Entre batucadas y cacerolazos

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Los presos de Devoto protagonizaron
Los presos de Devoto protagonizaron un violento motín con la excusa del coronavirus (Maximiliano Luna)

Los presos quieren a Mena. Los representantes de los internos que batallan por volver a la calle quieren que Juan Martín Mena, viceministro de Justicia, se siente a la mesa de la negociación. Es evidente que confían en su criterio. Lo esperaban el jueves en la Capilla del penal de Villa Devoto para que continuara liderando la “negociación”, pero, al no apersonarse, aceleró el agite de la batucadas. Los reclusos dejaron asentada esta demanda en el acta que se firmó detallando los reclamos y habilitando un cuarto intermedio. Los internos van por más.

Alberto Fernández salió a a aplacar los ánimos, con escasísimo suceso, echando mano a un desgastado y, a esta altura inconducente, método cristinista.

El Presidente intentó salvar su ropa frente al malestar general utilizando su cuenta de Twitter para denunciar “una malintencionada campaña en redes y medios de comunicación induciendo a hacer creer a la ciudadanía que el Gobierno prepara una salida masiva de gente detenida en virtud de procesos penales”.

Ofuscado, el Jefe de Estado, la emprendió sobre un blanco fijo: “Lamento la conducta de quienes en circunstancias tan cruciales como las que vivimos, muestran una poco apreciable condición humana intranquilizando a la sociedad en momentos en que precisamente necesita ser contenida”.

Está claro que esta vez, volver a culpar al cartero no le funcionó. La gente ya no está para comer vidrio. Lejos de contener, las explicaciones presidenciales, irritaron.

La movida dejó expuesta la difícil convivencia que hoy se da entre funcionarios con irreconciliables diferencias ideológicas en el interior de ministerios y secretarías. Ninguna explicación posterior ni declaración de funcionarios del Gobierno logró aplacar el cacerolazo que sonó fuerte en la noche de ese mismo día.

El Presidente parece estar “mirando otro canal”. O hay algo que prefiere ignorar. No parece haber sido informado de que el revoleo de cacerolas esta vez escaló a zonas del conurbano históricamente peronistas, pero cuya gente conoce en carne propia el tendal que en las últimas décadas dejó la delincuencia. Puede que, ocupado en las urgencias de la pandemia, no haya advertido que muchos de los suyos están jugando con fuego y en el trayecto incendiario se llevan puesta la mismísima autoridad presidencial.

La salida de Amado Boudou, con el enternecedor argumento de ayudar a su esposa a cambiar pañales generó un inevitable efecto dominó. No fue magia. Si Boudou hoy goza de la cuarentena en casa no es solo por obra y gracia del coronavirus sino de la cantinela a favor de los “presos políticos” que militan muchos de sus funcionarios.

Las impúdicas gestiones del secretario de Derechos Humanos de la Nación, Horacio Pietragalla, para promocionar el retorno al hogar dulce hogar de condenado ex ministro de Transporte de CFK Ricardo Jaime y las diligencias por otras tantas liberaciones hicieron una generosa contribución a la incendiaria rebelión en los penales.

Lejos de aplicarle un correctivo, el Presidente lo citó Olivos para pedirle explicaciones y selfie mediante lo respaldó comprensivo. Señales muy confusas que, lejos de ayudar, confunden. No hay caso: no se puede estar bien con Dios y con el diablo.

El Presidente se ve forzado, cada vez con mayor frecuencia, a verdaderos malabares dialécticos para explicar en los medios las razones de sus subordinados para andar encendiendo mechas cuando hay tanta carga de dinamita disponible.

La vuelta a casa de cientos de delincuentes gatilló los peores recuerdos en la memoria colectiva de los millones de argentinos que encerrados en sus casas cultivan la paciencia y la resignación para sobrellevar este otoño de terror.

En Esquel, un grupo de vecinos atribulados corrió a golpes y piedrazos a Pablo César Sommaruga, tristemente célebre por haber integrado la “banda de los patovicas”, un tenebroso emprendimiento familiar que en 2002 secuestró con fines extorsivos a Ariel Strajman, un joven al que no solo le cortaron un dedo para presionar a su padre, sino que durante su estadía se dedicaron a torturar quemándolo con cigarrillos y ensañándose por su condición de judío. Gente encantadora.

Sommaruga ostentó sin pudor su decisión de ganar la calle en plena cuarentena; argumenta el hecho de acompañar a su mujer a parir. Otro que se prepara para cambiar pañales.

Fue solo un caso más entre las decenas de situaciones relacionadas con la liberación de presos procesados y/o condenados por delitos gravísimos que en cuestión de horas provocaron miedo, bronca y desconcierto al compás del desmadre en la situación carcelaria.

Apremiado por las contradicciones internas de su propio espacio, el Presidente les tiró el fardo a los jueces y no se tomó un respiro para preguntarse por qué ninguno de los suyos no ocupó su tiempo en encontrar una salida verdaderamente humanitaria a la situación de los que están hacinados en ese reservorio horroroso que son las cárceles.

No solo no se pensó en tiempo y forma una medida piadosa que ponga a resguardo a los presos en situación de riesgo, sino que ni siquiera se lo hizo calculando el devastador impacto que un contagio masivo en los penales puede tener sobre el sistema sanitario general.

El obispo Juan Carlos Ares, presidente de la Pastoral Carcelaria del Episcopado, puso un toque sensatez en el debate al ofrecer espacios en dependencias de la Iglesia y casas de retiro para contener a los que están en riesgo.

Ares reclamó al Poder Ejecutivo y al Poder Legislativo que hagan su parte. Una iniciativa que debió haber pensado el Estado derivando a cuarteles y espacios de aislamiento a los que están demandando, con argumentos que nadie puede ignorar, no quedar a merced de Covid-19. A los funcionarios del área no se les cayó una idea, probablemente ocupados en detectar los resquicios que la desgracia general ofrece a sus veleidades ideológicas.

El pretendido equilibrio interno de la coalición que nos gobierna empieza a generar tensiones y cimbronazos. Un esquema político de matriz compleja, con espacios de poder loteados entre las distintas fuerzas que componen el Frente, en sí mismo complicado para tiempos regulares, deviene imposible en la escena pandemia.

De la misma manera que el Covid-19 coloniza los organismos vivos, las contradicciones operativas e ideológicas generan trombosis en las instituciones y amenazan con producir todo tipo de daños colaterales.

En el momento en el que todos tenemos que estar pensando cómo enfrentar el desafío de salir hacia lo que ya se conoce como “la nueva normalidad”, el Presidente ve resquebrajarse su autoridad y liderazgo tratando de equilibrar las irreconciliables diferencias en la que se sostiene la base de su poder.

La pandemia no deja hay margen para el error. Lo dijo el Presidente para justificar la decisión de eyectar sin contemplaciones a Alejandro Vanoli, el titular del ANSES, de su poltrona. No hay tiempo para ineficaces ni distraídos. Tampoco es momento para permitirse dormir al lado del enemigo.

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