Una crisis que acelera el cambio de rumbo

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El Día Internacional de la Madre Tierra subraya una obviedad esencial: el planeta y sus ecosistemas nos dan la vida y el sustento. Nada menos. La efeméride, entonces, viene a recordar que promover acciones para la defensa y la preservación del ambiente es -o debería ser- una responsabilidad colectiva ineludible.

Ahora bien, este nuevo aniversario del Día de la Tierra nos encuentra en el marco de una crisis triple: la sanitaria, inducida por la pandemia de la COVID-19, encendió la mecha de una emergencia económica -con consecuencias todavía desconocidas- que, a su vez, se enmarca en la crisis climática sobre la que la comunidad científica internacional nos alerta desde hace años. Décadas.

En este contexto, y como producto del parate económico generalizado resultante de las distintas variantes que adoptó en decenas de países en todo el mundo el aquí llamado “Aislamiento Social Preventivo Obligatorio”, una importante cantidad de reportes se empecina en mostrar mejoras en los indicadores ambientales.

Dejemos algo en claro: no existen ventajas ambientales en una pandemia. Ninguna. Primero, porque cualquier parámetro reposa hoy sobre la base de un elevadísimo costo en términos de padecimiento humano, y el ambiente no puede ser entendido sino en relación con las personas, su salud, la preservación de la vida.

En segundo lugar, porque si nunca hasta ahora hemos pensado el ambiente disociado de la producción y la actividad económica sino, idealmente, enmarcado en un modelo de producción y consumo que nos brinde la posibilidad de un desarrollo inclusivo y sostenible, indicadores que surgen como resultado de la suspensión transitoria de actividades industriales y de comercio no pueden ser considerados como datos válidos, relevantes o permanentes.

Lo que la pandemia sí demuestra con contundencia es otra cosa: nuestra fragilidad para enfrentar situaciones de riesgo extremo, que nos obliga a optar entre proteger la vida de las personas o sostener el funcionamiento de la economía tal como lo conocemos.

Así y todo, el impacto que pueda producir esta pandemia es, reconoce el propio secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), António Guterres, significativamente menor al que tendría una potencial crisis climática. La diferencia radica en que la emergencia de la COVID-19 nos coloca ante una situación de peligro presente e inminente que obliga a actuar ahora, mientras que la crisis climática -al igual que la mayor parte de los impactos que se producen sobre el ambiente- resulta gradual, acumulativa, incierta como el punto de hervor de la leche, que llega de un momento a otro y rebalsa el líquido sobre la hornalla. Y como dice el refrán, de nada vale después llorar sobre la leche derramada: las consecuencias serán devastadoras, irrecuperables. Debemos entonces actuar ya. Si no logramos hacerlo hasta ahora, ¿quizá sí a partir de esta pandemia?

El mundo no será el mismo una vez superada la crisis de la COVID-19, de eso nadie parece tener dudas. Porque los cambios que se producirán a nivel social, político, económico, institucional, e incluso en las propias personas, serán muchos y significativos. La situación que plantea esta pandemia impone nuevos parámetros de producción y consumo, más enfocados en la noción de lo que es “esencial”; reforma hábitos laborales -fomenta, por ejemplo, el trabajo a distancia-; pone en jaque los sistemas de conectividad virtual al tiempo que visibiliza cuánto urge acelerar la transición energética; y nos reubica frente al paradigma del cuidado: en principio, personal, pero en una lógica que, junto con los nuevos hábitos de higiene, impactará en una mayor y mejor consideración también de lo que nos rodea, y de quienes nos rodean. Porque los grupos de personas en situación de vulnerabilidad reclaman hoy nuestra más directa y prioritaria atención, la crisis es -también- un llamado a la empatía, cualidad que resulta absolutamente necesaria para impulsar acciones y cambios en materia ambiental.

Pero eso no es todo: la emergencia provocada por la irrupción mundial de la COVID-19 también nos demuestra que es posible, y hasta necesario, que ante un evento con posibles consecuencias catastróficas a nivel sistémico, se adopten medidas preventivas razonables, sin esperar a tener evidencias de un daño contundente. Esto es lo que la comunidad ambiental a nivel mundial denomina “tomar decisiones basadas en el principio precautorio” y es, precisamente, lo que habitualmente los Gobiernos se niegan a hacer. Bajo el argumento de que poner en marcha medidas de control climático sin contar con evidencia de posibles daños no haría más que perjudicar la economía en lo inmediato, ignoran -me permito retomar la metáfora- el cazo sobre la hornalla encendida. El hervor es inminente. Pero hasta entonces...

Finalmente, la pandemia resalta la importancia de escuchar a la ciencia para la toma de decisiones que requieren de mucho fundamento técnico en tanto buscan establecer medidas de protección anticipada. De hecho, la mayor parte de los Gobiernos que adoptaron medidas tempranas de prevención -con lo que lograron evitar un crecimiento abrupto de la curva de infectados por el virus-, lo hicieron mediante la escucha y con participación de personal de la salud, especialistas en infectología, epidemiología y otras ramas de la ciencia.

Cierto es, no obstante, que ninguna de estas medidas podrán tener impacto significativo en tanto no se consoliden en el tiempo, acompañadas por políticas públicas acordes. La pandemia no hará desaparecer los problemas subyacentes; por el contrario, posiblemente prorrogue, una vez más, las acciones necesarias para enfrentarlos. Mucho de esto dependerá de las decisiones que, en materia económica, se pongan en juego a la salida de la emergencia.

Lo dijo el presidente Alberto Fernández: enfrentamos una guerra contra un enemigo invisible. No será el único ni el último. La pregunta que sigue es cómo haremos para mantener y profundizar los cambios de conducta y de políticas que nos permitan evitar las próximas “guerras”. Nuestra madre Tierra se pregunta exactamente lo mismo. Mientras la leche burbujea.

El autor es director ejecutivo de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN)

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