La pandemia de covid-19 (coronavirus) que ataca a la humanidad desde hace solo tres meses produce efectos perniciosos de toda índole.
Miles de millones de personas en nuestro planeta están bajo el sistema de cuarentena o confinamiento, que implica un distanciamiento social y la imposibilidad de salir de sus domicilios salvo contadas excepciones.
Sin duda este escenario genera enormes perjuicios derivados de la disminución de la actividad económica (o el cese total en muchos de sus rubros) y vuelve a mostrar las enormes desigualdades socio-económicas que, en mayor o menor medida, imperan en nuestras sociedades. Lo sabemos de memoria, pero esta pandemia, como cualquier catástrofe natural o provocada por el hombre, saca de nuevo a la luz la disparidad de oportunidades que tienen los habitantes entre sí y que, en casos extremos como este, pueden constituir la diferencia entre la vida y la muerte. El acceso a la salud, a la educación, a la información, a la vivienda con condiciones básicas como agua potable y cloacas, y todas las demás ventajas de la sociedad de consumo, no es el mismo para el que nació en la clase media o estratos superiores, que el que poseen los que nacieron en hogares pobres. No es necesario extender este análisis y mucho menos en la Argentina donde la pobreza y la indigencia rozan el 40% de la población.
Este breve resumen tiene como propósito proporcionar un marco a la angustiosa situación que vivimos, para pasar a referirme a otra arista que plantea la pandemia. Me refiero al conflicto entre la libertad y la preservación de la salud. O, dicho de otra manera, ¿cuántos derechos individuales estamos dispuestos a ceder en aras de conservar -de la mejor manera posible- la salud y la vida de la población?
A partir del Siglo XVI se fue gestando en el Renacimiento el mayor relieve conferido a la razón humana y, por ende, al valor de la libertad. En un grueso trazo, podemos sostener que la libertad como hoy la conocemos es un concepto resignificado en el Siglo XVIII a través de los movimientos políticos y filosóficos que se revelaron contra el orden establecido durante siglos. Por supuesto que la libertad, como la igualdad, fueron anhelos y causas de guerras en toda la historia de la humanidad. Salvo ser noble, rico o ciudadano en plenitud, era imposible ser libre en cualquier época, por ejemplo, durante los regímenes persas, egipcios, griegos, romanos, incas, aztecas, feudalismo, sistema colonial.
Tampoco debe pensarse que a partir de la Ilustración y sus movimientos contemporáneos se pusieron las cosas en su lugar, por lo menos como formalmente sucede en nuestros días. Baste como muestra la sentencia de Anatole France quien, en el Siglo XIX, sostuvo que el principio de igualdad prohíbe a los ricos y a los pobres por igual, dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar panes.
Este conjunto de principios y derechos que le dan contenido a la libertad pueden resultar limitados, no ya por el advenimiento de gobiernos dictatoriales o situaciones de violencia extrema como una guerra, sino por circunstancias excepcionales y de dimensiones nunca imaginadas. He seleccionado dos fenómenos de este tipo ocurridos en las últimas décadas. Uno, el ataque terrorista a las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, y el otro, precisamente, la pandemia provocada por el coronavirus por la que transita la humanidad en este momento.
Todos los que han viajado en avión a parir de septiembre de 2001 han podido experimentar el aumento de las normas de seguridad antes de embarcar en un vuelo. Además, de la mano del vertiginoso avance tecnológico se han creado métodos férreos de control de los movimientos de las personas. Cámaras en las calles, sistemas biométricos de identificación, patrullaje virtual, especialmente en redes sociales, bases de datos especializadas, y cualquier otro sistema estatal de monitoreo de nuestras vidas. Los servicios de inteligencia existieron siempre, y su función debería circunscribirse a obtener información destinada a la seguridad nacional. Sin embargo, sabemos que extienden su accionar a la obtención de información sobre la intimidad de personas de interés para los gobiernos. Es una conducta que, en mayor o menor medida, se encuentra extendida en todos los países, bajo la invocación expresa de que resulta necesario por cuestiones de seguridad.
Pero existe otro aspecto de este control, y es la enorme cantidad de datos que sobre los ciudadanos poseen las empresas que proveen servicios de internet. Pensemos solamente en las redes como Facebook o similares, los numerosos sistemas de mensajería que existen hasta en plataformas de juegos on line, las innumerables aplicaciones en las que hemos volcado nuestros datos personales sin pensarlo, con tal de acceder a su contenido. En muchos de estos casos la libertad se encuentra limitada en sus aspectos de privacidad e intimidad, algunas veces sin nuestro consentimiento y otras en las que mostramos nuestra vida voluntariamente.
Es decir que la libertad, en el sentido de hacer de nuestra vida lo que nos parezca adecuado (mientras se trate de actividades legales) sin que sea conocido por terceras personas, está cerca de ser abolida por sistemas capaces de saber todo o casi todo sobre nosotros. En el altar de la seguridad se ofrenda la libertad, y se genera un debate que todavía no ha concluido.
La segunda cuestión que planteo no es nueva, pero ha aparecido en el mundo con una ferocidad inusitada y pone en riesgo nada menos que la salud y la vida de las personas. El miedo es uno de los sentimientos más primitivos que puede experimentar el ser humano y bajo su designio podemos consentir el dictado de medidas extremas de limitación de nuestros derechos, que en otras circunstancias rechazaríamos.
Frente a una pandemia extendida por todo el planeta es difícil ponernos a discutir ciertas medidas en tiempo real, como ocurre con la cuarentena que cumplen millones de personas. Hay un análisis que habrá que encarar cuando esto pase, pero por el momento parece una decisión legítima y adecuada y no sería atinado sostener que pone un límite injustificado a nuestra libertad.
Entiendo que lo importante para señalar en este análisis es que debemos estar atentos a que, bajo el paraguas de la gran epidemia, se dicten normas que restrinjan la libertad de las personas más allá de lo necesario para preservar su salud y sus vidas. Hemos visto decisiones estatales que han impedido transitar libremente por nuestro país en franca violación a normas constitucionales. Una cosa es realizar férreos controles a fin de garantizar que solo circulen las personas autorizadas a interrumpir la cuarentena, y otra muy distinta es prohibir directamente el ingreso a una provincia o una ciudad.
En definitiva, mi intención es dejar planteado el posible conflicto planteado entre el derecho a la libertad y el derecho a la salud. La solución estriba, como tantas veces, en el equilibrio, es decir, la más justa ponderación de las dos cuestiones para cumplir adecuadamente con ambas. En otras palabras, entiendo que todas las medidas que el Estado tome dirigidas a preservar la salud de la población, deben ser estrictamente necesarias, dictadas por la autoridad competente y limitadas en el tiempo. Creo que, para cumplir con esta tarea, que no es nada sencilla, los hombres de derecho deberíamos acudir, como ya las he expresado en esta reflexión, a las enseñanzas políticas del Siglo XVIII.