Teoría jurídica para runners

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El Presidente mencionó la posibilidad de regular el "running" en la vía pública (Shutterstock)
El Presidente mencionó la posibilidad de regular el "running" en la vía pública (Shutterstock)

Primero lo primero: no, no se puede salir a correr (al menos por ahora). No hay ninguna duda sobre ello. Si no bastan las palabras del Presidente de la Nación en cuanto a que solo se trata de una posibilidad que se está evaluando, deberá advertirse que no se dictó ninguna norma que exceptúe a los “runners” del aislamiento social, preventivo y obligatorio establecido por el decreto 297/20 y sus normas concordantes. Puede haber sido un error de comunicación hablar de algo que aún no se definió, o incluso puede haber sido una estrategia para forzar el debate público y tomar luego una decisión, quién sabe. Lo que está claro, en cualquier caso, es que está prohibido salir a correr.

Ahora bien: ¿debería levantarse la prohibición? Esta pregunta admite por lo menos dos tipos de respuestas. Por un lado, las científicas y expertas en epidemiología y otros asuntos médicos vinculados a la pandemia del Covid-19 deberán explicar los riesgos implicados en la actividad social en cuestión, las distancias que habría que sostener, las eventuales externalidades positivas para la salud, etc. Sobre ello, pues, nada tengo para decir.

Pero la pregunta también requiere otro análisis, propio de la teoría jurídica, que permita entender si estamos ante una limitación de derechos razonable o, en cambio, ante una prohibición no habilitada en un Estado constitucional. Es sobre este punto que me interesa reflexionar. Para ello, necesito primero hacer algunas consideraciones breves sobre lo que Carlos Nino consideró la pregunta fundamental de la filosofía del derecho, que es la pregunta acerca de su legitimidad o justificación. ¿Cómo se justifica el deber de obediencia al derecho, más allá de las razonas prudenciales que podemos tener para obedecerlo por temor a las sanciones?

Puesto en forma muy escueta, tenemos razones para creer que existen razones morales de obedecer al derecho porque este es el producto de un proceso de toma de decisiones colectivas (la democracia) que se acerca, más que ningún otro proceso (por caso, nuestra reflexión individual) al conocimiento de la decisión moralmente correcta. La democracia es valiosa porque sus condiciones epistémicas acercan su producido (el derecho) a la mejor decisión: están representados todos los intereses potencialmente afectados y la decisión se adopta luego de una deliberación más o menos racional en la que todas pueden expresar sus posiciones, etc. La democracia es, por eso, el sucedáneo imperfecto del discurso moral moderno, que es el ideal. ¿Por qué imperfecto? Porque no podemos estar todas, como en el ágora griega, entonces tenemos representantes, y porque no tenemos tiempo infinito y en algún momento debemos votar y adoptar una decisión por regla de mayoría (con tiempo infinito, dice Nino, adoptaríamos una decisión unánime).

El punto central de esta teoría es que para que tenga sentido suspender nuestra reflexión individual y ser deferentes al proceso colectivo (y, definitiva, al derecho), deben mantenerse esas condiciones epistémicas que hacen que ese proceso sea valioso. Y esto es una cuestión de grados: a medida que la democracia real se aleja del ideal, vamos teniendo menos razones (morales) para actuar, para obedecer. Podremos seguir teniendo otras razones (prudenciales, por ejemplo), pero ya no morales. Entonces el sistema tiene presupuestos que lo hacen valioso, y son de dos tipos: procedimentales (que estemos todos, que deliberemos, etc.) y sustantivos. Estos últimos se relacionan con la protección de los derechos, pues implican la existencia de ciertos principios morales sin los cuales no tiene sentido la existencia del discurso moral moderno. Por ejemplo, el principio de autonomía personal: tomar decisiones que nos afectan a varios a través de la deliberación pública implica reconocer a los demás como seres autónomos con derecho a elegir sus propios planes de vida. Como dice Martín Böhmer, nadie discute con su esclavo.

Entonces, ¿es razonable que no podamos salir a correr? Bueno, yo creo que, en el marco de esta emergencia, sí, es razonable. El derecho a circular libremente se vincula con la posibilidad de elegir en forma autónoma nuestros planes de vida, claro. Su restricción en estas circunstancias será razonable en la medida que resulte estrictamente necesaria para evitar contagios. Hasta los runners estarán de acuerdo con esto. Ello explica, justamente, que se permita exceptuar el aislamiento social, preventivo y obligatorio en determinadas situaciones, que fueron ampliándose todas las semanas a medida que se advirtieron necesidades impostergables (por caso, para personas con síndrome de Asperger).

Desde luego, muchas personas sienten que correr es tan vital para ellas como lo es circular al aire libre para niñas con Asperger. Algunos juristas han llegado a sostener que solo podría haber razones “fascistas” (sic) para mantener la prohibición de correr. No pongo en duda la intensidad de la preferencia por correr para ciertos planes de vida. En circunstancias normales, el Estado debe respetar también esos planes de vida. El problema es que, en una pandemia, esos planes de vida ponen en riesgo la vida de los demás, con lo que el principio de autonomía personal empieza a ceder ante el daño a terceros.

“¡Pero podemos turnarnos!”, dicen los runners, “podemos salir en tandas según el último dígito de nuestro número de documento”. Y aquí aparece la cuestión para mí más interesante: ¿alguien cree seriamente que es posible hacer eso hoy en la Argentina? Otra de las maravillas que nos dejó Carlos Nino fue su concepto de “anomia boba”, que desarrolló en el famoso libro de 1992 Un país al margen de la ley. Sabemos de la tendencia de los argentinos a violar la ley, incluso cuando se trata de conductas autofrustrantes, es decir, no ya de actos que nos permiten “colarnos” a costa de los demás, sino de aquellos que rápidamente se convierten en tiros en el pie. Pensemos en las consecuencias de las violaciones cotidianas a las normas de tránsito.

Me dirán que vea lo bien que venimos llevando las restricciones hasta ahora, lo mucho que hemos madurado, lo cumplidores que éramos al final. La cantidad de causas penales iniciadas por violación a la cuarentena lo desmienten. No nos engañemos. Ojalá de esto brote una mayor comprensión de que el derecho legítimo facilita la cooperación social. La insistencia del Presidente en que cumplamos la ley es un avance. Y aun para quienes creen que venimos demostrando un alto acatamiento, no nos olvidemos de las razones prudenciales para obedecer, que incluyen no solo el temor a la sanción, sino a que sobrevenga aquel mal que la norma se supone que quiere evitar. Si algo produce el Covid-19 es eso: miedo.

Por último, lo obvio: desde luego que la anomia no puede justificar restricciones de derechos per se. Si así fuera, en la Argentina tendríamos un círculo vicioso: la anomia justificaría restricciones de derechos y los excesos en las restricciones de derechos retroalimentarían la anomia debido a que alejarían a la democracia del ideal y así habilitarían la reflexión individual como un proceso epistémico superior para tomar decisiones, y así sucesivamente. No obstante, tampoco podemos permitirnos hacer teoría jurídica desde la estratósfera. No se puede soslayar el principio de realidad. La anomia es real y su combate es lento y costoso. Aun si para vencerla fuera útil hacer cumplir la ley con mayores controles y sanciones (y no está claro que lo sea), los recursos para hacerlo hoy son más escasos que nunca: ¿en serio queremos asignar a las fuerzas de seguridad a controlar runners por Palermo en vez de ponerlos a proteger a las mujeres que denuncian violencia de género?

La autora es Magíster y Doctora en Derecho (Universidad de Yale) y autora de “La máquina de la corrupción”

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