El invierno anterior tuvimos la suerte de hacer con Carla y Gaspar un viaje en busca de las raíces familiares. Eso nos llevó hasta Pettineo, un pequeño pueblo siciliano donde nació la abuela materna de mi hijo. Pettineo no llega hoy a los 1.500 habitantes; y en su momento pico (primeras décadas del siglo XX) tenía apenas el doble de esa cifra. Es un pueblo de montaña, construido en una angosta ladera, con una única y mínima “plaza” seca. Allí están la pequeña iglesia, el bar y unas placas en conmemoración a los próceres de las dos Guerras Mundiales. En una lista de alrededor de cincuenta, pude encontrar a los antepasados de Gaspar: Angelo, Antonino, Giovanni, Francesco y Giuseppe Russo. Algunos de ellos hasta comparten nombre de pila con sus tíos abuelos que viven acá o allá, lo que no solo hace todo más vívido sino que además ofrece cierta etimología familiar que emociona.
Hubo una generación de europeos que padeció dos Guerras Mundiales. Y varias otras (no sólo de Europa) que atravesaron una, más la precariedad de la Posguerra. Maridos e hijos muertos en el frente; mujeres entregadas a tareas vitales en sus países, o apañando cuando la violencia y la escasez tocaban a sus puertas amenazando lo que quedaba de sus familias. Y después vino el destierro con la inmigración forzada. En ese mundo, el deber y la responsabilidad colectivos se imponían sobre el individualismo que parece comandar todo en nuestros días.
Probablemente viste Dunkerque, o Rescatando al Soldado Ryan o La Lista de Schindler, y te emocionaste expuesto a la heroicidad de quienes pudieron torcer el rumbo de la historia para tantos. Hoy, en cambio, dejamos de decir lo que pensamos y de encarar algunas batallas comunes por el qué dirán, por el temor a un tuit o una opinión ajena que melle nuestra autoestima, lesione nuestra reputación y nos saque de cierta zona de comodidad con el statu quo. Vale la pena, entonces, preguntarse: ¿es posible en ese estado de ánimo abordar las cosas que aún nos debemos como sociedad para revertir décadas de degradación?
La llegada del coronavirus a nuestro país, las medidas que se van tomando y nuestras reacciones en el nuevo escenario refuerzan ese interrogante. Nadie nos pide resistir bombardeos aislados en una playa de Francia, un desembarco en Normandía o que nos juguemos el pellejo tratando de salvar judíos del Holocausto. Sólo se nos exige que cuidemos a los demás, en especial a los adultos mayores, cumpliendo estrictamente con el aislamiento social impuesto. Es cierto que es tedioso. Sí, también puede ser angustiante. Pero debemos llevarlo adelante. Y hacerlo mientras reconocemos la tarea de quienes están trabajando por todos: los trabajadores de la salud, del transporte público, los del sector de alimentación, los de la seguridad y el de las farmacias, entre otros.
Si no somos capaces de algo tan poco demandante, ¿cómo podríamos reunir el valor colectivo para comenzar las discusiones y acordar las políticas para sacar a nuestro país de su larga decadencia? ¿Cómo continuar cantando las estrofas de nuestro himno que hablan de “un gran pueblo” que jura con gloria morir si no puede vivir coronado de ella?
El aislamiento es una medida incómoda pero sencilla. Y cuanto más estrictamente se cumpla menos tiempo debería durar, por lo menos en su actual forma. Si mostramos alta capacidad de comprometernos cada uno con ese objetivo, mayor tranquilidad y seguridad tendrán las autoridades para relajarlo brindándonos algunos criterios para nuestro comportamiento posterior. La profundización de la desobediencia es señal de potencial desorden. Y ello llevaría a medidas más férreas o más duraderas, demorando el regreso a la normalidad con un altísimo costo.
El aislamiento indefectiblemente va a terminar. Pero su impacto perdurará. Nuestra disciplina y solidaridad pueden reducirlo a la vez que distribuimos mejor la carga. Tenemos que ser capaces de establecer un límite al inevitable colapso económico, poniendo dinero para los sectores más vulnerables y para los más afectados por el parate productivo, de manera que las empresas tengan continuidad y los trabajadores reciban sus sueldos. En un Estado deficitario y sin crédito, eso implica necesariamente emisión. En las actuales circunstancias su impacto inflacionario de corto plazo sería acotado. Pero conocemos nuestra historia: no sólo es grave su efecto extendido sino que la mecha de la desconfianza puede acelerar todo.
Por eso, esta crisis es un gran motivo para revisar el funcionamiento de nuestro Estado y dar señales de lo que vamos a modificar: qué prioridades revela en su gasto, y los sectores que se lo apropian a través de privilegios en desmedro de la mayoría y de lo realmente importante. Hoy, todos aquellos que por trabajar en el Estado (ya sea en el ejecutivo, legislativo o judicial y en empresas estatales) tenemos seguridad más cierta holgura de ingresos y no estamos afectados directamente a la lucha contra la pandemia deberíamos contribuir de manera organizada y colectiva para redireccionar recursos hacia donde más se necesita. La cuarentena debería también permitir analizar la necesidad real de dotación en las distintas reparticiones estatales. El miedo generado podría transformarse en un buen indicativo de qué ciencia financiar o subsidiar. Y tendremos que estar bien alertas con aquellos (excluyendo los que realmente le ponen el cuerpo a la situación) que con la excusa de alguna tarea adicional -que empresas privadas también hacen- intentan posicionarse para pedir más cuando ya cuentan con enormes ventajas.
Gran parte de los argentinos tenemos ancestros que vinieron de una Europa devastada. Pudieron enfrentarse a la tragedia y poner su objetivo en la construcción de un destino común. Eligieron el sur del sur y emprendieron viajes imposibles en barcos incómodos. El aislamiento de ellos fue en alta mar y muchos dejaron a hermanos para no verlos nunca más. Lo hicieron forzados por el hambre, por el horror pero con el anhelo de una vida mejor para sus hijos. Sabían que su sacrificio les iba a permitir edificar un futuro de bienestar que quizás no podrían ver. Y entonces llegaron y crearon clubes, sociedades de beneficencia, casas de inmigrantes que fueron elementales para crear el tejido social que hace algunos años comenzó a romperse para dar lugar al individualismo extremo que hoy muestra su peor cara en aquel que no respeta el aislamiento.
Todos en nuestras familias conocemos historias de aquellas manos fraternas que recibían a sus paisanos y compartían lo poco que tenían. Ojalá en ese aplauso anónimo que todos los días a las nueve de la noche se escucha en muchos lados esté el germen de nuestro cambio y de la recuperación de un sueño colectivo. Si hacemos nuestra parte, cuidamos a los más vulnerables, reconocemos y recompensamos a los que hacen más, y mantenemos enfocadas nuestras miradas colectivas, seremos capaces de más. De plantearnos juntos metas posibles, de caminar lentamente pero con pasos sólidos, con el oído abierto al debate fructífero y sin temor a la crítica banal porque estaremos acompañados por muchos otros. La crisis del coronavirus es casi una llamada: ¿podremos ser capaces de dejar atrás las miserias personales para animarnos a hacer un país mucho mejor para las generaciones que vienen? El desafío es trabajar por algo que es muy posible que no veamos terminado. Y así como ellos lo hicieron un día, es ya tiempo de retomar esa tarea.
El autor es senador nacional por la Ciudad de Buenos Aires. Su último libro es Debajo del agua.