El coronavirus es la coartada para reinstalar la idea de que la única solución a la superpoblación carcelaria es la excarcelación.
Resolver el hacinamiento carcelario liberando presos es un viejo sueño del progresismo. Ya en 2013, la Procuraduría Penitenciaria de la Nación había presentado un proyecto de ley que fijaba un cupo para cada cárcel, superado el cual se volvería obligatorio acortar los plazos para liberaciones anticipadas.
Que no hay que alojar más presos en una cárcel de lo que dicta su capacidad es algo lógico. Que la solución sea liberar presos en vez de construir nuevos establecimientos penitenciarios es ilógico.
En aquel proyecto de la Procuraduría, lo más llamativo era el lenguaje foucaultiano que asimilaba la cárcel a la tortura, decretaba la “inutilidad” del encierro y aplicaba el concepto de “víctima” de modo excluyente a la población penitenciaria.
“Desde Beccaria sabemos que la pena es un mal que añadimos a otro”, arrancaba el texto, olvidando el detalle de que el primer “mal” (eufemismo por agresión, robo, secuestro, violación, asesinato, etc) le fue aplicado a un inocente, mientras que el segundo, la “pena”, es para el victimario.
Pero en la visión de este organismo, compartida por muchos agentes de la Justicia, todo castigo a quien infrinja las leyes está deslegitimado desde el vamos.
Recordemos la célebre cita de Michel Foucault en su libro, biblia del garantismo, Vigilar y castigar (1985): “A los que roban, se los encarcela; a los que violan, se los encarcela; a los que matan, también. ¿De dónde viene esta extraña práctica (sic) y el curioso proyecto de encerrar para corregir?”.
Y la Procuraduría criolla: “El trato que le damos a quien cometió una falta (...) dice mucho acerca de la comunidad que tenemos, de nuestra indiferencia frente al dolor ajeno y sobre nuestros propios límites frente a la dignidad de cada uno”.
Toda la compasión es para el delincuente, a la vez que se pasa por alto la larga lista de delitos aberrantes cometidos en los últimos años en la Argentina por delincuentes en regímenes de libertad morigerada.
“Nuestra cárcel es un dispositivo de respuesta al crimen tan estruendosamente inútil como descarnadamente cruel”, era el diagnóstico de la Procuraduría, que proponía que, cuando el número de internos de una cárcel llegara al 90% de su capacidad, se redujera en un 25 por ciento el plazo para otorgar salidas transitorias, prisión domiciliaria, condicional, etc., además de “impulsar indultos" y “conmutaciones de penas”.
El problema no es el diagnóstico: la superpoblación, el hacinamiento, la insalubridad, etcétera. El problema es la solución escandalosa que se propone sin consideración a las víctimas de los delitos ni la seguridad pública. Al preso se le reconocen más derechos que a cualquier ciudadano de a pie y se promueve la impunidad, alentando conductas delictivas.
Lo nuevo es que sean autoridades de los tres poderes las que incentivan el amotinamiento de los presos: se insubordinan en reclamo de aquello que ciertos jueces, fiscales y legisladores, e incluso el Presidente de la Nación, les dicen que es su derecho
Lo nuevo respecto a aquel proyecto de 2013 es que sean autoridades de los tres poderes las que incentivan el amotinamiento de los presos. Se insubordinan en reclamo de aquello que ciertos jueces, fiscales y legisladores, e incluso el Presidente de la Nación, les dicen que es su derecho.
El aval dado por el primer mandatario a la excarcelación por motivos humanitarios implica una presión adicional a los magistrados que deben evaluar los casos y decidir si conceden o niegan beneficios tales como la prisión domiciliaria.
En declaraciones al programa Toma y Daca (AM750), Alejandro Slokar, juez de la Cámara de Casación Penal, afirmó que en las cárceles “hay una violación del Derecho” porque “la pena se convierte en algo brutal, casi sádico”. Y agregó que “están dadas las condiciones para habilitar una estrategia de despoblación carcelaria”. “Habría que descongestionar un 30% de la población carcelaria”, calculó.
Por culpa del hacinamiento, insistió, “hay muertes anunciadas por la propagación de la pandemia en ese ámbito”, echando así leña al fuego que calienta los penales en este momento.
Si verdaderamente hay presos en condiciones de ser excarcelados -porque ya cumplieron el porcentaje de pena fijado para ser beneficiarios de salidas transitorias o prisión condicional, o porque llevan encarcelados sin condena más tiempo del que fija la ley- que se actúe en consecuencia. Pero fogonear el tema con declaraciones alarmistas es irresponsable.
Es que en el fondo muchos buscan otra cosa: la deslegitimación de todo el sistema. Se quiere instalar una concepción de la cárcel como un castigo absurdo, asimilado a la tortura, léase al crimen de lesa humanidad.
¿Hay hacinamiento en penitenciarías? Sí. Aunque tal vez no en todas las cárceles.
¿Hay condiciones edilicias y de salubridad deficientes? Sí, seguramente.
¿La solución es vaciar las cárceles ? Ciertamente no.
Si, como también dijo Slokar la crisis del sistema penal es “estructural”, también debe serlo la solución. Se debe resolver las causas: poner fin a la lentitud de los procesos y a la eternización o el abuso de las preventivas, construir más cárceles, rehabilitar las que ya existen, reformar el Servicio Penitenciario mejorando su formación y aceitando los protocolos, incrementar la supervisión sobre las cárceles para evitar males como el desvío de recursos y el abuso de autoridad.
Pero los políticos prefieren la solución “fácil”, la menos costosa -para ellos; el costo para la sociedad no les interesa-.
La solución que proponen deja intactos los problemas, además de crear otros; tal vez haya menos presos en un penal pero eso no evitará las malas condiciones de encierro ni resolverá otro problema, que es el de la reinserción, para la cual se necesita educación y trabajo, algo que se implementa de modo desparejo y muy deficiente. De ahí el alto porcentaje de reincidencia.
El debate carcelario actual revela algo más profundo: el progresismo ha encontrado en los delincuentes un nuevo proletariado, esos a los que la izquierda marxista alguna vez llamó despectivamente lumpenproletariado.
El debate carcelario actual no es más que un revelador de algo más profundo: el progresismo ha encontrado en los delincuentes un nuevo proletariado. Es curioso, porque alguna vez la izquierda despreció a esos que Marx llamaba lumpenproletariado.
Según esta visión, el delincuente es una víctima de la sociedad y la seguridad, un reclamo reaccionario de la derecha que se aferra a su propiedad, siempre considerada mal habida.
Se reinstala una vieja tesis de la izquierda que veía en el bandolerismo del siglo XIX y principios del XX “formas prerrevolucionarias de la violencia”, según la famosa definición en los años 60 del sociólogo argentino Roberto Carri.
Hoy se vuelve a esa visión de los delincuentes como un nuevo proletariado. Los que cometen delitos están en rebeldía contra una ley y un orden injustos. Su acción está justificada. No son ellos los que tienen una deuda con la sociedad. Es la sociedad la que está en deuda con ellos.
Cuando un fiscal define al delito como “conflicto social”, lo está legitimando.
Privilegiar las causas sociales en la explicación de los motivos del delito, es una cosa, que en ciertos casos puede tener asidero. Pero de allí a la apología del delincuente, hay un abismo.
En el libro Seguridad, la izquierda contra el pueblo, Hervé Algalarrondo afirma que la intelligentsia “reserva su compasión para los delincuentes y no tiene ni una palabra de consuelo o aliento para los que trabajan, los que estudian o los que padecen por la delincuencia". Mucho menos para los policías caídos en cumplimiento del deber.
Y pronostica que cualquier gobierno, “de derecha o de izquierda”, que decida enfrentar el delito chocará contra el “partido de los derechos humanos”. Un partido informal, una creación de la revuelta estudiantil de mayo del 68 en Francia, que dio origen a esa nueva mirada candorosa hacia la delincuencia. Un partido ante el cual, afirma, muchos responsables políticos han capitulado. También muchos magistrados, cabe agregar.
Un partido que actualmente en la Argentina está al pie del cañón alentando a los presos a pasar a la acción directa.
A ellos habría que recordarles que en las épocas de dictadura, cuando sí había presos políticos, éstos luchaban por ser reconocidos como tales y tener un estatus diferenciado de los “comunes”. La peor pesadilla para un preso político era que lo obligaran a compartir celda o pabellón con un delincuente común. Y no les faltaba razón. El comportamiento, los códigos, la solidaridad… todo era diametralmente opuesto entre dos mundos sin punto de contacto más allá del encierro. Una tradición que hoy desconocen los integrantes del partido de los derechos humanos, que habilitan que se les dé estatus de presos políticos a los delincuentes. Vatayón militante...
Volviendo a la crisis estructural del sistema penal, ¿cuántas cárceles construyeron los que se rasgan las vestiduras hoy por la superpoblación penitenciaria?
Tampoco los partidarios de la mano dura en materia de seguridad hicieron algo, más allá de declaraciones efectistas, triunfos incomprobables sobre el delito organizado y poses para la cámara.
Por la tendencia imperante a ideologizar todo y a polarizar las posiciones, la Argentina se encuentra una vez más encerrada en un dilema sin solución.
Entre el abuso carcelario de un lado y el abolicionismo del otro. Entre la inacción o la violencia.
Entre el hacinamiento o la libertad para delincuentes aun peligrosos.
Es hora de que las soluciones sean tan estructurales como se dice que lo son las crisis.
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