En el día de ayer la Corte Suprema de Justicia de la Nación dio por concluida la consulta llevada a sus estrados por la presidenta del Senado de la Nación Cristina Fernández de Kirchner. En la presentación se demandó al Estado nacional directamente ante la Corte con el objeto de despejar un alegado estado de incertidumbre con “respecto de la validez legal de sesionar por medios virtuales o remotos” y, así, se le solicitó al Alto Tribunal responder concretamente la siguiente pregunta: ¿Puede configurar la pandemia del COVID-19 una situación de gravedad institucional en los términos del art. 30 del Reglamento del Senado que lo habilite a sesionar por medios virtuales? La presentación partió de la base de que el Senado está imposibilitado de sesionar de manera presencial con motivo de la situación sanitaria creada por el COVID-19. Invocó asimismo la necesidad de legislar que tiene el Congreso en materias prohibidas para el Poder Ejecutivo, especialmente en cuestiones tributarias que permitan asistir económicamente a los sectores sociales más afectados por el aislamiento social en vigencia. A su vez, reclamó la necesidad de obtener un pronunciamiento “urgente y concreto” basado en el “temor” de sufrir una lluvia de planteos judiciales que cuestionen la validez de leyes sancionadas por medios remotos, temor que pretendió acreditar adjuntando dos tapas de un diario de circulación masiva.
La acción deducida generó un intenso debate en la doctrina constitucional. Empero, con excepción de dos autores –Roberto Gargarella y Domingo Rondina–, la mayor parte de los juristas, con distintos matices, se pronunciaron por la inadmisibilidad de la acción. En este sentido, pueden mencionarse las opiniones escritas de Alejandro Carrió, Alberto Garay, Andrés Gil Domínguez –aunque con reservas– y Marcela Basterra, las expresadas a partir de consultas mediáticas por Diego Armesto, Gregorio Badeni, Ricardo Gil Lavedra, Félix Lonigro, Félix Loñ, Eduardo Menem, José Miguel Onaindia, Daniel Sabsay, y las expresadas en sus redes sociales, con un aceptable grado de fundamentación, por Pedro Caminos, Ignacio Colombo Murúa, Manuel García Mansilla y Martín Oyhanarte, entre otros.
La Corte Suprema, que ha sido maniqueamente compelida desde cierto sector a optar por escribir la historia con la sangre o la razón, mediante una decisión a mi criterio cuestionable, terminó más cerca de la primera. Comencemos por ver las “razones”.
Para que una pretensión como la deducida pueda habilitar el conocimiento y decisión de la Corte Suprema debía cumplir forzosamente dos recaudos constitucionales fundamentales: encajar dentro de su competencia originaria y, a su vez, constituir un “caso” judicial.
La competencia originaria de la Corte, conforme fue diseñada por las Constituciones de Estados Unidos y la Argentina tras la reforma de 1860, estuvo orientada a la necesidad de preservar el respeto a las Estados extranjeros y locales otorgando un fuero de jerarquía e imparcialidad a sus representantes. Siguiendo la doctrina del juez Marshall en el legendario caso “Marbury vs. Madison” –que el voto de mayoría identifica como el instituyente del control de constitucionalidad cuya autoría endilga al juez Marshall siendo que hay pruebas documentadas que dan cuenta de autores y precedentes que venían aplicándolo con anterioridad–, desde 1887 al resolver el caso “Sojo” la Corte Suprema interpretó de manera invariable que su competencia originaria y exclusiva “es insusceptible de extenderse a casos no previstos” y, en ese contexto, que es una jurisdicción restrictiva y “de excepción”. En la inteligencia descripta, la competencia originaria quedó sometida de manera exclusiva a dos supuestos habilitantes: 1) los asuntos concernientes a diplomáticos extranjeros en el país –y no cualquier asunto– y 2) los que litigue como parte una Provincia (artículos 117 Constitución Nacional y 24 decreto-ley 1285/58). La presentación de la Vicepresidenta no involucra de manera tangible ninguna materia concerniente a personal diplomático ni tiene como parte a un Estado provincial. Por ello, no encaja en ninguno de los supuestos habilitantes de la jurisdicción originaria de la Corte Suprema. A lo expuesto se suma que las veintisiete páginas que constituyen la acción declarativa entablada no contienen el más mínimo tratamiento a la competencia originaria para recibir la presentación que se le dirige a la Corte.
La única situación alegada recayó en la gravedad institucional la cual, según la presentación, sería suficiente por si misma para remover todos los “óbices formales” que impidan el conocimiento de la causa. Concuerdo que existe una situación de gravedad institucional motivada por la falta de funcionamiento de uno de los tres poderes del Estado a partir de las dificultades para reunirse. Sin embargo, la demanda no aborda siquiera mínimamente de qué manera la gravedad institucional obligaría a la Corte a apartarse del artículo 117 de la Constitución para tratar directamente el planteo. No es casual que toda la jurisprudencia y doctrina relativa a gravedad institucional que se cita en el capítulo IV de la presentación corresponda a casos de competencia apelada. Y ello es así porque, como bien lo hacen notar los jueces Rosatti y Rosenkrantz en sus respectivos votos, la gravedad institucional tiene su ámbito de aplicación en la jurisdicción apelada siendo una causal que permite remover “óbices formales” del recurso extraordinario federal. Tal como expresó la propia Corte en 1989 en el caso “Orden y Justicia” –citado en la decisión por los dos jueces mencionados– la invocación de gravedad institucional “no es apta” para habilitar la competencia originaria en casos donde no hay provincias ni diplomáticos. A tal punto ha sido celosa con su competencia originaria que la Corte no la ha habilitado ni siquiera en caso de hábeas corpus.
La circunstancia de no hallarse involucrados ninguno de los dos supuestos habilitantes de la competencia originaria creo que exigía un tratamiento detenido y cuidadoso de la materia y, sin embargo, la presentación no contiene una sola refutación respecto al criterio jurisprudencial apuntado. Como en su momento lo escribí, una eventual forma de habilitar la competencia originaria podría hallarse “involucrando” a una Provincia solicitando a un Gobernador afín –por ejemplo la Sra. Alicia Kirchner– que, en representación de su provincia, demande al Senado para que habilite a sesionar de manera virtual. Para que ello sea posible, el Gobernador debería alegar –y comprobar– que la imposibilidad de sesionar del Congreso conculca intereses del Estado provincial dando lugar a una cuestión federal exclusiva o predominante y reclamar la habilitación para sesionar virtualmente. Aún así, no podía prescindirse del segundo requisito: el caso judicial.
El artículo 322 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación condiciona la admisibilidad de la acción declarativa de inconstitucionalidad a la acreditación de cuatro requisitos: 1) la existencia de un “estado de incertidumbre” sobre una relación jurídica; 2) un perjuicio concreto; 3) la legitimación del presentante y 4) la falta de otra vía legal más idónea. Estrechamente vinculada a la primera de las condiciones se encuentra la exigencia del caso judicial que, como bien lo advierten todos los jueces de la Corte, y muy especialmente Rosatti y Rosenkrantz, es presupuesto de toda demanda (artículos 116 CN y 2, ley 27). Es que la Constitución argentina –a diferencia de lo que sucede con otras como por ejemplo la francesa– no autoriza el control de constitucionalidad preventivo en abstracto. El control es, por regla, posterior y solo puede tener lugar por vía anticipada ante una afectación lo suficientemente inminente que, sin llegar a un daño consumado, pueda cristalizarse mínimamente como un “acto en ciernes”. Por todo ello es que, para que se configure el “caso judicial” y el consiguiente “estado de incertidumbre”, el tema debe ser algo más que un planteo consultivo o una “indagación especulativa” como lo estableció la Corte desde 1985 en el caso “Santiago del Estero c. Nación Argentina”. Cuando un planteo no alcanza a expresar el “estado de incertidumbre” queda en ciertos casos –como este– encuadrado como una cuestión consultiva cuya prohibición hunde sus raíces en la más antigua tradición jurisprudencial argentina y norteamericana desde que en 1793 se trató el precedente “Genêt” que conviene recordar.
A fines del siglo XVIII Estados Unidos y Francia estaban a punto de entrar en guerra debido a la negativa de apoyo político y militar de aquel país a la Francia revolucionaria en sus disputas con Inglaterra, apoyo que Francia necesitaba y reclamaba en reciprocidad por el que le brindó al país del norte durante la guerra de independencia. Decidido a mantener la paz, el presidente George Washington se dispuso a celebrar tratados de comercio y amistad con la Francia revolucionaria, representada por su embajador Edmond Genêt –que, como pocos, encarnaba los ideales e intemperancia de la Revolución Francesa– para distender la situación. Así, el Presidente consideró apropiado obtener el asesoramiento previo de la Corte Suprema en todos los instrumentos legales que vayan en el futuro a redactarse. El 18 de julio de 1793 el Secretario de Estado Thomas Jefferson dirigió una carta a la Suprema Corte haciendo saber que el Presidente Washington se sentiría “muy aliviado” si pudiera contar con “el consejo” y “la opinión” de los jueces de la Corte Suprema en cuestiones de tratados y derecho internacional que “usualmente se presentan de una forma que no llegan al conocimiento de los tribunales” y “cuyo conocimiento del tema nos protegería contra errores peligrosos para la paz de los Estados Unidos”. El 8 de agosto de 1793 el Presidente de la Corte John Jay, en nombre del tribunal, le hizo saber a Washington que la existencia de “límites recíprocos entre los poderes del Estado” y el hecho de ser los miembros de la Corte jueces de última instancia “constituyen fuertes argumentos contra la procedencia de brindar opiniones extra judiciales”, confiando los jueces que el Presidente tendría la sabiduría para discernir lo correcto en los asuntos cuya consulta requería.
La decisión –que por no constituir un caso no fue registrada en los anales jurisprudenciales de la Suprema Corte americana– fue replicada por la Corte Suprema argentina en numerosos pronunciamientos, dos de los cuales pueden explicarse a modo ilustrativo, además de los que se citan en los diferentes votos por los jueces de la Corte. Con el objeto de dilucidar una cuestión de competencia, en el caso “Perroni” un juez de Neuquén dispuso “consultar” a la Corte si los delitos investigados caerían o no bajo la jurisdicción militar. El Alto Tribunal contestó: “en ninguna disposición legal se apoyaría la consulta de un juez a [la Corte Suprema] sobre la resolución de algún punto de hecho o de derecho en causa dependiente de su jurisdicción.” En su condición de jefe del Registro Civil de la Capital Federal, el Sr. “Pasman” abrió una actuación judicial consultando al juez federal le indique si podía entregar duplicados de libretas de enrolamientos. Confirmando las decisiones de las anteriores instancias, la Corte rechazó el planteo sosteniendo la ausencia de caso judicial toda vez que la demanda no implicaba una cuestión contenciosa en los términos del artículo 2 de la ley 27.
Queda más que claro que, con las “razones” descriptas, el planteo de la Vicepresidenta de la Nación no podía tener favorable acogida. Por un lado, no identifica cual es el tema impositivo que se ve privado de tratar, no indica la existencia de un proyecto de ley en concreto que lo recoge ni acredita el estado parlamentario del tema que habilite al Senado a su tratamiento ni, fundamentalmente, la aprobación del proyecto por la Cámara de Diputados a la que la Constitución designa como cámara de origen para el tratamiento de las leyes impositivas. Tampoco se hace cargo de la posibilidad que tienen los Senadores de trasladarse al Congreso ya que, por su condición de autoridades superiores del gobierno nacional (art. 6, inc. 2 decreto 297/2020), están expresamente excluidos del aislamiento social preventivo y obligatorio, ni acredita médicamente la imposibilidad de sus miembros para hacerlo como personas de riesgo. Al no haberse producido –u ofrecido– prueba tendiente a impulsar el tratamiento de la ley tributaria invocada ni acreditarse la imposibilidad de movilización de los legisladores, estamos frente a una presentación meramente consultiva o, en el mejor de los casos, conjetural. Hasta aquí llega la “razón”. Frente a ella se opone la “sangre” representada por la necesidad de evitar muertes y un estado de calamidad únicamente conjurable con la sanción de un impuesto a la riqueza que permita paliar el hambre generado por la crisis de pandemia. Para ello era indispensable que la Corte habilite expresamente al Senado de la Nación a sesionar y tratar la ley por medios remotos que de otra manera no podría tratarse.
Aunque todos los jueces entendieron que la acción deducida era jurídicamente inadmisible por falta de “caso” judicial juzgando con buen sentido que el funcionamiento de las cámaras del Congreso es una cuestión política que deben resolver sus autoridades, no es posible desconocer que la mayoría –especialmente el voto conjunto de los jueces Elena Highton de Nolasco, Juan Carlos Maqueda y Ricardo Lorenzetti– decidió ir más allá al formular consideraciones que, a modo de lo que en el derecho se conoce como obiter dicta, terminaron por dar un respaldo a la pretensión deducida entendiendo que, sin perjuicio de todo el marco teórico apuntado, la situación de emergencia institucional que atraviesa el país exigía de la Corte una “colaboración institucional” –así la llamó Rosatti que, con un voto propio, adhirió al criterio de los tres jueces indicados, aunque de manera más restrictiva– que, en definitiva, terminaría por evacuar la consulta sin reconocerlo formalmente habilitando de hecho su jurisdicción consultiva. Partiendo de la base de que el funcionamiento del Poder Legislativo resulta esencial para el desarrollo de la vida constitucional argentina, sobre todo en épocas de emergencia, sostuvo que el Congreso “tiene autonomía en su modo de funcionamiento de acuerdo al artículo 66 de la Constitución Nacional”. Por su parte, el considerando 16 del voto de los jueces Highton, Maqueda y Lorenzetti es contundente al afirmar que “el llevar adelante las sesiones del Senado bajo una modalidad remota en lugar de la tradicional forma presencial orbita dentro de las atribuciones propias del Poder Legislativo referentes a la instrumentación de las condiciones para crear la ley.” Y agregó que “la posibilidad de que el Senado sesione de manera remota no interfiere con el modo en que la Constitución le impone a esa Cámara ejercer sus atribuciones”. Ahí esta la respuesta que la Presidenta del Senado buscaba. Aunque el juez Rosatti –que adhirió a este criterio– explicó que ello no implicaba prejuzgar sobre futuros cuestionamientos que pudieran hacerse contra leyes sancionadas de manera remota, está claro que no habrá ningún juez que se atreva a declarar la inconstitucionalidad de una ley así sancionada. En las condiciones descriptas, la mayoría de la Corte se dejó llevar un poco por la “sangre” y un poco por la “razón” abriendo en nombre de una “colaboración institucional” innecesaria las compuertas para el ejercicio de una jurisdicción consultiva que constitucionalmente no tiene y que, además, se negó a admitir. Tal vez la doctrina implícita –y no tan implícita– de este “caso” termine vaciada en el futuro. Por ahora habrá que enfrentarse a la circunstancia de que la competencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación no es la que le da la Constitución sino la que quieren sus jueces en función de los planteos que le guste tratar. Como expresó la Vicepresidenta de la Nación: “Cuando la Corte Suprema quiere resolver un caso, lo hace”.
Cuando la Corte amplía de hecho su competencia para satisfacer necesidades políticas sin necesidad acreditada hay también un retroceso del estado de derecho y el péndulo queda más cerca de la “sangre” que de la “razón”. No hay reglas objetivas ni siquiera para describir la habilitación de su jurisdicción. Todo queda reducido a gustos, a sentimientos subjetivos, a la calidad del discurso jurídico del momento, que será compartido por unos y rechazado por otros. En mayor o menor medida, esto último siempre ha sido así y no puede evitarse. Pero quienes concebimos al derecho, y más puntualmente al derecho constitucional –que es la herramienta de trabajo de la Corte Suprema– como un instrumento para racionalizar la política vemos con pesar cuando el máximo tribunal de la Nación da su “colaboración” para evacuar consultas innecesarias haciendo caso omiso a sus competencias constitucionales y mostrando, como ha explicado un eminente juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos al resolver en 2015 el caso “Young v. United Parcel Service, Inc.”, que sólo se necesitan un par de pases de la “Varita Mágica Suprema” para llegar a la interpretación deseada.
¿De verdad se necesitaba esa colaboración institucional? Quienes conocen bien el funcionamiento del Poder Legislativo saben que los Senadores pueden legislar sin consulta alguna. O bien por una interpretación reglamentaria o, en su defecto, modificando su propio reglamento para la habilitación a sesionar virtualmente. Así lo entendió por ejemplo quien por diez años fue presidente Provisional del Senado de la Nación, Eduardo Menem, al ser consultado por este mismo diario.
Mirando el bosque y no el árbol, lo que la Presidenta del Senado teme, a mi criterio fundadamente, es que recurrir a la vía interpretativa para habilitar las sesiones virtuales será funcional a los futuros detractores de la ley extendiendo también al procedimiento parlamentario de adopción el abanico de impugnaciones. En atención a la hiperjudicialización que es del conocimiento de todos, la intención de evitar esto último resulta verosímil. Sin embargo, por la muy sagaz lectura que se haya hecho sobre este punto, la Corte no tiene por qué violar la Constitución ni modificar su jurisprudencia de más de ciento cincuenta años para cumplir “colaborativamente” con algo que no hace falta. En el contexto de aislamiento existente, el artículo 30 del Reglamento del Senado permite expresamente constituir cámara fuera del recinto habitual en casos de “gravedad institucional”. La Presidenta del cuerpo cuenta con todas las facultades para instrumentar las sesiones virtuales. Si quiere blindarse anticipadamente contra futuras impugnaciones debe habilitar las sesiones a través de una modificación reglamentaria que sólo insumiría una reunión presencial adoptando todos los recaudos sanitarios que hagan falta. Ello es lo que hizo la Corte cuando por la Acordada 11/20 habilitó las reuniones de acuerdo por vía remota.
Si hiciera falta, el presidente del Senado cuenta con todas las atribuciones legales para trasladar el recinto a un lugar que cumpla con las medidas de aislamiento requeridas. Dos ejemplos históricos, entre muchos otros, dan testimonio de esta potestad. Desde el año 1547 la Cámara de los Comunes –Diputados– en Inglaterra se reunió para sesionar en la Capilla de San Esteban. Sin embargo, en 1834 el lugar se incendió y tuvieron que mudarse hasta 1882 donde lograron restaurarla. El recinto fue nuevamente destruido en 1941, esta vez por los bombardeos de la Luftwaffe, lo que obligó a mudar el lugar de reuniones hasta su reconstrucción en 1950. Cuando en la noche del 28 de febrero de 1933 –supuestamente– Marinus van der Lubbe incendió el Reichstag, el Parlamento alemán continuó sesionando en el edificio de la ópera –Krolloper– sin impedimento alguno para sancionar normas trágicas como la “ley habilitante” para el canciller Adolf Hitler.
Como representante de la Cámara (artículo 36 del Reglamento de la Cámara de Senadores) y encargada logística de las reuniones (art. 32 inc. a), la Presidenta del Senado tiene las atribuciones necesarias para interpretar el reglamento o mudar el recinto. Si prefiriese garantizar al máximo el aislamiento y evitar la concurrencia de los senadores, podría habilitarse a sesionar virtualmente con una reforma reglamentaria de trámite rápido. Procurando la concurrencia mínima y en una reunión podría introducirse la posibilidad de sesionar virtualmente en un lapso no mayor a diez días siguiendo este procedimiento. Ese es el mecanismo que dará mayor seguridad jurídica blindando la ley cuya sanción se persigue, al menos en lo tocante al procedimiento parlamentario. Si aun así considerase inconveniente la concurrencia a una sesión, deberá asumir el riesgo de su decisión. Pienso que los senadores deben cumplir con su deber como lo hacen los cajeros de supermercado, los repartidores de mercadería domiciliaria, los periodistas, los choferes, los jueces y abogados que trabajamos en la feria, máxime considerando que están excluidos del ASPO. La Corte debe cumplir el suyo y evitar evacuar consultas de otros poderes ejerciendo su función en el marco de las competencias constitucionales que le han sido atribuidas.
Todas estas cuestiones fueron advertidas de lleno por el presidente del tribunal Carlos Rosenkrantz quien, al igual que sus colegas, advirtió la ausencia de “caso judicial”, pero juzgó innecesaria cualquier “colaboración institucional” para evacuar la consulta sometida a su consideración desnudando la verdadera intención de la demanda: no obstante negarla, sostuvo, la consulta aparece como “inocultable” dado que lo que pretende no es otra cosa que “obtener una respuesta a la pregunta formulada”. El Presidente de la Corte entiende bien que “admitir pretensiones de esta naturaleza implicaría ignorar el texto expreso de la Constitución, desandar más de 150 años de historia institucional y alterar radicalmente el carácter del Poder Judicial de la Nación, transformándolo en un órgano distinto al que fuera creado por nuestra Constitución”. En un “país al margen de la ley”, como escribió Carlos Santiago Nino más de treinta años atrás, el apego a la ley, a las tradiciones jurisprudenciales, a la necesidad de evitar en lo posible valorar el derecho, a no opinar sobre lo que no corresponde opinar, a comprender que los jueces deben evitar el protagonismo político, su discípulo, Carlos Rosenkrantz, parece ser una opinión minoritaria que no arraiga. Quizá él no tiene “sangre”, solamente tiene “razón”. Lamentablemente para él, Rosenkrantz es un juez para una Corte de otro tiempo. Su razonamiento claro y simétrico hubiera encajado bien en la época en que la Corte era conducida por Antonio Bermejo. Rosenkrantz queda en soledad como en algún momento le pasó Bermejo cuando en 1922, arrastrados por Figueroa Alcorta, sus pares decidieron avalar la ley de alquileres 11.157 sancionada, también en una “emergencia”, por el gobierno de Yrigoyen, congelando el precio de las locaciones por dos años. En la que a mi juicio es una de las diez mejores disidencias de la historia de la Corte Suprema, Antonio Bermejo advirtió allí que la escasez de habitaciones que como emergencia funda el congelamiento del precio de los alquileres “en un momento puede ser sobreabundancia en otro y la misma razón de estado llevaría a imponer autoritativamente el aumento del alquiler, lo que en definitiva significaría la desaparición de propietarios y de inquilinos reemplazados por el Estado que se habría convertido en empresario de un inmenso falansterio”. Agregó que la Constitución rige en todas las circunstancias y en todos los tiempos, y nada autoriza a los poderes públicos a apartarse de ella, pues “su terminología es bastante general para adaptarse a las modalidades de los tiempos y a los adelantos de la civilización, siempre en armonía con el espíritu de sus disposiciones”, y que “no hay circunstancia que autorice una desviación porque su significado no se altera”. Sus pares quisieron evitar la “sangre”, Bermejo eligió conservar la “razón”. La historia terminaría reconociéndolo a él y olvidando a ellos. Tal vez Rosenkrantz pueda conformarse por ser reconocido como el único juez que falló conforme a derecho.
El autor es profesor de Derecho Constitucional de la UBA y miembro de los Institutos de Derecho Constitucional de las Academias de Derecho y de Ciencias Morales y Políticas.