Las voces que han predicado la hermandad de los hombres y la paz que debería reinar entre los de buena voluntad han sido siempre la excepción y, por lo general, han terminado mal. Ahora llegó uno de esos momentos cruciales que nos definen, como individuos, como sociedad y como especie; una conflagración mundial que coincide con una situación inédita. El formidable desarrollo de las comunicaciones en los últimos tiempos ha convertido nuestro planeta en una aldea global, en la que prácticamente nada subsiste de las aldeas originales, aquellas en las que todos se conocían y buena parte eran parientes más o menos lejanos.
Yo sé que es para muchos desconcertante, pero esta vez el enemigo no es un congénere del que nos separe la bandera, el color, la raza o la religión: es una partícula microscópica que ataca nuestras células con tanta ferocidad como alevosía porque de ellas necesita para sobrevivir propagarse y reproducirse. Es contra ella que estamos en guerra; una guerra con elevadas cifras de bajas diarias, soldados fuera de combate, heridos más o menos recuperados y anónimos héroes de dimensiones homéricas que combaten en la primera línea de fuego. Hablo de esos que salimos noche a noche a aplaudir al balcón: médicos, enfermeras, camilleros, conductores de ambulancias y, en general, personal afectado a la salud. ¿Quién podría ser tan mal nacido que desconociera su dedicación, sacrificio y bravura?
Y sin embargo me gustaría detenerme un poco en el papel que les toca desempeñar a los de la segunda línea: policías, gendarmes, prefectos y militares que patrullan las calles y rutas con protección sanitaria elemental e insuficiente, distribuyen comida en los barrios marginales y extreman las medidas para hacer cumplir las normas de circulación y distancia social que han demostrado en el mundo entero que son, hasta hoy, el único camino posible para ralentizar el progreso del virus.
Ellos también son héroes y yo, que en mi fuero interno los doy por incluidos en mi nocturno aplauso balconero, quiero reconocerlos expresamente hoy.
Entre las crisis que me ha tocado vivir hubo sólo otra que, como ahora, me hizo sentir que la muerte estaba próxima (porque lo estaba y se llevó a muchos de los que me acompañaban). Fueron los calabozos policiales y los pabellones de la cárcel de la dictadura militar. Es un tema doloroso del que, generalmente, prefiero no hablar pero no puedo evitar que me vuelva a la memoria en estos días, especialmente cuando escucho eso de que “la crisis saca a relucir lo mejor y lo peor de los seres humanos”. Tal vez en ese sentido la dictadura nos hizo un favor porque nos obligó a convivir en esas prisiones a activistas sindicales, dirigentes políticos, terroristas, cultores de la lucha armada, ex funcionarios del gobierno depuesto, delincuentes comunes detenidos por tenencia ilegal de armas, empresarios corruptos, y un largo etcétera que abarcaba desde nostálgicos incurables de la derecha europea de posguerra a delirantes predicadores de la izquierda soviética o maoísta, pasando por curiosos ejemplares de anarquistas (por lo general extranjeros) que al fin y al cabo no eran más que unos pobres tipos que se habían bajado del colectivo de la vida en la parada equivocada.
Y allí comprobé que efectivamente todas las grandezas y las miserias que la gente lleva adentro piden pista para salir a la luz cuando se siente que cada día podría ser el último. En esa situación extrema en la que a tu vecino le había tocado lo que eufemísticamente se denominaba “un traslado”, para saber al día siguiente que “había sido abatido en un intento de fuga”, lastimaba ver cómo algunos que habían sido nuestros compañeros de lucha, que pensaban y actuaban como nosotros, que a nuestro lado peleaban codo a codo por la recuperación de la democracia y la libertad mostraban ahora otra cara y sacaban a relucir un egoísmo que los hacía capaces de de comerle la comida a un enfermo o guardar cobarde silencio ante un atropello mientras otros, con los que jamás hubieras intercambiado un saludo o una mirada porque los habías etiquetado en el bando de “los enemigos”, tenían ocasionalmente gestos de solidaridad y nobleza. Me alegra contarme entre los que salimos de esa terrible experiencia sin rencores, dispuestos a confinar el pasado al lugar que le corresponde –el libro de Historia- y asomarnos a las puertas de un nuevo tiempo aún sabiendo que tal vez ya no nos pertenecería.
Sin embargo, hasta hoy resuenan voces estragadas por la senilidad y el odio que invitan a escupir y denostar a los uniformados que arriesgan a diario la salud y la vida al servicio de todos nosotros exhumando rémoras lamentables de un conflicto que el tiempo sepultó.
Son las vacas sagradas de una ideología decrépita. No faltarán quienes los escuchen y hasta les rindan ceremoniosos homenajes y reverencias porque el porcentaje de imbéciles se ha mantenido bastante estable a lo largo de la historia.
El autor fue fiscal ante la Cámara Federal