Voltaire, pensador y filósofo francés referente de la Ilustración del Siglo XVIII, esgrimía una prosa delicada y simple, mientras regalaba bocanadas de humor sutil e ironía llena de frescura. François-Marie Arouet, tal su verdadero nombre, escribió: “La casualidad no es, ni puede ser más que una causa ignorada de un efecto desconocido”.
A veces porque la pregunta resulta frustrante, y otras tantas por el espíritu de aceptación que nos suele invadir, nos abandonamos a la idea de pensar que lo que nos sucede es producto de la casualidad. Que la existencia se rige por eventos azarosos que nos cruzan sin sentido siquiera de la oportunidad. Voltaire nos dice en su cita que ver la vida como la sumatoria de un mundo de casualidades esconde el no animarnos a preguntarnos los “por qué”, y a la vez despreocuparnos de la búsqueda de los “para qué”. Del por qué nos pasa lo que nos pasa, y esencialmente del para qué nos pasan las cosas que nos pasan.
Esta semana comenzamos a leer el tercer Libro de la Torá, “Vaikrá” (Levítico), que se traduce como “Y llamó”, ya que el texto comienza con un llamado que hace Dios a Moisés. La palabra “Vaikrá” tiene una particularidad única, ya que en esta oportunidad y sólo en este texto, la última letra de la palabra está escrita con un grafismo más pequeño que el resto de las letras (y de esa manera figura en todos los textos y rollos de la Biblia). Esa letra final es llamada “Alef”, la primer letra del abecedario hebreo, y funciona como una “H” en español, por lo que carece de sonido.
Una letra impronunciable, más pequeña que el resto y en el final de una palabra. Casi imperceptible, prácticamente invisible. Como si no estuviese allí. Pero esa palabra con esa letra o sin ella, cambia por completo el mensaje de la misma.
“Vaikrá” habla de un llamado existencial. Es un llamado de alerta, a la búsqueda. Es la intimación a sentirse llamados a una convicción, a un ideal. Es la exhortación muda que grita desde dentro a descubrir el propósito de nuestros días. “Vaikrá” trata del susurro que nos convoca a descifrar la misión que trajimos a la tierra. Es el murmullo espiritual que sentimos cuando nos sabemos llamados a algo, por algo y para algo.
Sin embargo si esa pequeña letra “Alef” no estuviese escrita allí, se leería “Vaikar”, que significa “Y pasó”. “Vaikar” es justamente lo contrario a “Vaikrá”, a ese llamado. Vaikar es algo que pasa, que sucede. Algo que se nos cruza por mera casualidad. Es la eventualidad sin ningún sentido. Es mirar las cosas como si apenas estuviesen o sucediesen frente a nosotros sin razón, y sin destino. Una casualidad lleva a otra, las cosas y los días nos pasan y se van, hasta que resulta que la vida toda es algo que nos pasa, mientras estábamos haciendo cualquier otra cosa.
Es muy fina y delgada la línea que divide esas cosmovisiones del mundo. Es una pequeña letra muda la que nos hace ver las cosas como un reflejo del azar, o como parte de un plan diseñado para darle un sentido de realización a nuestra vida. Si acaso somos apenas una conjunción genética aleatoria rodeada de eventos casuales, o si podemos descubrir un llamado a redefinir quiénes seremos y cómo moldearemos nuestro alma, ante cada desafío.
Lo que vivimos como humanidad en estas semanas de aislamiento y reinvención, nos empuja a evaluar si lo tomaremos mañana como una anécdota que nos sucedió, o como un llamado. Un llamado de alerta. Un llamado a la redefinición de una innumerable cantidad de variables. Desde nuestras agendas y prioridades, nuestras verdaderas necesidades y las que tapamos debajo de un manto de preocupaciones y enojos sin sentido, hasta repensar nuestras libertades, relaciones, consumos voraces y seguridades. Mientras observamos cómo la naturaleza y el medio ambiente sanan, en su propio aislamiento de todos nosotros logrando un retorno al origen, la carrera por permanecer en contacto a través de un nuevo mundo de avances tecnológicos nos aturde y ciega a lo natural de un abrazo.
Una vida de extremas abundancias y riquezas sin precedentes en todos los aspectos, hoy se ven sometidas a la realidad de la profunda vulnerabilidad humana, más allá de toda escala socioeconómica, nacionalidad, cultura originaria, preferencia sexual, religión, observancia o fe. Pero desde esa flaqueza descubrimos, que la fortaleza espiritual es un ejercicio que nace en la conciencia del saber que no somos lo que nos pasa sino lo que hacemos con aquello que nos pasa. Hoy nos vemos ante la oportunidad de sentir el susurro del llamado a evaluar qué era al fin de cuentas, totalmente prescindible. Y a la vez, el llamado a reconocer cuántas otras cosas estábamos dejando a un lado en medio de la corrida hacia no sabremos ya dónde, cosas tan valiosas, insustituibles e imprescindibles. Tanto tiempo, tanto que habíamos dado por obvio, hoy descubrimos que lejos de ser una casualidad, la vida que podemos vivir, la podemos elegir.
En la mística judía, la letra Alef es la que encierra el Nombre de Dios. Es la dimensión del Ein Sof, la del Infinito Absoluto. La primer letra que no se pronuncia, al igual que el Nombre Divino, pero que lo dice todo. Pasar de una vida donde las cosas nos suceden simplemente sin sentido a una vida atravesada por un propósito, exige llenar la existencia de potencia y belleza espiritual.
“Alef”, a la vez, en arameo es la raíz de la palabra “aprendizaje”. Lo que sea que se nos presente en nuestros días, nos planteará la disyuntiva de pasar a ser una hoja más en el calendario del tiempo, o bien una fuente de fortaleza y sabiduría.
Amigos queridos. Amigos todos.
El escritor griego Sófocles, autor del célebre Edipo Rey, vivió 2200 años antes que Voltaire. Él dijo: “Cásate; si por casualidad das con una buena pareja, serás feliz; si no, te volverás filósofo, lo que siempre es útil para cualquier persona”.
No se trata de casualidades, sino de destinos a compartir. De mundos a reconstruir. Voltaire en el final de su libro Cándido, posiblemente autobiográfico, cierra sus líneas invitándonos a “cultivar el propio jardín”. En estas semanas más que nunca hemos redescubierto cuál era el Jardín del Edén, el del origen de todo. El Jardín estaba guardado en el living de casa. Allí estaban todas las causas, y se explicaban todos los para qués. Pensamos que cambiar el mundo es sólo un sueño, pero si comenzamos por cuidar y cultivar el propio jardín y cada uno en compromiso, seriedad, sensibilidad, responsabilidad, amor y humanidad hace crecer su propio jardín, sin dudas el mundo entero volverá a ser, otra vez, como aquella vez, nuestro más hermoso Edén.
El autor es rabino de la Comunidad Amijai,y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.