Nada de besos.
Nada de besos, dijo, y C. y yo nos quedamos paralizadas; ella de pie, con los brazos en el aire; yo, sentada en un sillón, terminando de mandar un mensaje a casa por celular (“no, acá no pasa nada todavía, es en Italia; hay apenas un tipo aislado en Tenerife”) y mirando a nuestra amiga de hace más de veinte años con sorpresa y algo de incredulidad.
Dijo nada de besos nuestra amiga escritora famosísima y amante de la ciencia. “Ya aprenderemos a saludarnos con el mismo amor pero con palmaditas, chicas” -buscó animarnos, mientras nos mostraba cómo hacerlo, ya que evidentemente lo venía practicando en esos días- y, lo que en un principio supusimos una broma por ese tema que tenía preocupados a los asiáticos y comenzaba a inquietar seriamente a los italianos, se convirtió en la primera gran alarma.
Era la noche del 26 de febrero, en Madrid. Durante la cena, regada con alcohol en las copas pero más alcohol en las manos, el fantasma del virus sobrevoló nuestra conversación oscuro e inquietante, como una premonición.
En el viaje de vuelta, perdí mis anteojos en el taxi: a veces me detesto por obvia y elemental, doctor Freud. A la noche siguiente emprendí el regreso a Buenos Aires: el aeropuerto de Barajas era una feria de temores, algunos -todavía pocos- barbijos e inquietud, pero sobre todo desconfianza. Nunca antes me lavé las manos tan seguido.
Llegué y fui a trabajar dispuesta a vivir mi vida habitual, una naturalidad que se quebró a la semana, cuando se conoció la primera indicación oficial de cuarentena voluntaria para quienes habíamos estado en territorio de riesgo. A las pocas horas, además, se informó la primera muerte por coronavirus en el país. Antes de ir a Madrid, había pasado por París para visitar a mi hijo mayor, que vive allí con su esposa. España y Francia comenzaban a ver subir sus números de infectados y muertos y la alarma ya recorría el mundo.
No me propuse escribir otra nota sobre cómo es pasar una cuarentena en familia (no hay experiencias previas, nadie sabe muy bien cómo se hace y todos hacemos lo que podemos, quiero decir: en casa no me pasaban la comida por debajo de la puerta) sino que lo que está ocurriendo, y aún si la pandemia es controlada y no termina con una parte importante de la humanidad, hace pensar que tal vez estemos llegando a un momento clave en términos culturales en los cuales lo que hoy conocemos como “distanciamiento social” provocado por las sospechas del virus convierta ciertos hábitos en pasado. La politóloga María Esperanza Casullo tuiteó estos días: “¿Y si esto es the new normal?”.
Por indicaciones de los gobiernos, hay cada vez más personas adentro de sus casas, sobre todo aquellas que deben aislarse por una cuestión de edad o riesgo sanitario o porque tienen la posibilidad de desarrollar sus tareas online. Para quienes no están trabajando, la lectura vuelve a ser una gran compañía, igual que la radio, las series o la TV, que venía en picada y seguramente ahora vuelve a ser para los alejados de internet el gran instrumento de información.
Pero mientras eso ocurre puertas adentro, las redes sociales de todo el mundo también están llenas de balcones vivos en los que la gente canta, escucha música, baila, hace gimnasia, celebra las bodas modestas de gente de otras personas o aplaude por la salud pública de su país.
Por mi parte, ya no hay cuarentena aunque hay, sí, muchos cambios de hábito. Empecé a saludar con la mano en calesita, cual reina de Inglaterra y me perderé el rito del mate colectivo, del que soy fan. Pero vi y abracé fuerte a mi hijo después de un año de no hacerlo y cuando el Apocalipsis parece estar asomando. El saldo de mi viaje envirusado sigue siendo muy a favor.
Seguramente en estos días veremos más actividades y vida de balcón, porque la creatividad humana no tiene límites, tampoco el amor: tal vez muy pronto conozcamos parejas o amistades que se conocieron de balcón a balcón o de ventana a ventana, de manera que relaciones afectivas que hoy se establecen en modo virtual volverán a crecer por contacto humano, aún a cierta distancia. Los ojos, las miradas, volverán a ser centrales para conocer al otro y para intuir: “es por acá”.
Para sentirnos vivos, para vibrar con los demás, la epidemia nos lleva a cambiar las pantallas por los balcones y las ventanas. Tal vez, en lo que nos parece una distancia insoportable para aquellos que estamos acostumbrados a los besos y abrazos entusiastas, la novedad cultural que llega con el encierro sea al mismo tiempo una forma de volver a vernos, un hábito recuperado que nos permita mirar por encima del celular para ver también hacia dónde estamos yendo como humanidad.
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