La historia económica argentina de las últimas décadas ha sido una crónica trágica de fracasos estrepitosos. Hiperinflaciones, defaults, recesiones, un imparable crecimiento en los niveles de pobreza y disminución de la producción.
Junto con el fútbol –y circunstancialmente la virología-, la economía es tema permanente de discusiones apasionadas, donde en general la gente habla con tanto fervor como ignorancia. Se justifica este fenómeno: a cualquiera que viva o transite por Argentina debería llamarle la atención cómo un país con todas las posibilidades de éxito económico se empeña en el fracaso; y cuanto más grande es el fracaso, más sofisticadas son las explicaciones. La gente termina inmersa en un océano de explicaciones contradictorias, donde les resulta difícil comprender dónde hay ciencia y dónde mero oportunismo político.
Al examinar con cierto rigor la historia de la catástrofe argentina, hay una tendencia a pensar que muchos políticos son ignorantes respecto de determinadas reglas económicas que suelen ser inexorables. Por ejemplo:
1. Que la emisión monetaria genera inflación.
2. Que para gastar dinero primero hay que producir riqueza.
3. Que los recursos del Estado también son limitados.
4. Que la subsistencia del Estado depende del aporte de los habitantes, que en el proceso se empobrecen.
5. Que la redistribución forzada conduce a la miseria.
Sin embargo, es difícil aceptar que los políticos no entiendan simples leyes económicas que, por otra parte, son una derivación lógica de la acción humana. El principio de parsimonia o la llamada “navaja de Ockham” indica que en igualdad de condiciones, la respuesta más sencilla suele ser la más probable. La respuesta más sencilla a este curioso fenómeno de suicidio económico pareciera ser que simplemente las conductas esperadas de acuerdo con las reglas económicas no sirven a los fines políticos personales.
Tener el poder monopólico de establecer reglas obligatorias e imponerlas a la gente permite pensar a los políticos que pueden conducir a la sociedad hacia los resultados que se propongan. La simple idea de que hay cosas fuera de su alcance, que el orden social en realidad se produce cuando se evita la intervención coactiva artificial, es algo que, simplemente, no se ajusta con su propia forma de ver el universo.
Por eso buscan intelectuales que, tergiversando las leyes económicas, proponen teorías alternativas que les permitan justificar “científicamente” su intervención. Inmediatamente eligen a quién le echarán la culpa por los malos resultados. Así vivimos la historia argentina, distribuyendo responsabilidades por los errores, sea a los gobiernos anteriores o a los posteriores.
En una explicación económica del fracaso de la planificación que Friedrich Hayek escribió en los finales de la segunda guerra y dedicó “a los socialistas de todos los partidos”, señalaba el intelectual austríaco que “es un hecho revelador lo escasos que son los planificadores que se contentan con decir que la planificación centralizada es deseable. La mayor parte afirma que ya no podemos elegir y que las circunstancias nos llevan, fuera de nuestra voluntad, a sustituir la competencia por la planificación”.
Al sostener esto, Hayek recordaba en un copete a Benito Mussolini, quien sostuvo en 1929: “Fuimos los primeros en afirmar que conforme la civilización asume formas más complejas, más tiene que restringirse la libertad del individuo”.
Hayek dedicó buena parte de su extensa obra a demostrar la falacia de esa afirmación de Mussolini, y de la mayoría de los planificadores sociales que han crecido en sofisticación y tecnología en el siglo que ha transcurrido desde entonces. Por el contrario, los fenómenos complejos como son los procesos sociales, por depender de decisiones y valoraciones indeterminadas y cambiantes de muchísimas personas, no son susceptibles de ser planificados.
Este hecho debería ser muy bien sabido por un economista teórico. A Hayek le otorgaron un Premio Nobel en Economía en 1974 por sus estudios en este sentido, y buena parte de los economistas que lo sucedieron en esa distinción señalaron su logro.
Sin embargo, los políticos –cuyos objetivos no siempre son conservar un orden preestablecido, sino imponer una nuevo-, han entendido que para la gente parece más intuitivo pensar que algo complejo requiere de un organizador. A partir de esa premisa metodológica, el set de principios con los cuales se ha intentado explicar no ya la economía o cataláctica, sino la “política económica” (que es política, no economía), se orientó a aquello que resulta conveniente al político para justificar sus decisiones.
Los argentinos siempre hemos discutido sobre fútbol, y pensamos tener explicaciones para todo en ese ámbito. En general, respetamos las reglas del fútbol en nuestras discusiones. Si un día yo dijera que es lícito patear en la entrepierna a un jugador contrario que viene con la pelota, en ese momento el contexto teórico de nuestra discusión sobre el fútbol cambiaría, y en todo caso, podría ofrecer explicaciones alternativas a por qué se perdió un partido, e incluso echarle la culpa al árbitro que ilegalmente sancionó un penal por la patada.
Con la economía está ocurriendo lo mismo. Existen las leyes económicas, que son pocas y claras, y existe un montón de explicaciones secundarias que no tienen fundamento científico, pero que sí permiten darle un barniz de pseudociencia a las decisiones políticas. La patada en la entrepierna es reemplazada entonces por la regla según la cual la emisión monetaria no siempre produce inflación o que la inflación es producto de causas no monetarias, o que la voracidad fiscal no tiene consecuencias respecto de la producción de bienes, o que se puede consumir lo que no se tiene. El árbitro culpable es sustituido por empresarios inescrupulosos, el contexto internacional, la presión de algún imperialismo extranjero, etc.
El coronavirus está por producir una nueva crisis económica. A la ya crítica situación del país en febrero, se le sumarán las consecuencias de esta paralización total de la producción, unida a nuevos gastos que pueda demandar hacerse cargo de los contagios que se pudieran producir.
Frente a este problema que es grave, muchos desde el Gobierno, y el propio Presidente, invocan la falsa disyuntiva entre “vida o economía”, priorizando la vida. Pero si no se entiende que la economía es la forma de mantener la vida, y que destruir la economía es destruir la vida, no es algo bueno lo que podemos esperar del futuro. No es esperable que el Gobierno adopte medidas que no destruyan el proceso económico actual mientras dure el peligro de contagio. Pero tampoco es probable que las medidas que se adopten luego, permitan restablecer en tiempo prudencial dicho proceso.
Es muy probable que los políticos invoquen en el intento de reconstrucción post-virus los cinco principios que enuncié al comienzo, y muchos otros más por el estilo. A partir de esos principios buscarán nuevos chivos expiatorios a quienes echarle la culpa de futuros fracasos. El país seguirá en su larga pendiente hacia el abismo.
La pregunta que quedará flotando entonces es: ¿son o se hacen?