Democracia en deuda con la sociedad que la modela.
Montado sobre los derechos humanos, el radical Raúl Alfonsín intentó la socialdemocracia cordial. Se sumergió en discursos honrosos y juicios ponderables.
Pero anunció, en concentración multitudinaria, la economía de guerra (que iba a perder).
Al humillarlo, la economía facilitó la renovación del peronismo que siempre regresa. Resignificado.
Neustadt, no Fukuyama
Sin espejo retrovisor, Carlos Menem se hizo cargo del país atrasado. Perforado por un conjunto de empresas públicas monstruosamente quebrantadas.
Contó con la suerte de ser contemporáneo al derrumbe simbólico del Muro de Berlín y el descuartizamiento de la “gloriosa” Unión Soviética.
Con la unánime emergencia del capitalismo vencedor, exclusivo proyecto de acumulación posible.
Algo parecido al “fin de la historia”. Pero Fukuyama aquí no tuvo influencia. Tallaba Bernardo Neustadt.
Aún no es reconocido Neustadt como maestro por la totalidad de los periodistas que arrancan sus emisiones con el monólogo que baja línea.
Menem logró financiar su larga década con el dinero que ingresaba por las privatizaciones. Instauró un sentido consumista de la felicidad.
Junto a Domingo Cavallo encaró la transformación de la economía que mantuvo instancias de plenitud.
Sin el seguimiento de los que idolatraban el verso de la iniciativa privada. Los que aprovecharon la volada para desprenderse de los activos y dedicarse a vender helados.
El ensueño de la convertibilidad -como todo en Argentina- terminó invariablemente mal.
La aventura extrañamente progresista protagonizada por Fernando De la Rúa, radical conservador, junto a Carlos Álvarez, izquierdista oral, reprodujo otra pausa.
El vaso comunicante que conducía a la catástrofe.
La transición del peronista Eduardo Duhalde admitió el trabajo sucio de la transferencia.
Desde el subsuelo fue más fácil ensayar la osadía de la recuperación.
Placeres rápidos
Así como Menem coincidió con la construcción de la utopía capitalista, Néstor Kirchner coincide, al emerger, con el desvanecimiento.
Brotaba el realismo mágico del triunfalismo revolucionario.
De pronto el subcontinente apestaba de esperanza popular. Euforia distributiva que invitaba a la tentación del populismo (así se denomina todo aquello que huela a popular).
La irrupción de Lula, en Brasil, y de Hugo Chávez en la Venezuela que venía a copar. Con la grandeza que se inspiraba en la elevación del precio de los commodities.
El petróleo y la soja. Instrumentos magistrales para legitimar el despilfarro del “crecimiento a tasas chinas”.
Signaron otra época de gloria de los placeres rápidos, sin estrategia, destinadas al olvido.
La excelencia festiva se extendió hasta el estallido de la crisis capitalista. 2008. Los precios ya no eran permanentes.
A partir de 2010 se acentuaron los rigores de las tragedias.
La muerte irresponsable de Kirchner, primero, y la más irresponsable aún de Chávez, después.
Los énfasis juveniles de las revoluciones imaginarias caían como suicidas desde las ventanas.
La señora Dilma y la señora Cristina distaron de disfrutar la época de las mieses de Lula y de Néstor.
El misericordioso Maduro no podía siquiera imitar la caricatura de Chávez.
A Dilma la aguardaban las traiciones con el punto final de la destitución.
A La Doctora una concatenación de conflictos simultáneos, mal gerenciados.
No bastaba con los saltos positivos, en el Patio de las Palmeras, de “los pibes para la Liberación”.
La trampa del endeudamiento
Es el turno de Mauricio Macri. El buen producto desperdiciado.
No tenía empresas para vender (como Menem). Ni precios elevados (como Kirchner).
Por su imagen de empresario innovador, para financiar su epopeya recurrió a la trampa del endeudamiento.
Créditos externos signados por la falsedad de creer que se trataba de cierta integración al mundo occidental.
Se abandonaba «Venezuela» como concepto. Retomaba el delirio pendiente del primer mundo (sin reconocerlo a Menem).
Decenas de miles de millones de dólares que no se destinaron a ningún proyecto de desarrollo.
Dinero que habilitó el negocio perverso de ganar dinero en el aire. Entraban los billetes virtuales como salían con el beneficio extraordinario.
Cretinos le sacaban la sangre a la Argentina moribunda. En terapia intensiva.
Tenían veinte años por delante de poder hasta que de pronto se le acabaron los créditos. Como se les iban a acabar, también, los votos.
Sin otra alternativa debieron recurrir a la antigualla del Fondo Monetario Internacional. Propia tropa. Estaba el amigo Donald Trump.
Para que Macri persistiera en la línea geopolítica, por obra de Trump se le encajó otro crédito más delirante y monstruoso aún que los privados.
Madame Lagarde, de agradable onda con Monsieur Dujovne, deparó lo único que pudo parecerse, en cuatro años, a un plan económico.
Los votos ya estaban echados, de manera humillante, en las elecciones primarias. Para facilitar el último regreso del peronismo.
Un artificio casi progresista, destinado a naufragar en la soledad.
Chile, Brasil, ahora hasta Uruguay, estampados a la derecha.
Venezuela desangrada en la inviabilidad de la miseria, Cuba abreviada como destino turístico. Nicaragua condenada a los atributos benignos de la brujería.
La peste providencial
Alberto Fernández, peronista de escenografía radical, emerge con el poder delegado por la señora Cristina Fernández.
Para recibir una herencia peor que la recibida por Macri, o Kirchner, o Menem.
15 millones de pobres. Estanflación. Gasto público culturalmente intocable y deuda rigurosamente demencial.
Ni empresas para vender, ni precios para proyectarse, ni créditos para integrarse a ningún lado.
Pero ánimo, no todo estaba perdido. Tuvo la suerte de encontrarse con la peste providencial del coronavirus.
La jugada de Alberto es riesgosa. Pero, si se le da, es perversa y brillante.
La prioridad consiste en salvar vidas. Acto reconocido de grandeza.
La economía, después de todo, ya es una causa perdida. El default es el destino previsible. Estación terminal.
El desmoronamiento final de la economía dista de ser la consecuencia de la lucha noble y frontal contra la peste.
Es, en la práctica, el objetivo.
Se impone proteger lo propio. Tener los menos muertos posibles. Compararlos con la gigantesca crueldad, que se registra, contablemente, en otros países.
Apostar por el desastre universal para disolver el desastre propio.
Única alternativa superadora. Para empezar, después de la devastación, a equivocarse de nuevo.