A 43 días de declarada la emergencia sanitaria por el COVID-19 en el país y a 35 del aislamiento social preventivo y obligatorio, la curva de aprendizaje de la ciudadanía frente a la pandemia fue no sólo rápida sino efectiva. Sin previo aviso, incorporamos prácticas sanitarias y de circulación que resultan extenuantes. Aprendimos de síntomas; cuidados; recomendaciones; temores, incertidumbre y estadísticas. Nos volvimos adictos a las noticias. El virus es democrático. No elige lugares, edades, países ni clases sociales. Nos alejamos de los abrazos y los afectos. Cuidado virtual; palabra e imagen. Aprendimos de infectología y lo logramos. Todos los días nos lo dicen; el aplanamiento de la curva de contagio está evitando la catástrofe. Pero en ese mes y medio, ¿qué hay de la curva de aprendizaje de la dirigencia política? Sin ir más lejos esta semana el funcionamiento del Congreso ha estado en la mira de los medios. Con periodistas profesionales interpelando a diputados profesionales. Hablemos de lo público, del Estado y la política en este mes y medio en Argentina, porque suenan parecido pero no son lo mismo. Lo que la pandemia nos permite ver de nosotros mismos aunque se comunique mucho menos.
Lo primero es el enorme poder social y autónomo de lo público. Eso que somos todos, y que llena las plazas y las calles con todas las clases sociales. Lo que nos agobia y nos distingue como sociedad frente a otros países democráticos. Con ese famoso exceso de politización que nos caracteriza. Gracias Yrigoyen por el voto obligatorio, eso tan criticado, en ocasiones, “por su costo”. Votar en este país es una elección, una obligación, pero sobre todo una cultura cívica. No les pertenece a los partidos. Pensarlo en términos de pertenencia partidaria en una democracia consolidada como la Argentina, es lo que confunde todo el tiempo a la política y los políticos.
Lo público es ese un capital social que permite que esa acción colectiva de la ciudadanía vaya siempre adelante de la dirigencia política. Es ese espacio en que construimos, con intensidad y diferencia, y que se autoconvoca y aplaude a sus médicos y el que denuncia -con razón y justicia- la enorme asimetría salarial que existe entre lo que gana el personal de salud y la élite política (incluidos periodistas, sindicalistas y políticos) Sí, pensar cómo la élite política mira y hace con lo público es el primer desafío de una agenda que, con crisis sanitaria o sin ella, no puede esperar en Argentina.
Lo segundo es el Estado, ese enorme aparato llamado sector público o administración en los tres niveles de gobierno: nación, provincia y municipios. No somos todos. Algunos están dentro; otros afuera. Y la exclusión no distingue entre clases sociales. Ese “Estado” es padecido en distintos grados por pobres, clases medias y ricos. Sí, también ricos, que hicieron su capital “a pesar” y no gracias al Estado argentino.
Todos los sabemos; lo decimos menos. Eso explica por qué en Argentina sobra “nacionalismo” (necesitar sentir que somos lo mismo) y falta “nacionalidad” (saber que somos iguales). Nacionalidad y nacionalismo. La diferencia entre la certeza de saber que pertenecemos del mismo modo y la ansiedad de sentir que no pertenecemos igual. Sí, mirar y asumir el Estado que construimos en estos 36 años es el segundo desafío de una agenda que, con crisis sanitaria o sin ella, no puede esperar. Porque la emergencia sanitaria llega en un Estado que ya estaba en emergencia. No es que la pandemia hará olvidar que la incertidumbre es un estado natural para quienes no están dentro de ese Estado que debemos transformar. No alcanza con los informes diarios de salud. Lo saben los ejecutivos que han logrado coordinar con eficiencia entre Nación y Provincias esa emergencia. ¿Lo sabe el resto de la dirigencia?
Lo tercero, la política y los políticos. Tampoco son lo mismo. Tienen en común que son pocos. Eso es lo que llamamos élite. La política son los dirigentes de los clubes de fútbol, los periodistas y las empresas periodísticas; las ONGs de alta gama, los empresarios con contacto directo con el personal político del Estado; los sindicalistas, etcétera. Ellos son la política. Y luego nosotros. Los políticos de partido. Quienes ocupamos cargos electivos. Somos pocos pero tenemos poder. Capacidad, desde el Congreso y el Ejecutivo, para hacer bien o para dañar. Somos los partidos los que nominamos el personal para los tres poderes públicos: Ejecutivo (Estado), Judicial y Legislativo en los tres niveles del Estado. Competimos, coordinamos y negociamos por espacios de poder con los otros actores de la política. Nadie que pertenezca a la política desconoce que así funciona, pero no se comunica de este modo a la ciudadanía. Concluido el milagro de los primeros quince días que nos permitieron a todos, público, Estado, política y políticos sentir un país agobiado frente a lo desconocido, donde la moderación fue el lenguaje que comunicó, la grieta, que es negocio para pocos y daño para todos, volvió.
¿Cuánto es que creemos que la política del apocalipsis, venga del gobierno, la oposición o actores influyentes en la comunicación puede seguir siendo lo que la ciudadanía argentina escucha en esta emergencia con dimensiones no conocidas? Sensatez, responsabilidad, certezas en la incertidumbre, liderazgo (saber hacia dónde, y cuánto) es lo mínimo que deberíamos estar coordinando. Claro que somos la política y los políticos los que primero deberíamos estar dispuestos a dar antes que pedir o pontificar. Eso, justo eso, es lo que ahora no puede esperar. El tiempo de las videoconferencias o las fotos o los anuncios para saber cuánto durará la pandemia no es la noticia que la ciudadanía espera.
La autora es diputada nacional por la ciudad de Buenos Aires y vicepresidenta del Bloque UCR