China, Estados Unidos y el virus de la discordia

Guardar
Foto de archivo. El presidente estadounidense, Donald Trump, junto a su homólogo chino, Xi Jinping, durante una reunión bilateral el la cumbre G20 en Osaka, Japón. 29 de junio de 2019. REUTERS/Kevin Lamarque.
Foto de archivo. El presidente estadounidense, Donald Trump, junto a su homólogo chino, Xi Jinping, durante una reunión bilateral el la cumbre G20 en Osaka, Japón. 29 de junio de 2019. REUTERS/Kevin Lamarque.

La crisis global derivada de la expansión de la pandemia del COVID-19 ha puesto a China en el centro de la atención mundial. Una serie de acusaciones contra Beijing sostienen que el régimen comunista chino ocultó -o demoró en comunicar- los hechos que condujeron a una pandemia a escala mundial. Sea cierto o no, el debate parece destinado a acompañarnos en el futuro inmediato y podría acelerar el curso de los acontecimientos geopolíticos en el marco de una creciente disputa entre los Estados Unidos y China.

Se atribuye a Napoleón haber adelantado hace doscientos años que el mundo se estremecería cuando China despertara. En 1949, con la consolidación del poder político en manos del Partido Comunista y la fundación de la República Popular, China dejó atrás tres siglos en que el “Imperio del Medio” asistió a su declinación, la profundización de su aislamiento, el desplome de su última dinastía (1912) y una interminable guerra civil. A partir de 1978, con las reformas pro-mercado impulsadas por Deng Xiaoping tras la muerte de Mao, China comenzó a experimentar un crecimiento vertiginoso que la llevó a desplazar a Japón hace unos diez años convirtiéndose en la segunda potencia económica mundial. Las reformas de mercado y la adopción del capitalismo permitieron una asombrosa expansión de la economía que elevó a la clase media a unos seiscientos millones de chinos que hace tres décadas vivían prácticamente en el feudalismo. Un continuo progreso económico y el aumento de la calidad de vida de la población se convirtió en la fuente de legitimación del poder del Politburó.

En tanto, los comunistas chinos parecieron aprender tempranamente las lecciones resultantes de la caída de sus antiguos socios mayores. El colapso de los regímenes socialistas en 1989 y la disolución de la Unión Soviética dos años después se convirtieron en una enseñanza imborrable para los jerarcas de Beijing. En uno de sus primeros discursos como secretario general del Partido Comunista, Xi Xinping explicó que el imperio soviético se había desmoronado por la ausencia de una figura fuerte en condiciones de defender la subsistencia del sistema. En los últimos años, el presidente Xi acumuló prácticamente la suma del poder como nadie desde tiempos de Mao. Lo logró a través de haber reunido bajo su mando la jefatura del Partido, de las fuerzas armadas, del Estado y del gobierno, que conforman -en ese orden- la estructura de poder del país. El régimen, por su parte, se fue volviendo más cerrado y extremó los controles ciudadanos y fortaleció la censura interna. Acaso siguiendo a Tocqueville, quien advirtió que nunca un régimen autoritario era más débil que cuando comenzaba a ensayar reformas democráticas, desde la masacre de Tiananmen en junio de 1989 a las manifestaciones de paraguas en Hong Kong en los últimos años, cualquier intento de protestas fue reprimido violentamente. Pero la economía china siguió creciendo ininterrumpidamente hasta convertirse en ese plano en el primer país de la tierra.

El ascenso de China llevó a que algunos ensayistas comenzaran a preguntarse si el siglo XXI no le pertenecería. Así como España, Portugal, Francia, el Imperio Británico y los Estados Unidos habían liderado cada uno los últimos cinco siglos, China parecía llamada a dominar el futuro inmediato de nuestros tiempos. Una guerra eventual entre los Estados Unidos y China encierra la pregunta del siglo. Siguiendo el ejemplo de Tucídides en su “Historia de la Guerra del Peloponeso”, el académico Graham Allison analizó en su ensayo “Destined for War” (2017) una docena y media de escenarios históricos en los que se enfrentaron una potencia ascendente con una potencia establecida descubriendo que en dos de cada tres oportunidades dicha confrontación acabó en un conflicto armado de consecuencias. Las pretensiones chinas de consolidar su liderazgo regional en Asia llevaron a que su despliegue en el Mar del Sur de la China fuera comparado al de los Estados Unidos en el Caribe hace cien años. Pero aunque el presidente Obama explicó a Xi en 2013 que el Pacífico era lo suficientemente grande como para albergar las ambiciones tanto de China como de los Estados Unidos, todo lleva a pensar que esa región del globo será el escenario de las tensiones del siglo XXI.

Henry Kissinger explicó que un intento norteamericano de organizar Asia en base a un esquema de contención a China a través de una serie de estados democráticos se acercaba a una cruzada ideológica cuyo éxito es difícil de imaginar y se esperanzó en una evolución hacia un esquema de coexistencia pacífica. Sin embargo, advirtió que nada aseguraba ello y que, por el contrario, podía surgir una repetición de lo que sucedió hace cien años cuando una Alemania unificada y fortalecida desafió el predominio británico desestabilizando el equilibrio europeo.

Los Estados Unidos siguen siendo el único país de la tierra en condiciones de ejercer su influencia simultáneamente en base a las tres esferas que componen el poder: capacidad militar, económico y en términos de “soft power”.

El ejercicio de ese poder, sin embargo, se encuentra condicionado a la realidad vigente en las presentes circunstancias históricas. El mundo “unipolar” surgido tras el colapso de la Unión Soviética hace treinta años ha desaparecido. Las esperanzas, acaso desmedidas, del “Fin de la Historia” (Francis Fukuyama, 1992) han quedado severamente cuestionadas por los hechos posteriores. Los ataques del 11 de septiembre de 2001 demostraron hasta qué punto la privilegiada situación geográfica de los Estados Unidos -un continente protegido por dos inmensos oceános- no era suficiente para detener las amenazas a su seguridad en el siglo XXI.

A su vez, algunos errores acaso evitables, como la guerra de Irak de 2003, o la búsqueda de imponer una agenda democrática por la fuerza a través de revoluciones de colores en Europa Oriental y en Medio Oriente con la llamada “Primavera Árabe”, contribuyeron involuntariamente a deteriorar en vez de fortalecer la posición de los Estados Unidos en las últimas dos décadas.

Los Estados Unidos parecen no lograr escapar a la situación de “agobio imperial” resultante de la necesidad de mantener un aparato militar extendido a escala global. La responsabilidad internacional inherente a su rol de superpotencia mundial llevó al país a involucrarse en lejanas guerras interminables despertando antiguos sentimientos aislacionistas. Aquellos convencimientos profundos interpretados por Donald Trump con su campaña “America First” que lo depositaron en la Casa Blanca.

En tanto, es altamente probable que aquella nación que consiga desarrollar la vacuna contra el COVID-19 logre un prestigio de magnitud y un importante respaldo en materia de “soft power” comparable con haber llegado a la Luna. Resulta evidente que tal descubrimiento tendrá consecuencias geopolíticas y que no será lo mismo si ese logro es alcanzado por los Estados Unidos, o por un país aliado (Reino Unido, Israel, Japón o Corea del Sur) o si lo lograra China. En ese caso, la paradoja sería total: China se convertiría en el causante y el remedio de la enfermedad y su protagonismo sería indudable.

China, por su parte, exhibe una extraña combinación de superioridad y víctima simultánea del sistema internacional en la que sitúa su pasado de sufrimiento como consecuencia del accionar del extranjero. Por un lado, promueve un modelo meritocrático como alternativa a la democracia occidental, se ha beneficiado notoriamente del esquema forjado en las instituciones de posguerra y ha conseguido escapar a su destino de postergación de los dos siglos anteriores. Al mismo tiempo, acusa a los Estados Unidos de pretender impedir su desarrollo “armónico y pacífico” y de buscar imponer un modelo hegemónico de dominio global.

La crisis derivada de la pandemina global ha desnudado y acelerado un conflicto larvado de carácter geoplítico. Los sistemas de inteligencia del mundo entero han demostrado una vez más sus limitaciones, dado que se estimaba que las mayores amenazas al sistema global podrían provenir de un ataque cibernético pero no de una pandemia generalizada.

El mundo actual podría encerrar una última paradoja. Aquella que indica que, pese a todo, será Asia la región del mundo que primero logre salir de la brutal recesión que parece esperar a todos. El drama del COVID-19, en ese caso, podría implicar una ironía del destino. La de haber comenzado y terminado en un mismo lugar.

El autor es especialista en relaciones internacionales. Sirvió como embajador argentino en Israel y Costa Rica.

Guardar