El problema es real y muy serio. Se debe a una combinación de factores que crearon una situación que se agravó con el tiempo. La sobrepoblación carcelaria es un mal endémico al que en general los políticos han ignorado, y que cada tanto explota, lo que produce reacciones, que lejos de solucionarlo, empeoran el problema.
A lo largo de los años, las soluciones fueron variadas: leyes que bajaron penas para acelerar las solturas, amnistías encubiertas, la tristemente recordada ley del dos por uno. Incluso muchos rememoran aquel 25 de mayo de 1973, en la que un nuevo gobierno directamente abrió las cárceles para que todos salieran. Es bueno recordar que la cárcel de Devoto, donde se produjo la revuelta que originó la situación actual, debió ser demolida hace veinte años, y no lo fue debido a la necesidad de conservar otro lugar para distribuir a los presos. Mientras en algunos países de Europa el problema de la criminalidad fue encarado procurando disminuir la demanda de justicia, y se advierte cómo algunas cárceles son reconvertidas en centros comerciales o museos, en Argentina se optó por buscar una solución por el incremento en la punibilidad, pero sin contar con los recursos económicos para ello.
El asunto es particularmente grave en la provincia de Buenos Aires. La solución allí fue históricamente convertir a las comisarías de toda la provincia en cárceles improvisadas. Calabozos sólo pensados para que un detenido pase una noche mantuvieron tres o cuatro veces mayor cantidad de presos durante meses, o incluso años. Una y otra vez se dijo que eso es ilegal e inconstitucional. Pero una y otra vez las comisarías terminaron siendo el lugar de depósito debido a que las cárceles están saturadas.
A nivel federal (y de la justicia en lo criminal y correccional de la ciudad de Buenos Aires), en noviembre pasado la Comisión Bicameral que se encarga de la implementación del nuevo código procesal penal federal hizo operativos algunos de sus artículos, especialmente aquellos que otorgan a los jueces facultades para disponer prisiones domiciliarias u otros tipos de alternativas a la detención en cárceles. Ello motivó ya entonces una fuerte presión para que se aplicaran estas normas para descongestionar las prisiones.
Cabe señalar que a la sobrepoblación carcelaria hay que sumar un paupérrimo estado del Servicio Penitenciario, que en parte debido a esa cantidad de trabajo no puede cumplir acabadamente con su función, y ha sido frecuente que detenidos que debían concurrir a los tribunales para audiencias o diligencias procesales, no fueran trasladados por falta de móviles o de personal. En definitiva, el 2020 comenzó con una crisis penitenciaria de proporciones mayúsculas, y pese a los reclamos de muchos jueces, defensores oficiales, fiscales y autoridades penitenciarias, los funcionarios responsables no se hicieron cargo del problema.
Y si algo le faltaba a esta situación calamitosa, era la llegada de Covid-19. Con las noticias alarmantes que venían de China e Italia, y los primeros casos detectados en el país, el Servicio Penitenciario Federal hizo notar a las autoridades ejecutivas y judiciales el peligro que la precaria situación y la sobrepoblación de las Unidades entrañaban en caso de contagio masivo. El problema es real y serio, las personas alojadas en las cárceles están bajo la responsabilidad de las autoridades que allí las alojaron, y es bueno recordar que la mayoría de esas personas, al menos las que se encuentran alojadas en Devoto, Marcos Paz y Ezeiza, son procesados, es decir, aún no han sido condenados por cometer los delitos por los cuales están detenidos. Por su parte, el encierro no impide la posibilidad de contagio. El personal penitenciario entra y sale de las unidades, al igual que empleados y proveedores de todo tipo, y no puede descartarse que el virus ingrese en las cárceles, al igual que no puede descartarse que ingrese en los edificios privados no obstante la cuarentena obligatoria.
La situación requiere decisiones razonadas. Sin embargo, pronto un problema concreto se vio sumergido en el océano del dogmatismo, y como en la imagen bíblica, las aguas de ese océano se abrieron en una nueva grieta.
Los tribunales máximos de la justicia penal federal, de la provincia de Buenos Aires y de la ciudad de Buenos Aires emitieron sendas acordadas. Si bien con distinto énfasis, los tres documentos de las Cámaras de Casación, o bien sugerían extremar la aplicación de medidas alternativas con los grupos de riesgo o las personas que se encontraban cerca de recuperar su libertad, o bien lo ordenaban veladamente. En todo caso, la emisión en forma genérica de disposiciones de este tipo viola principios consagrados en tratados internacionales que forman parte de la Constitución Nacional, como son los de la doble instancia judicial o la necesidad de un caso, y han supuesto formas de prejuzgamiento que justificarían el apartamiento de esos jueces para resolver las causas puntuales.
En la provincia de Buenos Aires, esta disposición llevó a una soltura masiva de presos. A nivel nacional y federal, si bien los jueces inferiores no aplicaron esta disposición automáticamente, y en general fueron prudentes y restrictivos, los reclamos finalmente llegan a la Cámara de Casación por vía de apelación, y esta ordena invariablemente que se produzcan las solturas, o arrestos domiciliarios que en la práctica carecen de control alguno, debido a la falta de pulseras suficientes como para monitorear a los presos.
Como en otras ocasiones, el dogmatismo venció a la legalidad. Legalmente correspondía en cada caso evaluar si los detenidos están en situación de riesgo por edad o salud, ver su situación procesal (cercanía de obtener su libertad o por el contrario la gravedad del delito imputado), investigar si en el pasado ha eludido la acción de la justicia mediante rebeldías o fugas, informarse sobre si tiene un domicilio cierto y adecuado donde cumplir la cuarentena, y finalmente esperar a que exista disponibilidad de una pulsera para que se le coloque y se lo pueda vigilar. Ello hubiese permitido que una porción, posiblemente menor pero en mayor riesgo en caso de contagio, hubiese podido continuar temporalmente su detención en un lugar seguro y monitoreado, para regresar a la prisión una vez superada la pandemia. También correspondía disponer las medidas posibles para minimizar los riesgos de contagio dentro de las unidades, de igual modo a como se ha hecho en otros lugares.
Sin embargo, lo que vino fue una nueva edición de la grieta, llevada a la discusión de la justicia penal. Es bastante sugestivo que al día siguiente de que la Cámara Nacional de Casación Penal dictara su acordada, prácticamente conminando a los jueces a disponer medidas alternativas, se produjera la revuelta en Devoto, muy bien organizada, no violenta, que incluyó prácticamente la destrucción de buena parte de la unidad sin que hubiese resistencia, y que en 24 horas culminó en las “negociaciones” que se están llevando a cabo.
Nuevamente, como en casi todos los temas políticos, la grieta superó a la razón, y la solución vino por el lado más brutal y menos legítimo. Se dividieron las aguas entre quienes piensan que deben liberarse a todos los presos, y quienes insisten en que todo el mundo debe estar detenido. Las razones de uno y otro lado son más ideológicas que lógicas; y de ese modo el problema difícilmente se pueda solucionar.
Una vez que el virus se termine, la situación penitenciaria seguirá siendo caótica, probablemente peor que a principios de marzo, y además con la unidad de Devoto parcialmente destruida. Requerirá que alguna vez el problema sea estudiado a conciencia, dejando de lado dogmatismos y con objetivos claros.
Lo primero que debería discutirse seriamente es la estrategia para enfrentar la criminalidad. Si la decisión es endurecer penas e incrementar encarcelamientos, ello no podrá ser posible si al mismo tiempo no se disponen los recursos para incrementar la oferta carcelaria. Son francamente irresponsables aquellos políticos que con actitudes demagógicas piden que la justicia sea más dura, y al mismo tiempo no discuten en el Congreso las prioridades en el gasto. Probablemente más razonable y eficiente sería tratar de evitar que los delitos se cometan en lugar de reprimir delincuentes, lo que supone incrementar la prevención y operar sobre las causas del delito.
Sea cual sea la decisión, requiere una discusión seria y un objetivo claro. Mientras tanto, seguiremos debatiéndonos en una grieta de discusiones dogmáticas inconducentes, cuyo resultado ha sido extremadamente caro en muertes y violación de derechos.