Una guerra diferente

El país en cuarentena: calles y avenidas vacías en la Ciudad de Buenos Aires (Maximiliano Luna)

Hace dos meses que estamos en guerra. No es una del tipo tradicional, no hay dos bandos, no se lucha por diferencias étnicas, ideológicas o por la demarcación de límites entre países. Tampoco se trata de patriotas o sublevados, ni de unitarios o federales, ni de izquierda o derecha, ni conservadores o reformistas.I No lo esperábamos. El mundo no velaba las armas preparado para cuando llegara. Podemos ver en internet el video de la charla TED de Bill Gates en 2015, que así lo prueba.

El coronavirus golpea a la puerta de una humanidad estratificada, con gran parte de ella en situación de pobreza extrema, con guerras armadas internas -siempre las más crueles-, guerras económicas, los aranceles, el valor del petróleo, con intolerancias políticas o religiosas, con países más ricos y desarrollados y otros sumidos en la miseria, con pueblos sin ninguna oportunidad en el horizonte.

En pocas semanas ese mundo dio un vuelco. Esas cuestiones que creíamos cruciales, de vida o muerte, han sido puestas bajo otra perspectiva. Nada tiene ya la misma importancia porque todo puede perderse para siempre. Puedo ganar, por ejemplo, una guerra religiosa si el virus mata a mi pueblo enemigo; pero a la vez, necesito cuidarlo para que no se enferme porque podría contagiar al mío. Quiere decir que ahora estamos en el mismo bando. Todos deberemos luchar, codo a codo, contra el mismo enemigo.

El transporte público solo puede ser utilizado por aquellos trabajadores que tienen permiso para circular o están exceptuados del decreto oficial (Adrián Escandar)

Nunca estuve en una guerra, solo la vi en las películas, pero se me hace que la sensación de salir a la calle estos días, debe ser parecida. Veo gente caminar con miedo, mirar para todos lados, cruzar de vereda si ven a alguien acercarse, pagar lo que compran casi tirando la plata y salir disparados como si hubieran robado las cosas.

Ayer a la tarde estuve un rato largo en el balcón y escuché un silencio distinto, como si fueran las 8 de la mañana de un 1° de enero, pero consciente de que es otra cosa. Es el silencio que produce el miedo, no sé si es comparable a estar en casa esperando un bombardeo -ni quisiera saberlo-, pero es estremecedor.

Acá estamos, a la espera y sin ninguna certeza. Nadie nos puede asegurar que si pasan 15 días y no nos enfermamos ya estemos a salvo o que si cumplimos con la cuarentena nada nos pasará. Nos dicen que cuando esté infectado el 70% de la población el virus ya no podrá circular. Pero eso sí, dejará un tendal de muertos en el camino. Como si los generales nos aseguraran que en unos meses ganaremos la guerra, pero con miles de bajas.

Lo único positivo que cabe esperar de esta situación es que nos haga cambiar nuestra escala de valores, que entendamos de una vez que el bienestar económico no es lo primero, que la loca carrera por el ascenso laboral y profesional no es lo realmente importante. Lo esencial son todas esas personas que amamos y que ahora no podemos ver, ni abrazar ni besar. Y no me refiero al lugar común que implica afirmar que los afectos son lo más importante.

(Adrián Escandar)

Esta vez es distinto porque en esta coyuntura es nuestra vida y la de nuestros afectos la que está puesta en juego. No nos salvará una abultada cuenta bancaria, ni la mejor casa o el mejor auto. El virus no va a dejar de lado al que lleve ropa de marca o viva en los mejores barrios, no vas a transitar la enfermedad sin síntomas porque hables varios idiomas o tengas todos los dientes.

Esta guerra nos pone a todos por igual en el frente de batalla, desnudos y sin armas, en nuestra versión más humana y primitiva. La única opción que nos queda para tener alguna chance con el virus es enfrentarlo con conciencia y responsabilidad, cuidándonos y cuidando a los otros.

Los argentinos tenemos hoy una gran oportunidad de demostrarnos que es verdad que somos capaces de tirar todos parejo del carro, y de superar adversidades con esfuerzo genuino cumpliendo las reglas, sin buscar atajos o apelar a la “mano de Dios”, que alguna vez va a dejar de salvarnos.

Ojalá todos los pronósticos sean errados. Pero lo seguro es que, pase lo que pase, la naturaleza nos habrá dado, una vez más, una dolorosa lección. De la humanidad dependerá aprenderla o dirigir su destino hacia el choque contra la misma piedra.

*Ricardo Sáenz es fiscal general de la Cámara del Crimen

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