La reciente performance de un colega historiador portando la estrella de David, símbolo de la persecución de los judíos y de la memoria que la acompaña (que resume el término hebreo de “Shoah” שואה: catástrofe), sugiere que el destino de los adultos mayores residentes en el territorio del gobierno de la ciudad de Buenos Aires es similar al de más de seis millones de judíos perseguidos y exterminados durante la Segunda Guerra Mundial. Como historiadora -que por cierto valora mucho las contribuciones múltiples que ha hecho José Emilio Burucúa en los campos de la producción científica, de la formación en la investigación y de la restauración de arte- mi consternación es grande. Diría incluso, enorme. Ante el esperado comunicado de la DAIA denunciando la inadmisible comparación, declara al diario Perfil “haber quizá exagerado con el símil”. Pero mantiene la pertinencia y legitimidad de hacerla, señalando el paralelo entre las primeras medidas estigmatizantes hacia los judíos -entre 1933 y 1935- y las medidas proyectadas por el gobierno de la ciudad. La respuesta terminó de abatirme.
No voy a discutir aquí ni las medidas anunciadas por el jefe de gobierno de la ciudad, ni el análisis que hace el historiador sobre la dimensión discriminatoria y atentatoria a la libertad individual que éstas tienen y de lo cual se quejaron, de manera menos espectacular, otras personalidades, entre ellas Graciela Fernández Mejide. La crisis del Covid-19 es de una gran complejidad, tanto en lo que hace a sus causas como a la manera de salir de ella. La crisis no es sólo provocada por el colapso anunciado del sistema hospitalario al que apuntan las medidas denunciadas; su dimensión económica ya no es un misterio para nadie, como tampoco las consecuencias sociales, políticas y culturales que arrastra. De manera menos explorada, también está dando cuenta de una crisis del paradigma social vinculada a la mutación ecológica que conlleva una crisis antropológica, como lo señaló recientemente el historiador Stéphane Audoin-Rouzeau. El Estado y la sociedad tal cual fueron pensados en el siglo XIX ya no pueden aportar una respuesta adaptada a las mutaciones que la crisis pone en evidencia. Ello requiere que los investigadores e investigadoras de todas las áreas del saber que disponemos de recursos y condiciones privilegiadas -garantizadas, nunca está de más recordarlo, por los contribuyentes- aportemos nuevos conocimientos que contribuyan a pensar y actuar frente a una situación inédita por su amplitud y efectos -muchos provocados por las medidas sanitarias en todo el planeta. En otros términos, si prescindo de entrar aquí en este debate, incito a que este siga teniendo lugar porque las medidas que nos implican y hacen de cada uno y cada una, una pieza esencial de la respuesta, no pueden venir de unos pocos, ni imponerse de manera vertical.
Como historiadora, en cambio, me urge intervenir. Aclaro que no soy especialista en la Segunda Guerra Mundial. Ello no me impide, sin embargo, constatar dos cosas. La primera es que el símbolo utilizado para denunciar una situación tiene poco que ver con un razonamiento histórico. El peligro de ver al presidente de la República -pues convengamos que un holocausto no podría organizarse en el marco del gobierno de la ciudad, por más federalismo que evoquemos- organizando un plan sistemático de exterminación de los mayores de 70 años, que las primeras medidas discriminatorias estarían anunciando para el ojo atento de un especialista del pasado, no parece plausible ni para el propio Burucúa, quien en una intervención posterior reconoce: “Estoy casi seguro de que nada de eso ocurrirá con los ancianos argentinos, por fortuna”. La segunda constatación que se desprende de la primera es que la analogía que opera es más bien un recurso para alertar a la población de un peligro inminente, el de que los mayores de 70 años sean sometidos a medidas sanitarias de confinamiento específicas para ese grupo etario. Entiendo muy bien la reacción epidérmica de quien luego de semanas de confinamiento -que es también una masiva medida de privación de libertad- encuentre que su condena se perpetúa por la simple razón de haber alcanzado los 70 años. Supongo que es este procedimiento – el de seleccionar a un grupo dentro de la población en su conjunto para aplicarle medidas específicas- el que inspiró el símil con el genocidio de los judíos europeos. Con la pequeña salvedad de que en un caso se trata de medidas que buscan evitar la muerte y en otro, ejecutarla de manera sistemática. Los usos del pasado -en este caso podríamos definir como político-comunicacional, destinado a llamar la atención para generar una toma de conciencia colectiva- son vastos, variados y en algunos casos, como en éste, desconcertantes. ¿El fin justifica los medios? Es un viejo debate de la filosofía política que la iniciativa del intelectual argentino relanza. Personalmente no lo pienso y creo que las protestas de la DAIA no deberían descartarse de plano y merecerían unas sinceras disculpas públicas.
Recuerda el sociólogo Pierre Bourdieu, en un texto que no casualmente titula “El olvido de la historia”, la dificultad que encuentran las ciencias sociales para desarrollar un trabajo de reflexividad que supondría incluirnos dentro del objeto de conocimiento y renunciar de este modo a la “extraterritorialidad social” que tendemos naturalmente a adjudicarnos como investigadores. Ella se funda en hábitos adquiridos y en posicionamientos dentro de un campo específico que interviene en la producción de conocimiento. Para decirlo en términos más simples y seguramente simplistas, nuestra autoridad como científicos y el poder que ella confiere reside en buena parte en condiciones materiales que excluimos de la observación. Es una realidad que todos y todas conocemos muy bien en nuestras experiencias cotidianas y que explica las razones que motivan estas líneas destinadas a contradecir públicamente a un historiador prestigioso, de renombre internacional, laureado de varios premios. Todo ello debería disuadirme de abandonar esta iniciativa si no fuese que allí mismo reside la razón que me lleva a ello. Tanto más aún que este último domingo, en un artículo publicado en Infobae, que lleva por título “Masivo rechazo de prestigiosos intelectuales”, Luis Alberto Romero apoya la iniciativa “quizá criticable desde muchos puntos de vista, pero eficaz” estableciendo también una analogía, ya no con la historia sino con “las películas sobre el nazismo”. El lugar que ocupan estos historiadores en el campo historiográfico legitima científicamente y banaliza políticamente un uso inadmisible de la historia que no tardará en dispararse, para la desgracia de éstos y la de todos los historiadores e historiadoras que batallamos cotidianamente en nuestras clases y en nuestras investigaciones para instalar el rigor como norma, enseñando a manipular con extremada prudencia las comparaciones y evitando utilizar experiencias históricas altamente inflamables -objetos aún calientes, según la distinción introducida por Lévi-Strauss- para atraer la atención de la opinión. Si los anacronismos y extrapolaciones que acompañan muchos de los usos políticos del pasado son reprobables en sí, sus efectos mucho son más perjudicables cuando provienen de historiadores, más aún si estos benefician de un gran prestigio académico. Una desmesura que ya los griegos condenaban como hybris. No es sin embargo este aspecto “profesional” el que me empuja a escribir estas líneas. La extrapolación histórica con fines políticos implica la manipulación de uno de los eventos más terroríficos y dolorosos del pasado, mortificando en lo más profundo la memoria traumática de un pueblo y la de nuestra común humanidad. “Ustedes que viven seguros, en sus cálidos hogares… piensen que esto ocurrió”, un exhorto de Primo Levi, nunca más de actualidad.
Descubrí esta mañana al despertar -resido en Francia-, las disculpas de José Emilio Burucúa, publicadas en este mismo medio. Me alegra volver a encontrar al colega sensato, afable y moderado que siempre respeté. Mantengo sin embargo la publicación de este texto porque como su gesto recibió “muchos adhesiones”, según lo señala en su carta de disculpas, es importante que se sepa que también algunos y algunas lo reprobamos a pesar de la amistad, lamentando que intelectuales de “buen nombre y honor” lo hayan podido celebrar.
La autora es doctora en Historia por la Universidad de la Sorbona en París y profesora titular de la cátedra Civilización de América Latina de la Universidad París Diderot