 millones de dosis y aplicarlas en ese tiempo. Podrán terminar “prototipos”, pero no la vacuna como la gente necesita.
Tal como pregunta un amigo a su médico: ¿cuándo me la aplicarán? La respuesta es esta: no lo sabemos hoy. Las noticias son pura especulación económica y científica para conseguir fondos y avanzar con la investigación. Hay muchas en carrera, cerca de 70 empresas: chinas, europeas, inglesas, americanas, italianas, israelíes. Nadie puede asegurar hoy cuál será la primera en obtenerla.
Los medicamentos antihipertensivos “triales” (lotrial y familia) y “priles” (enalapril y familia) pasaron de sospechosos de complicarle la vida a los pacientes afectados por el coronavirus a drogas beneficiosas (seguramente es así) que pueden protegernos disminuyendo la mortalidad. Es decir, si los estamos tomando para controlar nuestra presión arterial elevada nos irá mejor.
El remdesivir merece un capítulo aparte. Un estudio hecho en China por buenos virólogos no demuestra efecto positivo alguno en pacientes que reciben el medicamento en cuanto a acortar el tiempo de permanencia en el hospital o evitar la muerte de los pacientes que se complican. Lo publican en la mejor revista europea de ciencia, The Lancet.
Una semana más tarde, en el salón oval de la Casa Blanca, Trump y Anthony Fauci, su espada infectológica, anuncian que es una maravilla que acorta en cuatro días el tiempo de parmanencia en el hospital y que disminuye la mortalidad, de manera significativa y que pronto publicarán los resultados en la mejor y más antigua revista de ciencia norteamericana, la NEJM.
El laboratorio productor Gilead ve cómo sus acciones bajan y suben en ese orden en poco más de una semana: de perder 40% pasan a ganar algo parecido y más.
El remdesivir no está registrado en ningún país del mundo, ninguna autoridad regulatoria lo aprobó, nunca fue presentado, sencillamente porque no hubo argumentos o indicaciones terapeúticas para hacerlo.
Fue de muy mediocre desempeño para el tratamiento del virus del Ébola en trabajos de investigación, tiempo atrás y guardado en un anaquel esperando otra oportunidad. ¿Será esta? Solo Dios sabe, porque la ciencia no lo ha demostrado aun.
La ivermectina también promete buenas cosas. En Australia demostraron, en un estudio in vitro (es decir sobre cultivo de tejidos dentro de una placa de vidrio), que inhibe la entrada del virus a la célula y si esto no ocurre el virus es devorado por nuestro sistema de defensas. La ivermectina se vende en muchos países del mundo como antiparasitario para uso veterinario y humano. Comienzan en pocos días los estudios clínicos que intentan demostrar lo mismo en el ser vivo, en pacientes.
El particular y curioso caso del MMS (solución mineral milagrosa), CDS (clorito de sodio) o dióxido de cloro es un claro ejemplo de puro pensamiento mágico, acá no hay dudas.
Otra vez el presidente Trump mencionando “drogas milagrosas” propone inyectarse Lysoform para curar el coronavirus. En verdad quería hacer alusión a una especie de secta religiosa que en EEUU idolatra al CDS como la droga que todo lo cura: autismo, cáncer, epilepsia y claro, ya que estamos, COVID-19. Esto de tomar lejía en bajas dosis solo pueden hacerlo quienes estén religiosamente convencidos de que es mágico. Como tomar agua bendita y esperar a ver qué pasa, dicho con todo respeto, y creer en un milagro. Seguramente por eso organizaron la secta.
Entre comerse la placenta que nutrió a su hijo en el momento del alumbramiento, que sugiere o recomienda la cienciología a esto de tragar, o peor aun, inyectarse lavandina atenuada, me quedo con la placenta.
Nunca mejor aplicada la teoría del caos de Robert May a esto que hoy ocurre en relación al coronavirus. Explica que el resultado de algo depende de distintas variables y que es imposible de predecir. Por ejemplo, si colocamos un huevo en la cúspide de una pirámide no sabremos hacia dónde caerá o que el aleteo de una mariposa en Sri Lanka puede provocar un huracán en Estados Unidos. Puro caos, nada es predecible con certeza.