Ella se llamaba Diana, pero yo no la conocí. Su nombre signó mi vida. Y, sin embargo, no sabía de su existencia. Su vida -y principalmente- su muerte fueron un tabú, un dolor tan extenso y replicado como en un dominó que se llevó puesto todo -las otras vidas y las otras muertes- de mi familia.
Diana fue la hermana de mi papá. Me enteré que él había tenido una hermana una tarde de verano en Mar del Plata. Fui a buscar una máquina para cortar fiambre a la casa de una tía y mi vida quedó signada para siempre por el nombre que la muerte se había llevado y lo innombrable había negado.
Desde los 15 años que le escribí cartas. Un poco para homenajearla, mucho más para entender al hombre que, desde que tuve la edad que él tenía (13) cuando ella murió (a los 18) me prohibió salir. Al cine. A lo de amigas. A recitales. A fiestas. A vacaciones. No salir no era la salida.
Mi papá tenía miedo. Y no tenía un miedo injustificado. Su hermana Diana había muerto, casi en la mayoría de edad, apenas entrando a la Facultad de Derecho, sin derecho a vivir su vida. Ella fue una de las víctimas del brote de poliomelitis en los años cincuenta en Argentina. Cuando todavía no había tratamientos ni vacunas.
No sé más de ella y de su historia que su nombre. Y las secuelas de su muerte. El padre que nunca estuvo con el apellido que sigo con mis hermanas. La madre que se enloqueció de dolor y repartió maldiciones que partieron como astillas. El hermano que se convirtió en un sobreviviente fallecido también por la crucifixión de la tragedia. El padre que vela lo que no puede dejar crecer. El miedo que crece irremediablemente.
El miedo marcó mi vida. El miedo a la muerte. El miedo a la enfermedad convertida en epidemia. Y el miedo a nombrarla. Le escribí a Diana como una forma de exorcizar el miedo al miedo y, al menos, poder nombrarla para crecer.
No creo en las paranoias, ni en las medidas desmedidas. Tengo miedo. Y creo en las palabras. Aún en época de exceso de palabras como la infodemia que trasmite el virus de las fake news en los medios de comunicación.
Me lavo las manos sin lavarme las manos. Confío más en la prevención que en la conspiración. Y, de todas maneras, temo por todos los baños sin agua, ni cloacas y todos los clubes, colegios, trabajos, medios, vestuarios sin agua ni jabón. Y temo.
No hay teoría sin práctica. Y no hay análisis sin alcohol.
¿Pero qué nos dice la cuarentena de una sociedad que ya está aislada, mientras trafica animales para volver el exotismo una clandestinidad ambiental reventada por un mercado que ahora tiene que parar de tirar monedas a la Fontana de Trevi para llamar a la suerte?
No besarse. No salir. No darse la mano. No juntarse. No reírse. No escucharse. No tocarse. No palparse. No jadearse. No conocerse. No reconocerse. No encontrarse. No amontonarse. No sentirse. No amucharse. No entrarse.
La cuarentena no es solo una medida de prevención. Ni es una medida necesariamente exagerada. Es una necesidad de época. Y que habla de la desamorosidad del Siglo XXI. Incluso de la frialdad que sobrevuela triunfante para los más aislados, los más secos, los más disciplinados y menos sensibles.
“Si no me tocan siento que me vuelo”, dijo la cantante Loli Molina en el programa “Lo intempestivo”, de FM Rock Nacional. “Es como si flotara, la gravedad no aplica”, explicó. Las caricias son una forma de plantarse en las pieles que no respiran en su propia autonomía sino que vuelan, sueñan, jadean y caminan a partir del contacto.
¿No necesitamos llegar a la luna para perder la gravedad por la gravedad de la pandemia del coronavirus?
La patria ya no es el otro, sino la frontera cerrada al posible contagiante. Los vuelos paralizados por los termómetros como las nuevas bombas sin scanners. Somos pacientes en vez de ciudadanos. Somos sospechosos en vez de amantes. Somos quedados en vez de nómades. Somos aislados en vez de viajeros. Somos sedentarios en vez de caminadores. Somos miedosos en vez de valientes. Somos asqueados en vez de confiados. Somos expulsivos en vez de inclusivos. En la patria del miedo el amor es resistencia.
Sin embargo, no es que el riesgo es virtud. Sino que el amor tiene que reinventarse cuando la enfermedad sin ADN -para prevenir ni curar- irrumpe por la avidez de comerciar la naturaleza acorralada como capital.
En los ochenta cuando surgió el VIH y se lo prejuzgaba como la “peste rosa”, antes del cockatil y el uso masivo del preservativo, cuando se nombraba el SIDA con mayúsculas como cartel de terror, se apelaba a demonizar el sexo o a fantasear con que oponerse al látex era subversivo a las coordenadas que pedían penetración con protección.
Ahora no se puede caer ni en los mismos prejuicios, ni en las mimas fantasías. No se puede traspasar saliva como quien riega la posibilidad de contagiar lo inhallable y no se puede esquivar el naufragio de una sociedad en donde la cuarentena agota en la individualidad la cooperación mutua.
¿Cómo conocerse en épocas de encuentros de descarte, de sexo carilina, de masturbaciones por pantalla, de exceso de oferta y de rechazo a la demanda?
¿Cómo aislarse si ya la soledad asfixia por falta de sopas y mimos, por ausencia de caricias y de quien soporta las debilidades y aproveche las fortalezas?
¿Cómo cuidarse en momentos de descuido?
¿Cómo alcanzar agua si la sed no alcanza para que el desierto no sea un espejismo?
¿Cómo pedir en un tiempo donde la necesidad es una debilidad mal vista y ahora hay visa para salir de la cama?
La cuarentena no se rompe en el peligro de multiplicar una enfermedad que puede traer dolor y muerte. No se niega la muerte por no creer las formas de evitarla. No se esquiva el desamor por proclamar el pegoteo como en una transpiración con maridaje mixto.
Pero sí podemos poner en cuarentena a la cuarentena y entender que, incluso, para volver al hogar no hay que creer en la dulzura bajo cuatro llaves, ni en la diversión como un plan que siempre está afuera.
El amor también puede volver a tejerse como un reposo que no aísle sino que nos ponga a prueba. Para que el amor no sea lo que niegue el miedo, sino lo que nombre -como a Diana- el miedo a la muerte para re- encontrarnos en donde la fragilidad nos puede reconocer más desnudos que en las nudes prefabricadas de whatsapp.
Y ser una invitación para re-volver a viralizar la necesidad de encontrarnos.
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