Alberto Fernández va delineando una política exterior que no se inscribe en la tradición del PJ ni del país

El incidente con el gobierno chileno es revelador de un estilo que mezcla lo partidario con lo gubernamental, privando al país de un margen de maniobra indispensable en el mundo de hoy. Y el portazo al Mercosur, una renuncia al liderazgo de concepto que en otros tiempos caracterizó al país

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En la última semana, dos hechos marcaron la política exterior. El incidente diplomático con Chile por la participación de Alberto Fernández en un evento del Grupo de Puebla y el anuncio de que Argentina suspende su participación en el Mercosur por desacuerdos con la iniciativa de sus socios de debatir acuerdos de libre comercio.

El Grupo de Puebla es un ámbito ideológico partidario, integrado por referentes de distintos países que además de compartir un ideario tienen en común estar actualmente fuera del poder. Con la única excepción de Alberto Fernández.

Más aún: la reunión de la cual participó el Presidente el 25 de abril pasado ni siquiera era un encuentro del Grupo de Puebla, sino de la oposición chilena -Democracia Cristiana, Frente Amplio y Partido Comunista- durante la cual otros dirigentes del foro enviaron mensajes.

Pero Alberto Fernández es el único presidente en ejercicio; todos los demás miembros del Grupo están en el llano: Lula Da Silva y Dilma Rousseff, Evo Morales, Fernando Lugo, Rafael Correa, José Mujica, Álvaro García Linera, Ernesto Samper y Martín Torrijos, entre otros. Su participación no involucra a sus países.

Alberto Fernández es el único
Alberto Fernández es el único presidente en ejercicio que participa del Grupo de Puebla

A ello se debe la reacción de Chile, que convocó al Encargado de Negocios de la Argentina para pedir explicaciones y calificó el gesto de Alberto Fernández como “injerencia en los asuntos internos de Chile”. El incidente se cerró con una llamada telefónica del presidente argentino a su par chileno.

Entre los miembros fundadores del Grupo de Puebla, además de Alberto Fernández y su canciller, Felipe Solá, están Jorge Taiana y Carlos Tomada. En cualquiera de estos dos últimos pudo delegar el Presidente la representación del Justicialismo y se hubiera evitado el incidente diplomático que generó su “arenga” -así titularon algunos medios del país vecino- a los opositores chilenos exhortándolos a unirse para desalojar electoralmente a Piñera.

Como jefe de Estado, Alberto Fernández bien podía haberse reservado el margen de maniobra que naturalmente tiene por el hecho de presidir el país, en vez de recortarlo en virtud de compromisos de un orden muy diferente a los que habitualmente definen una agenda de Estado.

No es la primera vez que el Presidente contradice así abiertamente un principio elemental de la diplomacia. Hizo lo mismo durante la campaña electoral en el Uruguay, cuando respaldó abiertamente a uno de los candidatos.

Durante la campaña presidencial en
Durante la campaña presidencial en Uruguay, Alberto Fernández apoyo abiertamente al candidato que fue derrocado por Luis Lacalle Pou

Se podría argumentar que el Presidente, en defensa de sus convicciones, no repara en costos. El problema son los planos. Estos encuentros deberían dejarse en manos del partido -que para eso está- evitando comprometer al Estado argentino que el Presidente representa fronteras afuera quiera o no.

Desde ese punto de vista, cuesta entender por qué automutila sus posibilidades de interacción y diálogo en el mundo, sectarizando su posicionamiento, especialmente cuando le toca la dura tarea de administrar un país en crisis, que necesita divisas e inversiones, que debe renegociar su deuda y con un conflicto geopolítico pendiente de resolución.

Son infinitos los temas de una agenda internacional para la Argentina. ¿Por qué privarse de interlocutores? ¿Por qué ideologizar vínculos internacionales que deberían estar dictados sólo por los intereses permanentes del país y no por el interés pasajero de una corriente?

Se puede estar en Puebla, pero la representación debería ser partidaria, no estatal. De lo contrario, en vez de potenciar la voz de la Argentina, se la minimiza y se la lleva a polémicas estériles, explicaciones innecesarias y excusas de ocasión.

El entonces presidente electo, Alberto
El entonces presidente electo, Alberto Fernández, y Felipe Solá en la reunión del Grupo de PUebla que tuvo lugar en Buenos Aires en noviembre de 2019. REUTERS/Agustin Marcarian

Se puede estar en Puebla, pero en el nivel que corresponde a un foro ideológico-partidario, de lo contrario se acaba trabajando para otros. Usando el nombre de la Argentina.

Finalmente, se puede estar en Puebla, pero para eso no es necesario privarse de participar en otros foros.

En la década del 90, el justicialismo participaba de las tres principales organizaciones partidarias a nivel mundial: como miembro pleno en la Internacional Demócrata de Centro (ex Demócrata cristiana) y como observador en la Internacional Socialista y en la Unión Demócrata Liberal. Entre las tres, reunían a los principales líderes del mundo con poder de decisión y vigencia política. El arco iba de Tony Blair a George W.Bush, pasando por Helmut Kohl, José María Aznar, Silvio Berlusconi, José Manuel Durao Barroso, Felipe Calderón, Eduardo Frei, Andrés Pastrana, Luis Lacalle (padre), etcétera, etcétera.

Los encuentros eran la ocasión para tomar contacto personal y establecer un diálogo con protagonistas del acontecer mundial. Pero Carlos Menem, mientras fue presidente, no asistía a las reuniones; delegaba esa tarea en otros referentes del gobierno o del PJ. No comprometía a la Argentina como Estado, lo que no quiere decir que no la haya beneficiado. Era un mecanismo para mantener abiertos canales de diálogo paralelos a los de la política exterior a nivel cancillería.

Actualmente sucede al revés, el Ejecutivo y la Cancillería hacen lo que debería quedar a nivel del partido, comprometiendo los intereses del país sin rédito alguno.

¿Qué problema hay en platicar?, preguntaba Vicente Fox en Mar del Plata en la Cumbre de las Américas de 2005

Y se levantan de la mesa de discusión de ámbitos como el Mercosur, del que la Argentina es fundadora y ha sido motor por muchos años.

“¿Qué problema hay en platicar?”, decía Vicente Fox en aquella inolvidable Cumbre de las Américas (Mar del Plata, 2005), en la cual, para rechazar el ALCA, algunos presidentes latinoamericanos compitieron por ver quién ofendía más a George W. Bush.

Si el ejemplo de Menem resulta poco digerible para los eternos críticos de los neoliberales años 90 -en los que Alberto Fernández inició su carrera de funcionario público-, tomemos el de Lula Da Silva en aquel encuentro en Mar del Plata. Por entonces era presidente del Brasil. Y eso hace toda la diferencia. Se mantuvo en un segundo plano, dio uno de los discursos más moderados de la reunión y le cedió la retórica incendiaria a los argentinos. Unas horas antes de que concluyera la Cumbre se tomó el avión y en Brasilia recibió al mismo Bush para una visita de Estado en la que lo trató con todos los honores que dicta la diplomacia.

Lula da Silva y Dilma
Lula da Silva y Dilma Rousseff in París, el 2 de marzo de 2020. REUTERS/Charles Platiau

Juan Perón también postuló la integración regional y si no pudo avanzar más por ese camino fue porque el mundo le fue adverso, no por no haberlo intentado. Buscó siempre superar el aislamiento y mantenerse lo más libre posible de ataduras ideológicas en el plano internacional.

El Gobierno argentino actual se declara partidario de la integración. Por eso es incomprensible que se ausente del Mercosur porque está en minoría en un aspecto de su política. Nuevamente: ¿qué problema hay en platicar? Salvo que no se confíe en la propia capacidad para influir en el rumbo de los acontecimientos. Pero además ese organismo no puede tomar decisiones sin el acuerdo de todos sus miembros.

De 1983 para acá, el Mercosur es una de las pocas políticas de Estado de la Argentina -que no tiene continuidad en casi nada-. Y, huelga decirlo, política de Estado es la que se sostiene a lo largo de administraciones de distinto cuño.

Pero Alberto Fernández parece supeditar la integración a que haya gobiernos del mismo signo en todos los países miembros del Mercosur, como insinúa su comentario sobre la importancia de la unidad de la centroizquierda chilena. “Quiero que ocurra (...) para que todos volvamos a tener la tranquilidad de poder gobernar en favor de la gente y no en contra de la gente".

El mundo no es ni bueno ni malo. Es el que es y en él se debe actuar. Esperar a que cambien los gobiernos, en la utópica creencia de que eso resolverá los problemas, es perder tiempo y oportunidades.

Por otro lado, de la doctrina Drago hasta el presente, la Argentina en muchas oportunidades ejerció un liderazgo conceptual que ha dejado huella en la región. Es otra tradición que el gobierno no debería abandonar.

Si lo que busca es mostrarse soberano, la alternativa más adecuada a ese fin es, en vez de faccionarse internacionalmente, no participar de ningún foro o tratar de tener presencia en todos.

El mundo no es ni bueno ni malo. Es el que es y en él se debe actuar. Esperar a que cambien los gobiernos, en la utópica creencia de que eso resolverá por sí solo los problemas, lleva a perder tiempo y oportunidades.

De hecho, luego de su “arenga” a la oposición chilena, la charla telefónica entre Sebastián Piñera y Alberto Fernández duró casi media hora. Explicaciones aparte, en agenda estaban: la energía, las fronteras, la pandemia…

La realidad, es decir la gravedad de estos desafíos del presente, impulsan a privilegiar el pragmatismo por encima del sectarismo ideológico.

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