Una de las mayores conquistas de la humanidad ha sido la consagración del Estado de Derecho como modelo de organización de los países. No fue una tarea fácil, sino propia de la evolución del ser humano a lo largo de siglos. El Estado de Derecho consiste, básicamente, en asumir que los funcionarios deben sujetarse a un ordenamiento jurídico que asegura un determinado conjunto de derechos y, llegado el caso, deben responder por sus conductas antijurídicas.
Nuestra Constitución nacional adopta este modelo de Estado, a la par que estatuye la forma republicana y representativa de gobierno. El reconocimiento de la república hace al Estado de Derecho, pero no se agota ahí mismo. El Estado de Derecho se construye cada día, y se va fortaleciendo de precedentes y de hitos que pueden ir cambiando de acuerdo con distintas épocas. El derecho fluye, no es inmóvil.
El ordenamiento jurídico que el Estado debe respetar y hacer cumplir viene dado por la Constitución nacional, los tratados internacionales, las leyes, los reglamentos, los actos administrativos, los precedentes y los principios generales del derecho.
Es en la Constitución nacional donde se reconocen nuestros principales derechos y garantías, entre los que encontramos el derecho a la vida, las libertades de expresión, de reunión y de asociación, las libertades económicas (propiedad, trabajo y comercio), la igualdad, la libre circulación, el derecho de defensa y muchos otros más. Estos derechos no pueden ser alterados por las leyes que los reglamentan. Ciertamente no se trata de derechos absolutos dado que deben armonizarse entre sí. En nuestro sistema constitucional, sancionado en 1853 y hoy plenamente vigente, la dignidad de la persona es la fuente central de todos los principios y derechos que la Constitución reconoce.
También en nuestra Carta Magna se definen las competencias de los tres poderes públicos que conforman el Estado: El Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial. La reforma del año 1994 incorporó nuevos derechos y garantías acordes con nuestro tiempo, como los derechos de los usuarios y consumidores o el derecho a un ambiente sano, entre otros.
El rol del Estado está muy bien definido en nuestra Constitución. El Estado es el garante de nuestros derechos y garantías, y debe promover el bienestar nacional y la prosperidad del país. Si uno lee el preámbulo, allí mismo los constituyentes se preocuparon en resaltar que entre los fines del Estado se encuentran los de afianzar la justicia, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad. Fueron estos mismos constituyentes quienes contemplaron la posibilidad, en casos de conmoción interior que pusiera en peligro la vida en sociedad, de suspender las garantías constitucionales, a través de la declaración del estado de sitio en la provincia o territorio en donde exista la perturbación del orden.
Argentina es un país que vive en estado de emergencia desde hace ya varias décadas. Los argentinos estamos acostumbrados a vivir en situaciones declaradas de emergencia, donde muchos de nuestros derechos constitucionales se restringen, a veces indefinidamente, a pesar de que la emergencia, como lo ha dicho la Corte Suprema en más de una oportunidad, debe tener una naturaleza transitoria, pues su prolongación desnaturalizaría la asunción de competencias excepcionales. Sin embargo, en la Argentina la excepción fue convirtiéndose poco a poco en la regla.
Hoy nos encontramos ante un desafío completamente distinto. A pesar de ser campeones en materia de emergencia, la pandemia del virus COVID-19 -declarada por la Organización Mundial de la Salud- genera una situación mucho más grave, requiriéndose un imperioso fortalecimiento del rol del Estado y la consecuente protección de las garantías de los individuos.
Esta pandemia, que circula en nuestro país, nos ha encontrado ya en emergencia. De hecho, a fines del año pasado se dictó la última ley de emergencia, la ley 27.541 actualmente vigente, que declara la emergencia pública en materia económica, financiera, fiscal, administrativa, previsional, tarifaria, energética, sanitaria y social de la Argentina. Es importante comprender que el derecho de emergencia tiene bases constitucionales, y es en la Constitución nacional donde también encuentra sus limitaciones. Por ejemplo, además de la transitoriedad requerida, la emergencia no habilita a frustrar o aniquilar derechos, sino a suspender su goce.
El Congreso nacional ha dictado en innumerables ocasiones la emergencia del país, justificando el uso de remedios excepcionales y extraordinarios, pero en esta oportunidad ni siquiera tuvo tiempo para hacerlo. De allí que no contamos con una ley declare el estado de emergencia por el COVID-19 . Mucho menos se ha discutido o declarado el estado de sitio.
La limitación de los derechos de los habitantes por razones de salud pública es uno de los ejemplos tradicionales de la competencia legislativa usualmente denominada “poder de policía”. La novedad que presenta la emergencia es que habilita que esa competencia ya existente se ejerza con una mayor intensidad.
La pandemia nos ha sorprendido a todos y el Gobierno debió dictar decretos de necesidad y urgencia para declarar la emergencia e imponer un aislamiento social tan necesario para contener al virus, como grave por la magnitud de las restricciones que impone a los derechos de los habitantes, entre ellos las libertades de circulación, de trabajo y de comercio e industria.
Los decretos de necesidad y urgencia son herramientas valiosas para este tipo de situaciones, y a pesar de su ostensible abuso en el pasado, en las actuales circunstancias su utilización -con apego la Constitución- no debiera ser cuestionada. La velocidad imprevisible con la que avanzó el COVID 19, y la gravedad de sus consecuencias, es casi un ejemplo de libro de una situación que impide seguir el trámite parlamentario para la sanción y promulgación de las leyes. Quienes cuestionan su utilización en estos casos, en realidad esconden un rechazo absoluto a esta herramienta, la cual de ningún modo es ilimitada. Hay exigencias formales, materias vedadas -como la impositiva o penal- y toda medida que se tome debe ser legítima, es decir razonable y proporcionada. Ciertamente, de no haberse dado esta urgencia, hubiese sido necesario que el Congreso dictara una ley de emergencia específica, y delegara en el Poder Ejecutivo el dictado de los reglamentos de emergencia necesarios para afrontar esta situación. Pero ello no ha sucedido, dado el estado de necesidad urgente que exigió una respuesta inmediata.
Asimismo, debemos destacar que muchas de las decisiones adoptadas por el Gobierno constituyen lo que en derecho denominamos actividad discrecional administrativa, que le permite al Poder Ejecutivo elegir entre varias alternativas, todas igualmente válidas. No es infrecuente escuchar preguntas del tipo ¿es legal que la cuarentena se extienda hasta fin de abril? ¿Resulta legal que por decreto de necesidad y urgencia se extienda hasta mayo cuando en Brasil es mucho más flexible? ¿Es legal que no me permitan ir al trabajo, si en países como Suecia o Alemania siguen con la vida normal? La respuesta a este tipo de interrogantes y tantos otros es que sí, es legítimo. Esa es la función que debe ejercer el Poder Ejecutivo en un Estado de Derecho en épocas de excepción y urgencia. Es más, es un rol impostergable del Poder Ejecutivo actuar como lo está haciendo. Y sus decisiones son -dentro de lo razonable- enteramente discrecionales, aunque algunos de sus alcances puedan no gustarnos o consideremos que quizás existen alternativas mejores.
Ello en modo alguno significa que el Gobierno tiene “piedra libre” para hacer lo que quiera. Sus actos siempre deben ser razonables, transparentes y deben explicarse sus motivos. En caso de que el Gobierno llegara a dictar actos arbitrarios, será función del Poder Judicial controlarlos y revocarlos si fuere necesario. Los jueces podrían, a petición de los ciudadanos, por ejemplo, controlar si las medias dispuestas en los actos dictados son proporcionales a los fines buscados.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha emitido una reciente e importante declaración denominada “Pandemia y Derechos Humanos en las Américas”, por medio de la cual señala, con acierto, que las medidas que los Estados adopten, en particular aquéllas que resulten en restricciones de derechos o garantías, deben ajustarse a los principios pro persona, de proporcionalidad, temporalidad, y deben tener como finalidad legítima el estricto cumplimiento de objetivos de salud pública y protección integral, como el debido y oportuno cuidado a la población, por sobre cualquier otra consideración o interés de naturaleza pública o privada.
Hasta el momento, las medidas que ha adoptado el Gobierno de nuestro país parecen todas razonables, dentro de la discrecionalidad que ha tenido. Se ha valorado correctamente que entre los derechos humanos afectados por la pandemia el más trascendente es el derecho a la vida, y en consecuencia las medidas adoptadas estuvieron orientadas a la protección de ese bien tan preciado -cuestión afirmada por el Presidente Fernández en varias oportunidades-. A su vez, estas decisiones fueron oportunas y necesarias, como la limitación de la circulación de las personas, el control del abastecimiento de productos, la asistencia a los sectores carenciados, la garantía del suministro y prestación de los servicios públicos, las restricciones a ciertas actividades, comercios e industrias, los permisos y las excepciones dadas, el congelamiento de alquileres y de tarifas, el cierre de fronteras, y los controles sanitarios.
Ahora bien, esta situación de excepción está lejos de concluir y estamos muy lejos de haber ganado la guerra al virus. Es más, es probable que la gran batalla no haya comenzado aún. Por ello son muchas las medidas razonables que debieran dictarse para esta siguiente etapa, ya sea durante la cuarentana extendida o para la post cuarentena. Las medidas que la sociedad necesita deben orientarse a partir de ahora a subsidiar a los individuos y las actividades que lo necesiten, a evitar el quiebre o cierre de empresas, industrias y comercios, y a reactivar el aparato productivo y la dañada economía, o al menos amortiguar el impacto económico, productivo y financiero negativo de la crisis sanitaria. A tal fin se requieren incentivos fiscales, subsidios, promociones industriales y no industriales, renegociaciones contractuales, cambios normativos, etc.
En rigor, en Argentina se necesitan crear nuevas reglas de juego para salir de esta crisis, y esto es parte del rol del Estado. Nuestro actual sistema fiscal, económico, social, laboral y regulatorio no resiste el impacto de esta pandemia y no está preparado para enfrentarla. No sirve profundizar la grieta entre los ciudadanos al impulsar un impuesto a la riqueza. Eso es una acción aislada y, según indican distintos especialistas, con un impacto recaudación muy marginal frente a la gravedad de la crisis. No parece que la imposición compulsiva de cargas a ciertas personas de extraordinario patrimonio saque al país de la gravísima crisis que comenzará a atravesar en breve. Frente a ello parece conveniente el diálogo de todos los sectores, para acordar juntos políticas de estado urgentes, donde se sienten todos los sectores a pensarlas y discutirlas. Hoy más que nunca deben formarse mesas de diálogo tendientes a un gran acuerdo nacional, teniendo la grandeza de dejar por un momento de lado banderas partidarias y dogmas ideológicos. La Argentina y nuestra historia lo demandan.
El principio de subsidiariedad es uno de los principios rectores que justifican la intromisión del Estado en el plano económico y social de la comunidad. Tal modelo reconoce funciones indelegables del Estado -justicia, seguridad, defensa, relaciones exteriores, legislación- y otras que cumplen una misión supletoria de la actividad privada -educación, salud, servicios públicos. Este principio tiene una manda negativa por medio de cual el Estado debe abstenerse de intervenir en las actividades que los individuos pueden realizar por si mismos sin inconvenientes y en un marco de igualdad, pero al propio tiempo contiene una manda positiva, que en tiempo de COVID-19 resulta importante. Ella estipula que el Estado debe acudir en auxilio de los individuos cuando estos se muestren insuficientes para desarrollar la actividad necesaria para el bien común, en este caso, para vivir dignamente, trabajar o producir.
Sería muy saludable para nuestra República que el Congreso nacional vuelva a reunirse y pueda legislar en materia de emergencia, en especial en aquellos aspectos penales y tributarios que no podrían ser materia de un decreto de necesidad y urgencia. No es necesario un pronunciamiento de la Corte para que las Cámaras del Congreso sesionen a través de medios electrónicos, por más ruido político que ha generado una reciente presentación del Senado ante el Máximo Tribunal. No es función de la Corte Suprema evacuar este tipo de consultas, no es la instancia judicial adecuada, y ni siquiera hay un caso judicial propiamente dicho. La solución es bastante más sencilla: el Senado debe modificar su reglamento para permitir utilizar las telecomunicaciones e internet a los efectos de sesionar si considera que éste se lo impide. En el caso de los Diputados ellos mismos han admitido que su propio reglamento lo permite y se encuentran implementando los aspectos técnicos con ARSAT y RENAPER.
Toda crisis genera una oportunidad. Quizás los argentinos podamos aprovechar el COVID-19, al trabajar todos juntos para amortiguar sus consecuencias negativas y al propio tiempo construir los cimientos de una nueva Argentina.
*Ezequiel Cassagne es abogado, especialista en Derecho Administrativo. Socio de Cassagne Abogados y Secretario General de la Asociación Iberoamericana de Estudios de Regulación (ASIER).