¿Qué significa que el aparato estatal debe asistir?

Casa Rosada, sede del Poder Ejecutivo Nacional (iStock)

Vivimos la era del asistencialismo de los aparatos estatales, pero es momento de hacer un alto en el camino y pensar qué significa ese drenaje de recursos y sobre todo y antes que nada detectar de dónde provienen los fondos para tales fines.

Son muchos los que demandan que deben ser asistidos por el estado pero lo que no queda claro es quién asiste a quién pues es, entre otros, el mismo interlocutor de semejante reclamo. Y decimos estado y no solo gobierno porque los manotazos exceden al poder ejecutivo. También, al contrario del uso corriente, consignamos esas expresiones con minúsculas pues de lo contrario habría que escribir individuo con mayúscula por respeto a lo que debería ser el centro y el objetivo del cuidado de toda la estructura política establecida para garantizar y proteger sus derechos inalienables, anteriores y superiores a la existencia misma del estado y el gobierno.

Todo el asistencialismo es en definitiva una colosal fábula. Imaginemos un diálogo de un fulano que es entrevistado por un periodista que le pregunta como cree que puede resolver su problema económico a lo que recibe por respuesta que el estado debe asistirlo sin percatarse que en realidad le está diciendo a sus vecinos -incluyendo al propio periodista en cuestión- que ellos lo deben financiar con el fruto de sus trabajos. Es que no hay magias. Los aparatos estatales no tienen recursos que no sean succionados de los bolsillos de la gente. Ningún gobernante pone de su peculio.

Al fin y al cabo lo que se está sugiriendo es que la sociedad se convierta en un inmenso círculo donde cada cual tiene metidas las manos en los bolsillos del prójimo. Eso así es invivible. Desemboca en definitiva en la lucha de todos contra todos y en un mal humor y frustraciones perpetuas.

Por supuesto que en esta instancia del proceso de evolución cultural, el monopolio de la fuerza que denominamos gobierno debe proveer de justicia y seguridad, en otros términos debe velar porque se respeten los derechos de todos pero no embarcarse en redistribuciones que no solo contradicen necesariamente las distribuciones que hace la gente en los supermercados y afines, sino que, en lugar de garantizar derechos los conculca con el agravante del inexorable empobrecimiento debido a la reasignación de los siempre escasos factores productivos que en todos los casos se destinan a emprendimientos distintos de los que hubieran decidido los titulares (de acuerdo con la gente pues si no lo hacen incurren en quebrantos).

Uno de los tantos canales para el asistencialismo es el llamado crédito barato que otorga el gobierno, lo cual se traduce en una tasa de interés inferior a la de mercado. Como es sabido, la tasa de interés expresa la relación consumo presente-consumo futuro. Es lo que los economistas denominamos preferencia temporal, que incluye el riesgo en los cambios en el poder adquisitivo de la unidad monetaria con que se opera. Si nos consumimos todo hoy nos moriremos por inanición mañana y si ahorramos todo para el futuro dejaremos de existir hoy. Cuál es la proporción presente-futuro en esta ecuación lo muestra la tasa de interés.

Si se impone una tasa de interés inferior a la de mercado, naturalmente habrá más gente que puede demandar un crédito, pero esto no hace que haya más ahorro disponible con lo cual, manteniendo todos los demás factores constantes, habrá escasez de crédito igual que ocurre con todos los precios máximos. A su vez, el ahorro surge de producción no consumida cuyo destino es la inversión, que dicho sea al pasar siempre se conjetura productiva desde la perspectiva del sujeto actuante (incluso la inversión en dinero bajo el colchón que se lleva a cabo porque se estima que el uso dinerario será de mayor valor en el futuro que en el presente).

Se suele decir que el asistencialismo es para acortar la brecha entre pobres y ricos sin detenerse a considerar que en una sociedad libre ese delta es precisamente consecuencia de las preferencias de la gente en un contexto donde el que acierta en los gustos de su prójimo obtiene ganancias y quien yerra incurre en pérdidas. El objetivo es que todos mejoren no que se achiquen o se agranden las diferencias ya que, como queda dicho, son consecuencia ineludible del plebiscito diario en el mercado: las compras y abstenciones de comprar van marcando las distintas posiciones patrimoniales relativas.

En este contexto se suele esgrimir la Curva Lorenz (primero sugerida por el economista estadounidense Max Lorenz en su trabajo de 1905) y el Gini Ratio (primero sugerido por el estadístico italiano Corrado Gini en su trabajo de 1912) que apuntan a mostrar el grado de dispersión de ciertas variables, en nuestro caso el ingreso, lo cual es descriptivo, pero de allí no surge la inconveniencia de esa distribución si el mercado es abierto puesto que, como queda dicho, es el resultado de lo que la gente decide. Más aun, ese es precisamente el grado de dispersión que resulta indispensable para que los de menores ingresos eleven la puntería y logren mejorar su situación al asignarse los recursos disponibles de la manera más eficiente a criterio del prójimo.

A orillas del río Cefiso, en la Grecia clásica, vivía un forajido llamado Procusto. Según cuenta la leyenda -conocida como “el lecho de Procusto”- este malviviente asaltaba a los caminantes y los tendía en su cama para verificar si la víctima era o no más larga que su lecho. Si el cuerpo sobrepasaba el tamaño, les cortaba los pies y, si era más corto, los estiraba con unos horripilantes engranajes. Esa mitología ilustra a las mil maravillas la manía de la igualdad de muchas sociedades contemporáneas. En verdad, una de las cosas más atractivas de los seres humanos es que somos diferentes. Distintos desde el punto de visa anatómico, fisiológico, bioquímico y, sobre todo, psicológico.

Las mismas conversaciones serían espantosamente aburridas si fuéramos iguales. Imaginemos las grescas que ocurrirían, por ejemplo, si a todos los hombres nos gustara la misma mujer. La división del trabajo y la consiguiente cooperación social se desplomaría si todas las vocaciones fueran las de ser ingeniero y no habría médicos ni agricultores.

Si todos somos distintos y tenemos gran diversidad de talentos y capacidades, lo lógico es que las manifestaciones de esas diferencias den por resultado situaciones también diferentes. Desde el punto de vista patrimonial, es interesante que, en una sociedad abierta, las desigualdades resulten como consecuencia de la capacidad de servir a nuestros semejantes, ya sea como verduleros, vendedores de trajes o lo que fuere.

En muchos lares machaconamente se parlotea sobre la necesidad de eliminar o reducir dichas diferencias. Nivelar ese resultado, además de contradecir las decisiones de la gente, produce dos efectos muy dañinos. Primero, nadie en su sano juicio sabiendo que será expropiado producirá más arriba de la línea de nivelación, con lo que se contrae la oferta de bienes y servicios. Segundo, los que están ubicados bajo esa línea no se esforzarán en llegar a la misma puesto que esperarán que les entreguen recursos por la diferencia, la cual no les llegará porque, como decimos, nadie produjo más allá de la susodicha marca niveladora.

Por otra parte, existe una generalizada idea errónea respecto a la naturaleza de la riqueza. Para usar una expresión que proviene de la teoría de los juegos, se piensa que es un tema de suma cero. Es decir, lo que a uno le falta es debido a que otro tiene mucho. Esta manera estática y equivocada de mirar la riqueza no ve que la producción es susceptible de incrementarse. No se trata de ir pasando el mismo monto de unas manos a otras.

Comparemos la riqueza en el mundo del siglo XVI con la de hoy. El que tiene un automóvil no es debido a que otro anda en bicicleta. La creación de riqueza se debe a nuevos proyectos puestos en marcha por quienes demuestran habilidades para dar en la tecla con las necesidades de otros. Si el esfuerzo no logra la satisfacción de los deseos, la ruina espera a la vuelta de la esquina.

En verdad, lo importante es que todos puedan progresar, no las diferencias de ingresos. Más aun, en una sociedad abierta -no en una prebendaria- esas diferencias son la razón de la mejora de todos, puesto que los factores productivos operan en manos de quienes los hacen rendir más.

No pocas son las campañas electorales que ofrecen el triste y bochornoso espectáculo de candidatos que despotrican contra la riqueza bien habida, con lo que se estimula la fuga de capitales. Con esta política de la guillotina horizontal se nivela a todos en la pobreza.

Ahora bien, no se trata solo de abstenerse de redistribuir compulsivamente sino de contar con un aparato estatal que cumpla con su misión específica y, por tanto, eliminar todas las funciones incompatibles con un sistema republicano lo cual significa reducir el gasto público. No “ajustar” como muchas veces se dice sino aliviar el ajuste cotidiano que soporta la población como consecuencia del peso del Leviatán que es financiado con impuestos y deuda crecientes o con manipulaciones monetarias de diverso calibre.

Aquellos que consideramos que los aparatos estatales se han sobredimensionado y que sus tejidos adiposos han abarcado áreas que no le son propias tenemos que meditar sobre otras propuestas distintas a las que se han formulado hasta el momento.

Esto se torna imperioso porque aparentemente no da resultado eso de insistir en que se recorten gastos públicos superfluos. Es de interés detenerse en lo que ha ocurrido en Estados Unidos en esta materia. En su momento se incrustó una tradición que se conoció como starve the beast (hambrear a la bestia) que consistió en que muchos economistas de renombre sostuvieran (y algunos lo siguen sosteniendo) que ya que no resulta posible reducir el gasto estatal debido a las fenomenales camarillas de cabilderos que se amontonan para finalmente torcer las decisiones, entonces la política adecuada sería la de bajar impuestos.

Según esta línea de pensamiento, esta técnica haría que los legisladores, frente al déficit que consecuentemente se produciría, tarde o temprano se verían obligados a promulgar leyes que reduzcan las erogaciones gubernamentales. Pues esto no ha sucedido de esa manera. En este sentido, las experiencias más claras han sido las ocurridas durante el gobierno de Reagan y de G.W. Bush. En el primer caso, después de ejecutar los recortes fiscales prometidos, se observó que el gasto continuaba aumentando, lo cual hizo que la administración Reagan pactara con la oposición un aumento impositivo con la condición de que se produjera una severa contracción en los gastos. La primera parte del convenio se cumplió pero no la segunda. Esto es lo que produjo la renuncia del jefe de presupuesto de la Casa Blanca David Stockman y que publicara el libro con el sugestivo y peyorativo título de The Triumph of Politics, lo cual en ningún momento significó que el entonces presidente abdicara de sus deseos de achicar el aparato estatal.

En el caso de Bush, se sostuvo que las disminuciones impositivas resultaban necesarias alegando que el superávit heredado de Clinton constituiría una tentación para elevar las erogaciones y consumir el sobrante de caja. Pues ocurrió que, a pesar de todo, los gastos se elevaron y no solo consumieron dicho sobrante sino que se tradujo en un considerable déficit presupuestario y Bush pidió cuatro veces autorización para elevar el tope máximo de la deuda federal que ahora es del 110% del producto.

Si -como nos enseña Popper- el progreso en el conocimiento se basa en que las distintas teorías son siempre corroboraciones provisorias abiertas a refutaciones, es tiempo de mejorar las posiciones y trabajar en propuestas distintas de las que parecen navegar en un círculo vicioso y que terminan en pura retórica inconducente.

Tal vez sea el momento de considerar y debatir las fértiles sugerencias de autores que apuntan a reducciones drásticas en el organigrama gubernamental. Tal vez resulte más efectivo machacar con ejemplos que hemos dado antes en lugar de exponer otros en la esperanza que se concreten esas eliminaciones antes de pasar a otros capítulos. En este sentido, hemos ejemplificado con la eliminación de todas las embajadas, que se justificaban en la época de las carretas pero actualmente con las teleconferencias y demás herramientas tecnologías no se justifican palacios, funcionarios, pasaportes diplomáticos y demás parafernalia. También sugerimos la eliminación de entes de estadísticas al efecto de que universidades y centros de estudios las compilen en auditorías cruzadas y ofreciendo las que requiera el mercado. Por último y solo para ofrecer tres ejemplos, es indispensable desprenderse de tal cosa como una agencia oficial de noticias y lo que haya que trasmitir que se lleve a cabo a través de conferencias de prensa o tercerizar el servicio.

Como ha repetido Edward de Bono, refiriéndose al pensamiento lateral: “Nunca se resolverá un problema escarbando en el mismo hoyo”. Este estado de cosas se hace insoportable para los contribuyentes, ya que nunca el monopolio de la fuerza retrocede con sus tentáculos que abarcan campos cada vez más amplios, al tiempo que se descuidan las funciones centrales en cuanto a la protección de derechos. Volviendo a Reagan, con razón sostenía que “nada hay más permanente que una medida transitoria de gobierno”. Entonces y para resumir, el asistencialismo o el “Estado presente” (esta vez en mayúscula para subrayar la supuesta prelación sobre el individuo y una también supuesta magnificencia en lugar de aceptar que se trata de empleados de la gente) en áreas incompatibles con un sistema republicano afecta a todos pero muy especialmente a los más débiles desde la perspectiva económica. Cada vez que se derrocha capital hay que tener en claro que se traduce en un embate devastador para el bolsillo de la gente.

El autor es Doctor en Economía y también Doctor en Ciencias de Dirección, preside la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas.